John Lee Hooker: soberbio antídoto contra esta angustia interminable. Los que lo saben, lo saben, y lo aplican en vinilos, CDs o cassettes vetustos. Los que no, pues que buceen ese nombre en las redes y cuando aparezca un negrazo inmenso con lentes negros y abrazado a una guitarra, que hagan click ahí. Cambia el mundo. Cambia el ánimo. Todo cambia. O atenúa el dolor, al menos. Pasa lo mismo que pasó desde que a este guitarrista y cantor de blues nacido en Mississippi en 1917 le dio por la música hasta que se murió un día como hoy, hace veinte años. Por suerte había corrido mucha agua bajo el puente ya, cuando al extraordinario John Lee -por lejos el blusero más prolífico de la historia- se le dio por irse. Tenía 83 años en el momento que lo encontraron muerto tras haberse ido a dormir en su casa de Los Altos, al sur de San Francisco. Apenas seis días antes -un sábado-, había dado su último concierto en el Centro de Artes Luther Burbank de Santa Rosa, California.

Detrás quedaba esa voz profunda, borracha, dotada de una enorme expresividad, pero sobre todo el latido primal de un músico que, “apenas” con un singular uso del vibrato en su guitarra y un pie en el piso marcando el ritmo, había influido a casi todo el rock del siglo XX y parte del XXI. John Lee Hooker, sí. El de los bluses lentos y espesos montados en un acorde. El de los boogies primitivos y potentes, y la machirula “Boom Boom” cuya interpretación es parte de la película de los Blues Brothers. El del endiablado “Hobo Blues” o la imponente “I'm in the Mood”. El idolatrado por Jim Morrison y los ensambles planetarios con Robert Cray, Paul Butterfield, ZZ Top, Carlos Santana y en especial con Canned Heat, cuya alquimia determinó un disco que le marcó el groove a los primeros '70: Hooker ‘n’ Heat.

Todo producto de una historia personal que no difiere demasiado de otras vidas bluseras. De chico, Hooker era un campesino que además de labrar la tierra de sol a sol cantaba en una iglesia bautista. Tenía diez hermanos y unos padres que se separaron cuando cumplió 11 años. Aunque no hubo bien que por mal no viniera, claro, porque su madre -Minnie Ramsey- rehizo su vida con un hombre que iba a determinar buena parte del devenir del niño Hooker: un blusero amigo de Blind Lemon Jefferson y Charly Patton llamado William Moore, que no solo le regalaría al niño su primera guitarra sino que también le enseñaría a tocarla. Lo primero que hizo Hooker con esa guitarra -en cuanto pudo- fue mudarse a una pensión de Memphis y trabar contacto con tipos como B.B. King o Robert Lockwood, algo así como el otro yo de Sonny Boy Williamson II, con quienes solía zapar en los caseros juke joints de la era.

Otro destino de John Lee Hooker fue Cincinnati, urbe que lo encontró a medio camino entre lustrar zapatos en las avenidas, y limar penurias con sus tempranos y endiablados temas en el Beale St. "El blues no te deprime; cuando estás triste porque las cosas no van bien, te levanta. Es un estimulante, no un depresor", solía ser uno de sus latiguillos. El tercer sitio en recibirlo fue la industriosa Detroit, donde durante la década del '40 paró la olla trabajando como portero en una fábrica automotriz, mientras por las noches hechizaba gentes y estrellas con sus bluses taciturnos, sus boogies desolados, su swing sin límites a caballo de una austera Epiphone Sheraton, la primera guitarra eléctrica que llegó a sus manos.

Fue allí donde registró sus primeros temas: “Boogie Children” y “Sally Mae”. Corría 1948, y amanecía en él lo que el “Polaco” Goyeneche haría por estas pampas hacia el final de su camino tanguero: medio cantar, medio recitar, siempre conmover. Así consta en la intensa tríada que dio inicio a su devenir discográfico durante el último año de la década del cincuenta: Folk Blues + House of the Blues + The Country Blues of John Lee Hooker. Una maravilla que no solo terminó irradiando hacia Chicago, entonces meca del blues eléctrico, sino también en el interés de una banda con la que haría estragos a mediados de la década del '60: The Groundhogs.

Así se detecta también en otros discos que abrieron el apetito de otros bluseros blancos ingleses. En rigor, Eric Clapton y Eric Burdon tal vez no hubiesen sido lo animales que fueron de no haber escuchado una y mil veces Black Snake en sus combinados caseros. Alexis Korner tampoco, de no sonar Wednesday Evening Blues todos los días en su casita de Londres. A John Mayall le hubiese faltado un centavo para el peso en sus Blusbreakers sin Burning Hell como espejo. E incluso por estos lares los Manal –Claudio Gabis, en especial- hubieran sufrido bastante de no acceder al revelador Don't Turn Me from Your Door. Y lo que es más, Muddy Waters y sus derivados blancos de nombre Rolling Stones, hubiesen carecido de la materia prima que Hooker –o Texas Slim, o Delta John, como gustaba llamarse- “inventó” al fusionar el blues rural sureño con la electricidad del rhythm and blues.

Hubieras y hubieses habría por miles en un mundo sin John Lee Hooker. El era único. No conozco a nadie que haga lo que él hacía. Amo su voz y también me gustan sus letras, paradójicamente, porque no dicen mucho: son palabras mínimas y justas. El resto era magia y música”, dijo una vez su hija Zakiya, a Página/12, en agosto de 2009. “Es difícil acostumbrarse a un mundo sin él”, lamentó Van Morrison al enterarse de su muerte. Como ambos, hubo miles de músicos, de músicas, que se dejaron conmover por varios de sus quinientos temas registrados en setenta años de tocar. De traducir en formas simples verdades impactantes.