Parece haber dos etapas muy bien diferenciadas en su escritura: una primera en la que hay un aire de ansiedad, o de frenesí, que acaso se corresponda con los ’90, y una segunda en la que eso baja y empieza a notarse en Puras mentiras y en La tierra elegida.

-A mí me bajaron de un hondazo, en el sentido de que no supe, como dice la famosa frase, “escuchar al cuerpo para ver hasta dónde te da”. Yo no paré de darle a la manivela hasta que reventé.

¿A qué atribuye aquella vertiginosidad?

-Se remonta a la adolescencia: yo había comprado todos los boletos del bonzo. Primero creí que iba a morir joven y, como pasaban los años y no me moría, pensé que iba a ser eternamente joven, ávido e incansable. Por seguir ese ritmo, y por querer imponérselo a los demás, alrededor, terminé pagando la factura. Cuando armé Radar, y más atrás cuando armé Biblioteca del Sur, y más atrás todavía cuando empecé en Emecé con la colección de escritores argentinos, siempre trabajé doble. Por un lado traté de hacer algo que no había: generar espacios en los cuales publicar buenos libros, o buenas notas periodísticas, y por el otro escribía yo mismo (y quería publicar) mis propios libros y notas. El trabajo era tan grande, y la esquizofrenia y el autoengaño eran tales, que el editor le fue ganando al escritor: en Radar casi no podía escribir. Y ya en la época en que dirigía Planeta (yo entré con todos los cuentos de Nadar de noche terminados) no encontraba manera de terminar Frivolidad: tuve que pedir como tres licencias y, de todas formas, la publiqué con la sensación de que no estaba terminada de verdad. Con Puras mentiras me pasó un poco lo mismo. Y yo creo que se nota, en los dos libros, si los comparás con los dos anteriores. Y de pronto, después del nacimiento de mi hija Matilda, de la pancreatitis y de la ida a Gesell, pude hacer lo que más me gustó siempre, que es no sólo escribir sino leer. Creo que aprendí a pensar, estando allá. Y aprendí a descubrir cuándo tengo algo que decir.

¿Cómo sería esto de “aprendí a pensar”?

-A los 21 yo había ido a uno de esos talleres de pensamiento sobre los post-heideggerianos y ahí descubrí que, aunque me había creído toda la vida muy inteligente, era un zapato: tenía una incapacidad muy notable para leer textos y pensar a partir de ellos. Yo venía de la poesía y desemboqué en una narrativa cuyo eje central era el relato, contar, contar, contar: así que no me costó demasiado esquivar esa evidencia “zapateril” y seguir para adelante. A pesar de tantos años de tratar con gente más formada y más inteligente que yo, seguí casi igual de impermeable. Ni siquiera sé si servía para estimular ideas cuando editaba cosas de otros. En Gesell descubrí, por ejemplo, que mi manera de adjetivar era una pereza para no pensar. Mi historia como escritor es mi relación con los adjetivos. Al principio, cuando escribía poesía –por la clase de influencias que tenía, surrealistas, Pizarnik, Vallejo–, el adjetivo era la clave. Creo que siempre es la herramienta básica de “lucimiento y narcisismo” para un escritor novato. Con el tiempo, para aprender a contar, fui acotando bastante mi manera de adjetivar, pero cuando empecé a escribir periodismo creí que el adjetivo preciso era indispensable. Y de pronto vi que, al levantar un adjetivo que había usado, como quien levanta una piedra, me encontraba con una idea abajo. Y ahí me apareció una nueva opción, una nueva forma de contar pensando, que creo que se ve en los textos de La tierra elegida.

Que son como ensayos: arma un cruce extraño en esos textos.

-Sí. Después de muchos años de escribir y de leer ficción sentía que venía recorriendo un túnel en el que las paredes y el techo se hacían cada vez más estrechos. La forma de escribir para Radar, la clase de libros que me obligó a leer y la manera en que he trabajado ese formato es haciendo un cruce de géneros, un mestizaje muy visible de biografía, ensayo, relato de ideas, crónica, confesión, cuento. Y fue como si aquel pasadizo desembocara de golpe en un salón enorme en el que convergían (y dialogaban) muchas cosas. Pude escribir dialogando mucho más fructíferamente con lo que estaba leyendo. Porque pasé de leer un 90 por ciento de narrativa y un 10 de no ficción, a incrementar mis lecturas de biografías, ensayos y, especialmente, de esos textos indefinibles a los que sólo se les puede llamar literatura: desde Masa y poder, de Canetti, a Habla, memoria, de Nabokov; desde Menos que uno, de Joseph Brodsky al Danubio, de Magris; desde Música para camaleones de Capote a la Excursión a los indios ranqueles de Mansilla. Los libros que más me gustan hoy son los imposibles de etiquetar, ésos que saltan y toman de todos los géneros un poco. Hay un tempo en esa manera de escribir y pensar, muy afín con mi nueva vida, que consiste en estar gran parte del día frente a la computadora, o leyendo un libro, o caminando por la playa. Tener tiempo para dejar que una idea llegue, ver cómo rebota con otros ecos, de cosas que he leído, o visto o escuchado. Y, por supuesto, me bajaron también los niveles de impaciencia, ansiedad, histeria e inseguridad con que lidiaba en mis tiempos porteños.

