Foujita preparaba el almuerzo. Si era verano hacía ostras con limón, si era invierno las freía rebosadas. Cuando terminaba de comer trituraba las conchas en el mortero y las mezclaba con aceite y calcio para preparar pintura. Foujita buscaba un blanco perfecto, un blanco que encandilara. Con esa pintura retrataba a las modelos que pasaban por su taller. Quería que la tela pareciera piel desnuda de verdad.

Foujita había llegado a París para estudiar. En esos años de formación pintaba desaforado. Dicen que en 1917 pintó 500 paisajes. Era amigo de Modigliani y Picasso. Visitaba sus talleres y discutían ideas, pasaban horas en los cafés pensando estrategias para vender sus pinturas. A Foujita el plan le funcionó bien. Sus pinturas de desnudos hacían enloquecer a la gente. Algo en ese brillo extraño del blanco hipnotizaba a los espectadores.

Cuando no conseguía modelos que posaran, Foujita ponía un espejo enfrente de su mesa y pintaba autorretratos. Tenía un flequillo perfecto. Tuvo ese corte de pelo durante toda su vida. Usaba lentes redondos y argollas de oro en las orejas. Pintaba sus objetos de trabajo, los pinceles, la tinta y las tijeras. Parece que una noche Foujita volvía caminando a su estudio en Montmartre y sintió que lo seguían. Cuando se dio vuelta vio que era un gato atigrado. Lo adoptó y le puso de nombre Mike, que en japonés quiere decir tricolor. Su gato empezó a aparecer en todas las obras. A veces lo pintaba durmiendo, otras intentando llamar la atención o buscando caricias.

Foujita consiguió muchos coleccionistas. Con el dinero que ganaba compraba trajes preciosos. Dejó de buscar las ostras a buen precio en las ferias y empezó a almorzar en los restaurantes más caros. Puso en su estudio un sistema sofisticado de agua caliente, que en ese momento era un lujo. Las modelos podían darse baños calentitos cuando terminaban las sesiones. Después de varios años de derroche, Foujita perdió su fortuna y tenía una deuda imposible de impuestos acumulados.

Entonces, sin avisarle a su esposa, armó sus valijas y se fue de viaje con su amante. Tomaron un barco a Buenos Aires y acá lo recibieron como a una celebridad. Estuvo casi tres años viajando. Pasó por Bolivia, Perú, Brasil, México y terminó su viaje en Estados Unidos. Dicen que en Buenos Aires la gente empezó a pedir a los peluqueros el corte a lo Foujita. Varias personas mencionan que un día hubo una fila de 10.000 fanáticos para pedirle un autógrafo.

En el Museo de Bellas Artes se puede ver un autorretrato del año en que empezó su gira americana, 1931. Se lo ve trabajando, sentado en cuclillas con el pincel en el aire. Su gato lo mira y parece inquieto. En la pared hay un retrato de Madeleine, la modelo que lo acompañó en el viaje. La piel de Madeleine seguro está pintada con el blanco de las ostras.

Después de pasar varios meses en Buenos Aires se fueron a Rosario. Llegaron en la semana del 25 de mayo, había muchos festejos en distintos puntos de la ciudad. Alguien lo invitó a la cancha de Central porque un equipo de japoneses iba a jugar un partido de béisbol. Era un partido amistoso pero al ganador le daban un premio. Ganó el equipo japonés y le pidieron a Foujita que entregara la copa. Después jugaba Central contra Independiente y Foujita se quedó a mirar el primer tiempo. Imagino que lo llevaron a comer pescado a la costanera. Me gustaría saber qué pensó Foujita cuando vio el río Paraná. En el Museo Castagnino también hay una obra de él, un autorretrato en tinta y acuarela.

Mientras tanto seguía pintando y como las ventas eran buenas parecía que el viaje no iba a terminar nunca. Viajaron a Córdoba y los relatos son parecidos. Gente haciendo fila para pedir autógrafos y peluqueros cansados de hacer cortes taza. Foujita decía que sabía bailar tango, aunque no encontré registro de ningún testigo que lo haya visto bailar. También estaba fascinado con los gauchos y el lunfardo. Pidió en varias ocasiones que lo llevaran al campo para ver si los gauchos existían de verdad.

A lo mejor Foujita encontró en un arroyo cordobés caparazones de caracol que convirtió en pintura. O mica pegada a las piedras de las montañas que usó para darle un brillo a la mirada de su gato. Pienso que cuando estuvo en Rosario lo deben haber llevado a la isla. Seguro guardó un poco de agua marrón para diluir acuarelas.

Cuando se pueda volver a los museos voy a subir al primer piso del Bellas Artes. Voy a mirar fijo la esquina donde está el retrato de Madeleine, hasta que me hipnotice la pintura.

María Luque nació en Rosario y vive en Buenos Aires. Desde 2005, exhibe sus trabajos en museos y galerías de Argentina, Chile, Perú, México y España. Trabaja como ilustradora editorial y coordina talleres. En 2011 creó el proyecto “Merienda dibujo”, una serie de encuentros con artistas. Es cofundadora del Festival Furioso de Dibujo. Participó de Informe, historieta argentina del siglo XXI, publicado por la Editorial Municipal de Rosario. Es autora de La mano del pintor, una novela gráfica sobre Cándido López (Sigilo, 2016, L'Agrume Éditions, 2017, Lote 42, 2019), Casa transparente (Sexto Piso, Premio Novela Gráfica Ciudades Iberoamericanas), Espuma  (Galería editorial, 2018) y Noticias de pintores (Sigilo, 2019).