La frase de Theodor Adorno que alude a la imposibilidad de escribir poesía luego de Auschwitz ha sido interpretada de modos diferentes, hasta que más tarde él mismo explicó que el mal debe ser contado sin sutilezas, crudamente: "Imposible escribir bien, literariamente hablando, sobre Auschwitz".

Perfeccionar la redacción implicaría renunciar a exponer la brutalidad en su cabal dimensión, tal y como se la debe expresar. No hay que disimular la "real brutalidad". Debemos obviar la pulcritud y el refinamiento.

¿Por qué no hubo suficientes voces contra el genocidio? Adorno se pregunta por qué tantos callaron y porqué hicieron tan poco los testigos.

Es obvio que el terror paraliza. Es la más inmediata explicación. Pero en la misma noción de grupo humano, la dilución de los vínculos facilita el silencio ante el dolor ajeno.

A mí no me pasa, es con el otro o con los otros; y el "yo estoy a salvo" se complementa, necesariamente, con la idea de que esos otros "algo habrán hecho" para merecer la persecución.

La sola idea de que no sea así derrumba la supuesta tranquilidad de no correr la misma suerte que la víctima.

Si solo los perseguidos serán perseguidos, yo estoy seguro, y esto se refuerza con que alguna razón, aunque desconocida, habrá para merecer el apremio: por algo habrá sido.

Pero Adorno nos espabila enseguida; agrega que el grupo perseguidor es insaciable. Hay una "insaciabilidad propia del principio persecutorio". Y destroza cualquier atisbo de falsa tranquilidad que pueda sostenernos: "Sencillamente, cualquier hombre que no pertenezca al grupo perseguidor puede ser una víctima". 

Es ingenuo entonces apelar a la bondad, a la compasión o a la generosidad. Ni hablar del heroísmo. Adorno insiste: "El principio persecutorio es insaciable".

En Argentina lo expresó como nadie el general Ibérico Saint Jean cuando dijo que primero matarían a los subversivos, después a los cómplices, después a los familiares, luego a los indiferentes y por fin a los tímidos.

Algún negado podría todavía querer diferenciarse y decir "pero yo no soy tímido", aunque es de suponer que el general enseguida agregaría: y luego a los audaces; y así sucesivamente.

Nuestro represor de cabotaje expresó como nadie esa "insaciabilidad del principio persecutorio". Que nadie se considere a salvo. Se comienza persiguiendo a una minoría y se termina por perseguir a todos, una espiral que se alimenta de sus propios crímenes y no puede detenerse.

Descartada la inocencia, descartadas la compasión, la generosidad y el heroísmo ¿hay alguna forma de evitar la repetición de atrocidades?

Adorno confía más en los instintos egoístas de preservación. Quienes piden que maten a los otros para vivir en una sociedad segura están instaurando el régimen que los pone en la cola: tarde o temprano serán los siguientes. 

"Un orden que mata termina eliminando la seguridad. Cuando una vida pierde su valor, la pierden todas. Sólo están seguros quienes pertenecen al grupo persecutorio, y ni ellos, ya que el terror puede devorarlos con cualquier excusa". Hubo suficientes Stalin para dejarlo claro.

En Argentina vivimos inseguridad a diario por un lado, en múltiples aspectos; y por el otro, el lógico reclamo ‑y la necesidad imperiosa‑, de que cese, de frenarla por algún medio.

Esta premura, y el rol exacerbador puramente comercial y macabro de algunos comunicadores, nos predispone a aceptar sin análisis casi cualquier propuesta de represión y mano dura, de quita de garantías y laxitud de límites al ejercicio del poder que, contrariamente a lo que se cree, fueron conquistas, logros de la humanidad a lo largo de siglos, y que constituyen el único ‑y muy frágil por cierto‑, reaseguro frente al poder y la violencia contra los seres humanos de a pie.

La profundidad del terror y la certeza de su función ejemplificadora, pero al mismo tiempo la absoluta carencia de mínimos reflejos de empatía, frutos del "algo habrá hecho" en conjunto con el "a mí no me persiguen" se vio en la tribuna de Belgrano de Córdoba hace unos días.

Desde aquella patada al inmigrante de la periodista europea la televisión mundial no mostró otro acto de desprecio, barbarie y no te metás como lo ocurrido en Córdoba, reproducido ya una y mil veces por canales de todo el mundo para vergüenza global.

Desde arriba hasta abajo muchos aportan un manotazo, una patada, un empujón a un hombre solo, de 22 años. Culmina mitad arrojándose para escapar mitad empujado y vuelto a golpear para asegurarse de que caiga, por todos los que lo rodean. No se advierte un gesto, una mano, una mirada compasiva de absolutamente nadie "a no es conmigo, a mí no me toca, algo habrá hecho".

Caído, desmayado o semimuerto, no se lo socorre. Le roban las zapatillas.

Es difícil encontrar otro hecho que reúna todas las condiciones de la vergüenza. Avergüenza como especie, como seres humanos, como asistentes a un espectáculo, como amantes del fútbol. Avergüenza como argentinos.

Lo que más espanta es la naturalidad con la que ocurre. Basta la relativa impunidad del número, el argumento estúpido de simpatizar por el equipo contrario, y se desata sin esfuerzo, sin demasiada pasión incluso. Metódicamente golpeado, como sin odio, de paso, mientras baja aturdido por los escalones, esquivando como puede patadas y puñetes.

¿Los ejecutores, los golpeadores, los cómplices, los testigos, los observadores, qué no harían en un contexto más establecido de señalamiento y estigmatización? ¿Son o no una representativa muestra de un grupo humano desensibilizado, sin cohesión alguna y con natural predisposición para eliminar al diferente en vez de a ayudar a salvarlo?

A mí me deja sin esperanza. Me pregunto si hubiera actuado distinto en ese lugar y en ese momento. Y mientras trato de pensar que sí, estoy casi seguro de que no. Y me siento parte de la bazofia en la que nos hemos convertido.

Yo también sigo de largo en los semáforos cuando alguien pide. Y puteo trapitos. Yo también voté a Trump, y me banco al coreano, y permití que la periodista patee seres humanos desesperados y que toda una tribuna arroje a un pibe de 22 años al vacío, después de bajarlo a patadas cincuenta metros, sin hacer absolutamente nada.

No sirvió de nada lo tuyo, Adorno. Y Auschwitz e Hiroshima y el general que arma la lista de seres a fusilar volverán a repetirse.

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