Walter Meza Niella dice a Página/12 que hoy, a 45 años de la última dictadura cívico militar de la que él y parte de su familia son víctimas y sobrevivientes, hay dos cosas “para hacer”. Una tiene que ver con “seguir buscando el sueño que empujaron los compañeros y las compañeras desaparecidos”. La otra es “estar alerta y atentos para cuidar a les jóvenes de los discursos de odio y a la democracia de los mismos que ya la dañaron tantas veces antes”. Los consejos de este hombre, que hoy tiene 57 años y era un nene de 14 cuando fue secuestrado por represores de Campo de Mayo y encerrado en El Campito durante una semana, aparecen en una entrevista que este diario le hace horas después de haber testimoniado en el megajuicio de lesa humanidad por los crímenes que la última dictadura cívico militar eclesiástica llevó a cabo en esa guarnición que el Ejército aún conserva en zona norte del Conurbano. 

No es la primera vez que declara, por eso no se detiene en cada detalle de los hechos a los que lo sometieron. “Los juicios por estos hechos serán siempre importantes porque sirven para recordar que hubo una vez que pasó todo esto acá, tanta muerte y tanto odio, y también para defender el pacto que hizo la sociedad de que nada de todo aquello vuelva a pasar”, responde cuando se lo consulta sobre sus testimonios. También recuerda que “tuvo que pasar mucho tiempo, mucha lucha y la decisión del gobierno de Néstor Kirchner de dar vuelta la injusticia”, para que la impunidad empiece a ser revertida en clave de investigaciones judiciales, debates y condenas. Habla pausado y afónico, igual que lo hizo frente al Tribunal Oral Federal número 1 de San Martín, desde su casa. La misma casa de la que se lo llevaron en 1978.

Secuestro y tortura

La noche del 25 de enero de ese año, una cena futbolera que compartía junto a su mamá, sus hermanes y sobrines en su casa de Caseros, provincia de Buenos Aires, se vio interrumpida. “Nos estábamos por ir a dormir cuando escuchamos ruidos cada vez más insistentes en la terraza. Nos fuimos a la habitación de mi mamá, escuchamos dos potentes disparos en la vereda y gritos”, relató el miércoles por la mañana. “Salgan con las manos en alto”, recordó que les gritaron de afuera. Sin “entender nada”, empezaron a salir. Les preguntaron por su papá, Néstor Antonio Meza Niella. “Mi viejo no estaba viviendo en casa”, aclaró. El padre de la numerosa familia, militante de la resistencia peronista e integrante de la agrupación Montoneros, había empezado a escapar de la cacería genocida de la que Walter, sus hermanes y su mamá lograron reconstruir poco. No supieron nunca más nada. 

A los hijes de sus hermanas, algunos muy bebés, y a su hermana más chica, de cinco años, los dejaron “encerrados en una pieza con una olla de comida” durante “varias horas”. Luego, los entregaron a vecinos. A él, a la salida de la casa de Caseros un represor lo agarró del pelo, le pegó un culatazo y lo tiró al piso. “Tenía pelo largo y chaqueta verde militar”, recordó; días después lo vería en el centro clandestino. La patota los encapuchó, les ató las manos y los sibió a un camión Correo --”Me acuerdo por los colores amarillo y negro”, dijo--. A él, a su hermana Mirta y a su esposo Jorge Chieffo, a su hermano Néstor, a su hermana Graciela y a su mamá Fortunata. Mirta tenía unos 25 años y estaba embarazada; Néstor tenía 16; Graciela, 23 y él 14. “Una persona que se hacía llamar ‘El Puma’ nos empieza a amenazar y a decir que pensemos bien lo que vamos a contestar porque si no iba a ser muy duro con nosotros”, relató. 