¿Qué le dio y qué le quitó, a partir de su trabajo en Radar y en las editoriales, el trato tan directo con escritores y los procesos de elaboración de sus textos?

-Me quitó tiempo que podía haber dedicado a mí mismo: de joven uno es indiscriminado con el tiempo; lo derrocha alegremente. Pero, en el balance, me dio mucho más que me quitó. Para un tipo como yo, autodidacta, virgen a todo estudio sistemático, fue sin duda una escuela de formación total. Vi muy de cerca estéticas en movimiento. Una de las cosas más emocionantes que tiene el laburo editorial es estar cerca de un escritor en el momento en el que le está dando los últimos retoques a un libro, que suelen ser los más inspirados, porque está contra reloj y sabe que es su última oportunidad. Es difícil dar con algo mejor como escuela de formación para un escritor novato.

¿Qué puntos de contacto encuentra entre usted y Miguel Briante?

-Es un espejo, en muchas cosas. En primer lugar, es un enfermo de la palabra justa; y esos son los escritores que más me gustan. Segundo, vivió en carne propia el dilema de hacer literatura y periodismo, que en mi caso también fue el de ser escritor y editor. Después, a mi gusto, es el mejor crítico de arte de los últimos treinta o cuarenta años en la Argentina; y en la época de Radar, la idea era hacer en todos los rubros eso que hizo Briante con sus textos de plástica. Y además está ese ambiente tilingo que Briante curtió después de publicar sus primeros libros y entrar en el periodismo “grande”, un ambiente del que yo vengo y del que empecé a salir cuando elegí escribir. Susana Viau dice que Briante se salvó de la tilinguería porque se metió en esos ambientes para patotear. Yo no me considero un amigo de Briante y no pretendo practicar el culto al amigo ausente en esta conferencia: hablo de un escritor al que tuve la suerte de conocer a los 21 años. Nunca estuve muy cerca de él, pero los encuentros que tuve, que no habrán sido más de diez desparramados a lo largo de una década, fueron increíblemente fructíferos para mí.

Otro punto de contacto posible es esto de despertar expectativas literarias desde jóvenes y luego sobrellevar ese fantasma. Una de las hipótesis de todo el proyecto del ciclo fue que cada escritor, al momento de elegir su tema o conferencia, habla también mucho de sí mismo.

-Bueno, en el libro que estoy por publicar termino diciendo: “A pesar de lo que parezca, este libro es una novela; un novelista no puede hacer otra cosa, aunque crea que está haciendo investigación, periodismo, biografía, ensayo o cualquier otra variante más o menos disimulada del género confesional”.

Le demandó mucho esta novela. ¿Por qué?

-Un poco por las cosas que me pasaron y las elecciones que hice en estos últimos años y otro poco porque quise que el libro no se limitara a explorar narrativamente la posibilidad de que un bisabuelo mío fuese el personaje en el que se basó Puccini para el Pinkerton de Madame Butterfly; también quise meter ahí adentro mi enfermedad, mi “mala sangre” (en el sentido del páncreas y en el de la clase de la que provengo) y mi cuestionamiento a la ficción y el aparente descubrimiento de un camino alternativo para poder seguir haciéndola. Estuve empollando este libro durante años sin entender de qué iba la cosa; cuando le encontré la vuelta, tardé un año y medio en escribirlo. Ni una cosa ni la otra significan demasiado: un libro puede haber costado mucho, pero eso no quiere decir que sea lo mejor que escribió un autor. Hay cosas que salen bárbaro casi sin esfuerzo y otras que cuestan un huevo y nunca terminan de convencerte. El único que entiende la razón por la cual le dedicás tantos desvelos a una cosa sos vos. El resto del mundo dice: “Ya está, loco; pasá a otra cosa”. No me quejo de lo que me costó este libro, porque no sólo me acompañó mientras lo escribí; además me permitió hacer catarsis de unas cuantas cosas que no sé cómo hubiera resuelto de otra manera.

¿Cómo es este asunto de clase social de la que quiso salir?

