La mitad más uno del mundo debe estar levantando en este preciso instante una copa en honor a Charles Robert “Charlie” Watts, el baterista de The Rolling Stones. Había nacido el 2 de junio de 1941 en una casa prefabricada de Wembley, fruto del amor entre un camionero y un ama de casa, días antes que Adolf Hitler pusiera en marcha la desastrosa Operación Barbarroja, aquella del frente oriental que marcó el principio del fin de la Segunda Guerra mundial. Para seguir, era quien desde los 22 años sustentó desde sus austeras y sólidas baterías el andamiaje de la eterna banda londinense. Y para ampliar aún más, fue sin dudas -palmo a palmo con Richards- el Rolling más querido. Al menos así parecía cuando rugía la leonera cada vez que tocaban los Stones en la Argentina.

Los orígenes musicales de Watts se remiten a la bohemia londinense, donde una noche lo vio tocar la dupla Jagger-Richards, en el Club Ealing, junto Brian Jones. Ambos –Watts y Jones- eran parte de la Blues Incorporated de Alexis Korner. Tal fue, de hecho, el germen de la posterior incorporación del baterista a los primigenios Stones, precisamente a instancias de Brian. Fue el guitarrista del flequillo rubio quien oyó con buenos oídos el tempo y la versatilidad de Watts para integrar a la banda, en sus iniciáticos encares de rhythm & blues.

Su arribo, por supuesto aceptado por Jagger-Richards, se produjo en reemplazo de Tony Chapman, apenas seis meses después de que Jones aportara el nombre de la banda, en honor al tema de Muddy Waters. Por entonces, la agrupación apenas contaba en su devenir con una gira medio desprolija sin cobrar un peso por algunos bares londinenses, el emblemático debut en el Marquee Club del 12 de julio de 1962, y no mucho más. Por eso es que poco y nada se arriesga si se simula a Watts como “miembro original” de los Stones. ¿Qué le hace una mentirita más a la historia, al cabo? Sobre todo si se tiene en cuenta que ya estaba sentado detrás de toms, platos crash y hi hats antes de que Andrew Loog Oldham viera tocar a la banda en el Crawdaddy, y la llevara corriendo a grabar “Come on” e “I wanna be your man” para el sello Decca.

Charlie Watts amaba muy poco el rock and roll

Lo cierto es que los imprevistos del futuro quisieron que el rubio Jones se quedara en el camino por su temprana muerte, y su elegido permaneciera durante cincuenta y ocho años, y unos sesenta discos –entre registros de concierto y estudios- en la banda de rock and roll que le levantó el ánimo a Occidente. Hubo mucho en el medio, claro. Que Watts amaba el jazz y muy poco el rock and roll. Que era la garantía para atenuar los egos a veces insoportables de la dupla Jagger-Richards. Que, en tren de ese rol, un día le asestó en certero golpe en la cara al cantante, porque había pedido por “su baterista” en un hotel de Ámsterdam. Que usufructuó su interés por el dibujo y el diseño para realizar contratapas de discos como la de Between the Buttons, o cranear junto al golpeado Jagger algunas puestas en escena para shows multitudinarios. Que para algunas plumas críticas del rock –como Robert Christgau- fue el mejor baterista de rock. Que a colación el toque de su tambor, sobre todo desde “Start me Up”, torna más cercana la definición del “decano" de los críticos de rock estadounidenses.

Ante lo dicho, costaba pensar a un Watts autónomo de los Stones, pero la realidad derribaba la sensación. Caso clave era el del Charlie Watts Quintet, que el baterista fundó durante al alba de la década del noventa, para darse el gran gusto y publicar dos discos: Warm And Tender y Long Ago And Far Away. Y no solo esto. Durante su largo recorrido metaStones se detectan también los dibujos animados que hizo en honor a su ídolo Charlie Parker bajo el nombre de Ode to a High Flying Bird, publicado durante los tempranos sesenta, mientras veía la luz el disco 12 x 5. Rocket 88, el trío que armó con Ian Stewart y Dick Morrissey, mientras los Rolling iban por Some girls. El dúo con Jim Keltner que dio origen al disco homónimo tras Bridges to Babylon, el proyecto de boogie-woogie –otro de sus géneros musicales preferidos- junto a los pianistas Axel Zwingenberger y Ben Waters. O el vivo de más reciente edición: At Danish Radio Concert Hall, gran concierto dado por Charlie en Copenhague, en 2010.

Hombre de vida sana, reservada, serena, “bien vestida”, bastante alejada del desenfreno y los estereotipos onda pomelo del rock and roll –jamás le interesó levantarse groupies, o irla de drogón, pese a su pasada caída en el alcohol, las anfetas y la maldita heroína en los ochenta- pasaba sus días en un calmo paraje rural de Dolton junto a su amada  esposa Shirley -con quien convivía desde la década del sesenta- rodeado de árboles, naturaleza plena, y caballos árabes. Fue el gentleman del rock más querido del mundo, de quien el mismísimo Jagger -desde aquella certera piña en Holanda- tuvo que reconocerse como “su cantante”.