Fue –pucha, lo difícil que se hace hablar en pasado– uno de los pocos tipos que nunca se olvidó eso que había escrito Pierre Bourdieu, que el libro tiene un aspecto simbólico y uno económico. Y que el editor debía ser una suerte de Jano, el dios romano de las dos caras que vigilaba al mismo tiempo la entrada y la salida, el principio y el final. Mucho menos lo olvidó cuando le tocó estar en el silloncito tan anhelado como efímero de las grandes decisiones editoriales, justo en los ’90, cuando la cultura, como tantas otras cosas, se hundía en el zafarrancho y sólo era piola el que pensaba en guita. Metió las doctrinas del Cardenal Newman en una cajita y con la sonrisa cómplice del que supo siempre qué había que hacer miró con las dos caras, la del valor de uso y la del valor de cambio. Con una cara creó, de lo imposible, un universo lector, lo despertó, le dio palabras, le dio autores, le dio sueños. Con la otra, revolucionó el mercado. Lo imagino, en ese momento, sonriendo canchero, parado ante el ventanal de Planeta y prendiendo un cigarrillo.

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Antes de conocer a Forn, conocí a su amigo Guillermo Saccomanno. Yo trabajaba en Hernández y Guille pasaba por la librería para ir a tomar un café a la salida. En una de esas charlas donde saltaban temas como conejos, saltó el de la amistad. Con una certeza temeraria, le dije que el mayor concepto de la amistad lo había adquirido como peón de mudanzas: “Cuando estás con otro chabón subiendo un piano por la escalera hasta el séptimo piso, sabés que si el otro afloja vos cagaste y si aflojás, el que palma es el otro. Entonces seguís empujando y sosteniendo aunque te estés muriendo”. Se reía como un loco, Guille. Y para darle mayor contenido cultural a mis convicciones sustentadas en poner el cuerpo, le recitaba a Tejada Gómez: “un amigo es la vida dos veces”. Contagiosa la risa de Guille que no paraba. Una tarde de unos años después, cuando trabajaba escritorio de por medio con Forn en Radar, aporreando los dos como enloquecidos por el cierre sobre los teclados precarios de aquel entonces de Página, Juan levantó la vista y entre el humo del pucho dijo “bastante parecido al piano y la escalera, ¿no?”.

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¿Hay alguna razón de peso para putearse a mansalva con la gente que uno quiere? Una noche de domingo, después de una semana maratónica en la que vaya a saberse por qué descalabro de vacaciones o francos en la redacción Juan y yo habíamos escrito cuatro o cinco notas cada uno, abrí el suplemento Radar para ojear cómo había salido todo y descubrí que sólo tenían firma una nota suya y una mía. Lo llamé y lo insulté ni bien atendió. Trató de explicarme, pero yo estaba lanzado, no quería escuchar nada. “Lo único que tenemos es el nombre y los zapatos. Los zapatos me los compro yo, ¿quién mierda sos para borrarme la firma?”, le grité tan desquiciado como el mismo argumento. Después de algunos minutos más de puteadas que iban y venían de un lado al otro de la línea, corté y seguí golpeando la mesa hasta las tres de la mañana. Al día siguiente, los dos con cara de culo, Juan me dijo de ir hasta la esquina. Supuse trompadas y salí como una tromba. Ni bien nos sentamos en el bar Mallorca me preguntó cuántos whiskies había tomado antes de llamarlo. “Cuatro”, dije. “Ah, está bien”. Entonces me preguntó si para mí era más importante leer que escribir. “Obvio”, le dije. “Y decime una cosa, boludo, ¿no creés que para el lector es más importante leer lo que escribimos que saber quién lo escribió?”, me preguntó y me desarmó. Después pidió dos whiskies y hablamos de zapatos.

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La muerte tiene esas cosas extrañas, fragmentarias, huidizas. La mañana que lo vi entrar a Hernández con Fresán y Lanata y preguntar por mí, que había escrito debutando en el número cero de La Maga una crítica al primer libro de Rodrigo, Historia argentina, que Forn había editado y publicado en Biblioteca del Sur. “Che, bolú, vos tenés que trabajar en Página”, me dijo como si nos conociéramos de toda la vida. La noche que nos reímos como dos chicos en el baño marmóreo e impresionante del Hotel Alvear, durante una de las fiestas pantagruélicas del Premio Planeta, contándonos los peores andurriales donde habíamos meado. El partido de fútbol en la playa, con un frío de la hostia en aquel julio de 1993, en el que brilló con gambetas y chiches en uno de los ratos libres que dejaba el multitudinario Primer Encuentro Nacional de Narradores. La carcajada cuando le conté del estúpido cartelito (“No pienso llamar a Juan Forn”) que Lanata había colgado en la redacción de Veintiuno, y así nos fue. La tarde de un jueves que nos encontramos de pedo caminando por la rambla de madera de Gesell, los muchos cigarrillos que fumamos sentados en un tronquito debajo del parador Windy hasta que nos fuimos a tomar té en los frascos de mermelada vacíos que insistía en tener como vajilla mientras se hacía más y más de noche. La madrugada de diciembre de 2017, tardísimo, en que lo llamé para felicitarlo por la copa sudamericana que había ganado Independiente, y nos quedamos hablando durante más de una hora sobre la hijaputez de la maldición china “Ojalá te toquen vivir tiempos interesantes”. La lentejeada en la casita que Lestido tenía en Mar de las Pampas mientras entre los tres tratábamos de encontrarle una razón seriamente justificada a los continuos patadones con los que Saccomanno se llevaba por delante el tazón de agua de los gatos de Adriana cada vez que se paraba.

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Saber que uno debía escribir lo mejor que podía, y cuando parecía que la cosa estaba saliendo bien, esmerarse un poco más, meterle un poco más porque iba a ser él el que leyera, porque era él, debajo de los rulos, los ojos brillantes, la sonrisa colgándole eterna en los labios, quien iba a editar el texto. Ahora, en estas circunstancias, sólo sé que logro escribir poco más que el desasosiego que implica la palabra “jamás”. Y escribo para sacarme una bronca que no va a salir, esperando que él edite.  

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Esta columna forma parte de la Nota de Tapa de Radar, que se completa con los artículos de Guillermo SaccomannoMaría Moreno, Ángel Berlanga y Paula Perez Alonso.