-Vengo de un lugar en donde el mandato es aceptar a ciegas los valores que nos inyectan desde chicos y perpetuar ese estilo de vida. Como si hubiera un capital simbólico, paralelo a los bienes materiales, que hubiera que preservar y transmitir. Lo mejor visto era repetir: ser ingeniero si tu padre fue ingeniero, elegir el mismo tipo de mujer para casarse, ser con tus hijos como fue tu viejo con vos, incluso vivir en las mismas casas (que heredabas). Para mí era una claustrofobia absoluta. No sé cómo será en otras clases, pero el influjo del mandato ha sido tan poderoso para mí que me he pasado la vida expurgando taras y excrecencias que me quedan y aparecen en el momento menos pensado. Es una cosa hasta sensorial, va más allá de lo meramente ideológico. De hecho, lo que a mí me gusta del personaje de mi bisabuelo, en la novela, es lo poco que hizo a espaldas de su casta, de su clase y de su familia, y lo que me asfixia (pero al mismo tiempo me purga) es que haya sido un marino ilustre de la nación que, entre otras cosas, organizó los grupos civiles que reprimieron en la Semana Trágica, el germen de donde salió la Liga Patriótica.

¿Qué caracteriza a la generación de escritores a la que pertenece?

-Somos los hijos del Proceso. Los que éramos demasiado chicos, o tontos, naif, para militar antes del ’76, los que nos comimos la dictadura con orejeras, los que padecimos su censura, su olor a muerte y a peligro permanente, sin entenderlo del todo; los que elegimos como bandera utópica la cultura rock (no sólo el rock sino su cultura, desde el hippismo hasta las formas blandas, y si se quiere superficiales, del anarquismo). Nuestra reacción inicial fue de rechazo bastante visceral a la política, y eso redundó en bastante individualismo, a diferencia de las utopías de masas de la generación anterior. Por una cuestión de rebeldía personal, desde la adolescencia miré a las generaciones del 60’ y del ’70, a esos tipos aún jóvenes pero más viejos que yo que querían un mundo mejor, con secreta admiración. Esa admiración viró un poco al fastidio después, en la medida en que empezaron a chocar nuestras utopías individualistas con las de ellos, pero si ahora miro para atrás, veo que yo aprendí de ellos a armar cofradías, y me la pasé formándolas, en las editoriales y en el periodismo.

¿Y hay algo distintivo de la generación más joven que la suya? ¿Qué autores le atraen?

-Me gustan Marcelo Birmajer, Fabián Casas, Leopoldo Brizuela, Mariana Enríquez. Me parece que en ellos funciona muchísimo menos la complicidad generacional que en nosotros. Para bien o para mal, nosotros somos una camada en la que convivían los tipos que yo elegí como amigos –Fresán, Saccomanno- con los que elegí o me eligieron como rival –los babélicos: Caparrós, Feiling, Chitarroni, Alan Pauls-, aunque con los años terminamos todos bastante amigotes e incluso laburando codo a codo. Mi núcleo de referencia era básicamente generacional, aunque tuviera cerca a escritores más grandes, porque con ellos la relación era más de maestro-discípulo que de cofrade. Lo que veo en los que son diez o quince años más jóvenes es que tienen más naturalidad para ser cofrades con gente de diferentes edades o de diferente relación con la literatura. En nuestro caso el corte es muy nítido: hubo una generación a la que mataron o exiliaron, y cuando supuestamente venía el turno de la nuestra, cronológicamente hablando, los sobrevivientes de esa generación volvieron al país con la apertura democrática, y nos dijeron con bastante razón “esperen su turno”, porque a esos tipos les habían robado siete años de su vida. De ahí surgió una pica. Puede verse en dos revistas que casi conviven en el tiempo: Humor que es más de los ’70 y El porteño que es más de los ’80 (de hecho, ahí fue donde Dorio inventó el término “psicobolches”); después todo eso desemboca en Página/12, que a mi gusto es el lugar más interesante de cruce para esas dos generaciones. Yo veo al diario como un proyecto intergeneracional, un lugar en el que muchos tipos como yo encontraron una manera de definirse o definir el mundo en el que vivían. Para mí Página fue una experiencia más que periodística, incluso cuando era sólo lector. Me acuerdo perfecto el día en que entré por primera vez a la redacción: cuando se murió Briante, y me preguntaron si quería escribir algo. Llegué al diario, me señalaron una máquina y me dijeron: “Tenés 30 líneas y media hora para escribirlas”.

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Esta columna forma parte de la Nota de Tapa de Radar, que se completa con los artículos de Guillermo SaccomannoMaría Moreno, Paula Perez Alonso y Miguel Russo.