Terminaron en El Campito donde, durante una semana, los golpearon, torturaron y hambrearon. “Sinceramente no sé cómo transmitirles lo terrorífico que fue”, advirtió Walter Meza Niella ante los jueces. La patota del centro clandestino buscaba información sobre Néstor padre. Entre los guardias, interrogadores y torturadores, recordó a uno al que le llamaban “Pajarito” y que no es más que Roberto Fusco, acusado en el debate. Los sacaron a todos en un camión, contó. Vendados, con las manos atadas y covnencidos de que no iban camino a la libertad sino a ser fusilados. Recordó las amenazas de El puma y las de otro represor, ya arriba del camión, que “jugaba con el arma” en sus cabezas. “¿Lo hacemos ahora? Lo hacemos después, ¿lo hacemos ahora? lo hacemos después”, les decía, como si fueran efectivamente a pegarles un tiro. A Néstor y a Graciela los dejaron en Haedo. A Fortunata, Mirta, Jorge y a él, en unas vías muertas de El Palomar. Tardaron un rato en desatarse, del miedo que tenían. Tardaron más en regresar a la casa de Caseros, que encontraron toda revuelta. Primero se ocuparon de localizar a les pequeñes que habían quedado la noche del secuestro. Luego empezaron a reconstruir todo. 

El después

El quinto de los seis hijos que el referente de la resistencia peronista y militante montonero Néstor Meza Niella tuvo con Fortunata Ibarra aseguró que el rearmado, después de aquellos días, “fue difícil”. Que la familia, con “el gran corazón y la fuerza” de la mamá, tuvo que elaborar un plan para atender varios frentes: el procesar lo vivido en carne propia, el lidiar con la ausencia del padre, el buscar sustento. “Fuimos una familia muy golpeada y dolida, quedamos con mucho miedo y nos costó siempre mucho hablar --aunque junto a su hermano lograron diagramar un croquis con las dependencias de El Campito, donde estuvieron secuestrados--. Porque no se puede vivir si te quedas escarbando siempre en la herida, no es digno. Y porque nos tuvimos que arremangar y salir a parar la olla. A mí me llevaron de casa con pantalón corto y me devolvieron con pantalón largo. Fue madurar de repente, hacer cosas que eran necesarias, fueron necesarias. Dejó de estudiar y salió a trabajar Walter, al igual que Néstor, su hermano dos años mayor. “Y fuimos rearmándonos como pudimos, alrededor de ese recuerdo terrible y de la ausencia de mi viejo”. 

Durante su testimonio hizo hincapié en “el daño irreparable” que generó la desaparición en Fortunata, sobre todo, que “murió esperándolo”, en 2008. Como entonces, volvió a pedir a los responsables del terrorismo de Estado “que hablen”. “Ellos tienen que rendir cuentas y parte del rendimiento de cuentas es decir qué hicieron con los compañeros y compañeras, cómo los mataron y dónde están sus cuerpos, dónde están los bebés que se robaron. Tienen que romper el pacto de silencio que resguardaron incluso cuando se los benefició con impunidad”, concluyó.

--Cerraste el testimonio el miércoles con otro pedido: a todes nos pediste que estemos atentos y alertas sobre los discursos de odio que perduran… ¿ves que puede suceder otra vez lo mismo? 

--Creo que están pasando cosas que ya no pueden pasar. No puede haber un candidato a diputado (en referencia a Javier Millei) que diga por televisión “zurdos de mierda”; no puede haber gente que cuelgue bolsas mortuorias con el nombre de personas en la puerta de la Casa Rosada. Tenemos que estar alertas y atentos. Hay una camada de jóvenes que milita y que hay que cuidarlos de estos mensajes de odio. Hay una democracia que nos costó muchísimo construir y a la que también estos discursos golpea. Pero también quiero agregar que hay otra cosa por hacer y es seguir buscando el sueño que empujaron los compañeros y compañeras detenidos y detenidas desaparecidos. Los valores que defendían están en nosotros, esos valores que quisieron romper la dictadura y distintos gobiernos de turno. Hay que buscarlos y ponerlos en marcha.