En el número 13 de la calle Génova, de Madrid, tiene su sede el Partido Popular. Desde su enorme balcón, la semana pasada, formateó su salto hacia la cúspide del poder peninsular Isabel Díaz Ayuso, la presidenta regional que renovó con creces su mandato, por imperio del sentido común de la época. Una vecina anti progre, medio hija de doña rosa de Neustadt, juancarlista, con aire de pyme más que de duquesa, con su tapadito amable y sus máximas esperpénticas. Una chica de clase media, crecida en el patio de su propia ambición. Así, consiguió llegar a la cima del PP tras sus inicios como community manager de Pecas, mascota de la antigua presidenta madrileña Esperanza Aguirre, su mentora. Representante del cualunquismo, se ufana de estar por encima del pensamiento crítico del “populista” Pablo Iglesias, de Unidas Podemos, al que ahora logró desterrar de la política partidaria: su jactancia no es la de un intelectual como Fernando Savater -¡que la votó!- sino la de quien puede convertir a Madrid en ciudad orgullosa de sus desequilibrios socioeconómicos.

Tanto vacío existencial resulta conveniente para las corporaciones inmobiliarias y tabernarias, claro. Madrid campea, bajo su demagogia sanitaria, sobre el significante libertad como sinónimo de diversión sin restricciones en plena pandemia, como si lo que se emancipara ya no fuese cuerpo ni pensamiento, sino el virus en las esquinas abiertas donde ponerse en pedo de a montones, hostales repletos de franceses que cruzaron la frontera hacia la ciudad de la joda, geriátricos convertidos en morideros por Covid, hospitales saturados porque, ¿qué cosa pueden ofrecerle al pingüe juvenilismo urbano los viejos?

Una multitud de banderas españolas -Madrid convertida por metonimia en la España entera- en los festejos de la calle Génova. También de nuevos madrileños de derechas, originarios de Brasil, Venezuela, Colombia, Cuba. Signos del ocaso de los Estados (sueños de un común) que flamean en apoyo del individualismo extremo (pasión por el fragmento autofágico). Y, ¡ay!, tan grande como la de la España pepeísta, la bandera del Arcoiris. Cuerpos lgtbiq+ celebrando cada evocación de la Ayuso a favor de la diversidad, que ahí es negación de las luchas emancipatorias del movimiento. Y el repiqueteo obsceno de la palabra libertad, que es la de hacer lo que me plazca o me convenga, sin importar que a la larga transforme la iniciativa propia en arma de destrucción masiva.

Así es, buena parte de las personas lgtbiq+ madrileñas (me cuesta nombrar colectivo a ese consorcio liberotario estropeando el Arcoiris) está atravesada por la epopeya del Yo sin el Otro, que siempre es de derecha.

LO GAY Y LA NADA

Y aquí el enojo. Si en Madrid y en Buenos Aires arrasa la derecha neoliberal, indiferente a los vulnerados, es porque sus barrios chic se instalaron como imaginación de un paraíso extendido. Y un número inmenso de personas lgtbiq+, pertenecientes a la pequeña burguesía homosexual, han decidido poner en suspenso las viejas consignas comunes, sobre todo aquella que proclamaba que el deseo de mi libertad es también la de la tuya y la de todes. Todes: universalismo solidario. Lo que viene a decirnos la opción de esta generación urbana a la páge es que el festejo de las particularidades identitarias es la moneda de cambio con la que se paga su silencio ante el escándalo de la pobreza, la opresión y la desigualdad, que sufren las locas o las travas de las periferias.

Palermo acá, Chueca allá, la expansión inmobiliaria y del divertimento invisibiliza las colas de comida, que en Madrid se multiplicaron, la indigencia porteña, la usurpación de lo público, mientras la joda excluyente sigue secuestrando las narrativas históricas lgtbiq (así vamos de Pedro Zerolo a Isabel Ayuso y de César Cigliutti a Alvaro Zicarelli), dando la espalda a la política igualitarista que nos tendió la mano cuando nadie lo hacía. Si los derechos de última generación ya han sido otorgados por impulso de la izquierda, piensan los Gays for Trump o for Ayuso, que nos defiendan ahora de la violencia sobreseída de los haters neofascistas: en Madrid fueron récord, últimamente, los incidentes de odio, pero la presidenta los considera “hechos aislados”, del mismo modo que la categoría fascismo sería una trampa semántica que la tiene sin cuidado.

Pero es que ella recorre Chueca y consigue más aplausos que chiflidos. La famosa drag queen Chumina Power se le cuelga del brazo, agradecida porque puede mantener abiertos su local y su hostal. Porque así es Madrid, abierta. Nadie tiene derecho a objetar qué hace con su sexo la gente en su casa o en su cama, dice la presidenta. Y de un plumazo -y seguro que sin darse cuenta- echa por tierra aquello de que lo personal es político, es decir cosa pública: “es que las Marchas del Orgullo se han vuelto politizadas”. El desdén por las opciones políticas del centro a la izquierda -traducen progresismo por falsa conciencia y la justicia social por dictadura- es un horizonte conceptual que comparten las locas de Ayuso con los putos de Bullrich: hay que mirar más el tandem PP-Vox que a Bolsonaro, para ver por cual plataforma de compraventa pretenden les diverses de Cambiemos pasear la bandera del Arcoiris.