Ayer, domingo 20 de junio, después de bastantes meses de estar con el ojo puesto solo en lo real, en estado de perplejidad constante, volví a escribir. Me pregunté qué vamos a escribir, qué se va a escribir después de esta experiencia tan concentrada con la muerte en los cientos de días en que parece haberse hecho más evidente, cercana, voraz. Así como yo tengo una cantidad insólita de muertos queridos en pocos meses, imagino que muchas otras personas viven algo parecido. ¿Cómo incidirán en lo que se escriba la conversación constante sobre la salud, la alerta, el tic de auscultarse ante la primera manifestación de irregularidad de los cuerpos, la constatación de nuestra condición vulnerable, finita, nuestra provisoriedad? En eso estaba cuando vi que tenía una llamada perdida de Guille Saccomanno y al toque otro llamado. Sin duda era una mala noticia. En esos segundos eternos pensé en dos o tres posibilidades pero nunca en Juan. El día anterior me había mandado con alegría inmensa la hermosísima e impactante tapa de su próximo libro.

Y ahora me encuentro haciendo lo que Juan detestaba y llamaba “cerrarle los ojos al muerto”. Es irreal que el muerto sea Juan. Elegía de Philip Roth abre con una escena en un cementerio y una mujer que dice unas palabras de despedida: “Cuesta tanto de creer, sigo pensando en él nadando en la bahía”. Así es y así será con Juan.

Juan se había hecho a sí mismo, cuando decidió no estudiar lo que la familia esperaba de él y eligió ser autodidacta. Convencido desde muy chico de que la literatura era su pasión, se acercó a grandes maestros como Abelardo Castillo y Sylvia Iparraguirre, Joaquín Gianuzzi, Rodolfo Rabanal. Aspiraba a grandes cosas en un medio en que había una gran resistencia a innovar o a apostar más; sin embargo él estaba dispuesto a intentarlo.

Nos hicimos amigos en Planeta. Años muy buenos, felices, ¡nos divertíamos muchísimo trabajando! Sobre todo en la época en que también estaban Paula Pico Estrada, Flor Ure y Alejandro Horowicz. Miles de anécdotas de aquel tiempo. En esa época Planeta Argentina era una editorial muchísimo más chica que lo que es ahora (solo cuatro colecciones, doce libros por mes), pero, a diferencia de Emecé y Sudamericana, empresas familiares tradicionales, tenía la gracia del plebeyo al que no le interesa conservar nada y está dispuesto a correr riesgos. Hasta ese momento en la Argentina se publicaba de la misma manera en que se había publicado durante cuarenta años, y Juan, con ganas de comerse la cancha y lleno de ideas —no había sido escuchado en Emecé—, en poco tiempo le imprimió un giro fundamental a la forma de publicar. Él era escritor y editor —había publicado Corazones y amaba los libros— y creía en que había que desmelancolizar las ediciones de autores argentinos —los libros podían ser objetos sexys— y en que cada publicación fuera una fiesta. Su ánimo disruptivo, la inteligencia y la capacidad de trabajo —stamina pura— y la atención puesta en modernizar el diseño y la comunicación se hicieron sentir: pronto el mundo lector estuvo atento a lo que aparecía en las colecciones Biblioteca del Sur y Espejo de la Argentina y Planeta pasó a la delantera con ventaja en visibilidad y grandes números de ventas.

Cuando Juan me propuso trabajar con él yo no tenía experiencia práctica en edición; sin embargo tuvo confianza plena en mí, y charlando de libros, de autores, modos de leer, y observándolo, me fui haciendo editora. Era un tipo perfeccionista, detallista y obsesivo que podía delegar con tranquilidad, sin histeria.

En Juan convivían sin conflicto el escritor que cada día se sienta a escribir en soledad y el editor que abre el juego a otros, y en ambos oficios ponía el cuerpo de la misma manera. No me gustan los homenajes que caen en la autorreferencia pero esta anécdota lo muestra en su generosidad. Juan sabía que yo estaba escribiendo una novela de la que nunca hablaba, pero él todos los viernes a la tarde aparecía por mi oficina, se sentaba frente a mí y me decía: “¿Cuándo me vas a mostrar algo?” Y yo, que era muy terca pero muy lábil también y creía que lo que me dijera cualquiera podía influirme, prefería seguir escribiendo en silencio y le decía: “Cuando la termine”. El viernes siguiente volvía a aparecer con la misma pregunta: “¿Y la novela? ¿Para cuándo?” Y el siguiente: “¡Aunque sea mostrame diez páginas que te gusten!”. Así todo un año. Yo ya no sabía dónde ponerme porque valoraba su interés pero también me identificaba con la teoría del soufflé: si sacás algo antes del horno cuando todavía no tiene la temperatura necesaria, no levanta. Hasta que un día la terminé, la imprimí y un viernes a última hora de la tarde se la di. Ese mismo viernes me llamó a casa cerca de las 8 de la noche, excitado y contento, había leído 90 páginas sin parar, destacó la voz propia y el humor, me instó a publicarla. Él había tenido un éxito enorme con Nadar de noche y no se había sorprendido, ahora ponía todo a disposición del texto de otro. En la cárcel de la neurosis, siempre es importante que afuera de la reja haya alguien convencido de que saldremos. Esa mirada convencida de Juan fue clave para que publicara mi primera novela, No sé si casarme o comprarme un perro.

Juan daba mucho, se prodigaba, no se resguardaba ni administraba para sí esa energía infernal para meterse en los textos y aportarles ideas a otrxs. Autores de otras editoriales querían que Juan Forn publicara su libro porque veían que su entusiasmo contagioso los potenciaba y acompañaba todo el proceso. Cuentan los que trabajaron con él en Radar la minuciosidad extrema con la que proponía cambios; la misma disposición generosa varios años después con sus alumnos de los talleres de todos estos años. Nunca se le gastaron esa energía y ese talento, nunca tuvo miedo de desperdigarlo o malgastarlo, lo brindaba al que tuviera tanto interés como él en que ese texto mejorara y estuviera “dispuesto a pelarse” (sic). Hace poco hablábamos de esto y me contó que los libros con los que más se había metido hasta la manija en los últimos tiempos y había sentido la emoción de ese trabajo con el otro habían sido el de Meme Güiraldes y el de Camila Sosa Villada.

Cuando Juan creó Radar, le puso este nombre un poco inspirado en Pound, que consideraba a los artistas como antenas, y en Kluge, que pensaba a los escritores como sismógrafos que pueden captar y anticipar lo por venir. Otra vez, con talento y audacia, hizo algo difícil: un suplemento dominical para todas las expresiones del arte, que lograba mostrar a la cultura como un organismo vivo lleno de conexiones imprevisibles. Todxs esperábamos el domingo con la ilusión de leer Radar.

Pero Juan no sabía regular la intensidad, padecía la enorme exigencia de siempre dar un plus y este suplemento semanal, a pesar de que salía tan bien, lo agotaba; no relajaba. Publicó Puras mentiras en el invierno de 2001 y a los dos meses sufrió una pancreatitis aguda que casi lo deja fuera de combate.

Llegaron con Flora a Gesell en 2002; Matilda, su hija largamente esperada, había cumplido dos años. Ese proceso de adaptarse a su vida nueva lo contó en varias contratapas, el género que fue perfeccionando y que con el nombre “Los viernes” se convirtió en su marca personal. En esos años publicó La tierra elegida, cruce de crónica y ficción, y María Domecq, su gran novela. Y de a poco “Los viernes” se fueron transformando, de manera cada vez más sutil, en cuatro tomos de libros mágicos.

Durante la cuarentena remplazamos los encuentros de cuando venía a dar taller por largas charlas telefónicas. En todos estos años de vida geselina Juan había hecho una transformación bastante notable, había dejado de lado todo lo extraliterario y vivía en la literatura, dedicado full time: la mayor parte del día leía, reflexionaba y escribía.

El trabajo de editor lo retomó cuando le propuso a Nacho Iraola hacer la colección Rara Avis, donde publicó librazos que rescató del olvido con nuevas traducciones o prólogos, ediciones cuidadas al máximo.

En noviembre del año pasado murió Rodolfo Rabanal, al que Juan también quería mucho, y me dijo: “Hablemos más seguido, todas las semanas”. Cuando hace dos meses viajó a Buenos Aires a hacer un trámite, nos encontramos en un café de vereda ancha y tranquila. Él venía con una bolsa de Guadalquivir y enseguida me mostró sus tesoros. Si quería, me los prestaría cuando los terminara. Lo vi bien, sin miedo al covid ni a la muerte. Charlamos horas hasta que el sol desapareció y empezó a hacer frío. Yo había ido en bici y él se preocupó porque no tenía buenas luces para la noche. Cuando nos despedimos me pidió que cuando llegara a casa le mandara un mensaje. Así era, protector.

Seguimos hablando por teléfono a las tardecitas, a la vuelta de sus caminatas con Tato, el perro que había adoptado. En una de esas charlas me contó que estaba eufórico porque había entregado su libro. El nuevo libro no era una simple selección de “Los viernes” sino que el orden que le habían dado armaba un artefacto distinto y que esperara que eso “nuevo” se notara. Me dijo: “La vida es muy gentil conmigo en estos tiempos. Estoy muy bien, toco madera”. Estaba contento también por el descubrimiento del trabajo de reescritura que había hecho Piglia en la nueva edición de sus Cuentos Completos: había pescado cada una de las operaciones internas —le parecían geniales, brillantes— y se encontraba dialogando con él todo el tiempo. Cada vez veía más y sus lecturas eran más sutiles.

El velorio fue en un centro cultural sobre la playa con ventanales que daban al mar en un día esplendente. Matilda se ocupó de quitar los símbolos religiosos y llenó de fotos de Juan de todas las épocas los ventanales. Su presencia luminosa con nosotros, muy viva. Desde ahí me asomé al mar de Villa Gesell en esa mañana límpida, fuera de temporada, vi el cielo tan amplio, generoso. Caminé por la playa vacía y pensé en la posibilidad de cobijo que puede ofrecer la soledad de la naturaleza, mucho más que la inclemencia de la histeria urbana, y que tal vez esa fuera la clave de por qué Juan había vivido feliz ahí todos estos años.

Entre muchas cosas que contó María, su novia querida, me enterneció saber que cada mañana Tato, que dormía sobre su frazada frente a la salamandra, afuera del cuarto, esperaba percibir que Juan estaba por despertarse para empujar con el hocico la puerta y acercarse a la cama; entonces empezaba el ritual de refregarse contra el costado para que le hiciera mimos y masajes. Con los sonidos gozosos de Tato, Juan se levantaba y se tiraban en la alfombra para retozar, entrelazarse y jugar un rato. Así empezaban las actividades del día.

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Esta columna forma parte de la Nota de Tapa de Radar, que se completa con los artículos de Guillermo SaccomannoMaría Moreno, Ángel Berlanga y Miguel Russo.