Desde Barcelona

UNO Semanas atrás, Rodríguez se enteró –leyendo y no mirando– de la existencia/inexistencia de un reality show emitido/no emitido con el nombre de Eden. Ya saben: otro supuesto “experimento sociológico”, pero siempre más cerca de pesadilla árida de Philip K. Dick o de sueño húmedo de Andy Warhol. El programa de televisión había sido creado por alguna mente preclara en alguna oscura oficina del Channel Four del Reino Unido –esa isla separada del continente pero más o menos parte de Europa que ahora va camino de aislarse aún más–, fue puesto en marcha en marzo del año pasado, y su primera entrega se emitió en julio de 2016. La idea fue la de enviar a veintitrés personas de ambos sexos (trece hombres y diez mujeres) a vivir una existencia apartada e incomunicada de todo y de todos. Un puñado de adanes y evas dispuestos a pasar las de Caín (incluyendo a veterinario, instructora de yoga, cocinero, entrenadora de perros y pastora, peluquero, ex militar, cerrajero y ladrón de tiendas) y, de paso, ya se sabe, hacerse famoso y acceder a primera plana de tabloides y, de ser posible, enganchar a algún Windsor suelto que ande por ahí. Ellos y ellas sin comodidades ni tecnología de avanzada, excepción hecha de cámaras portátiles GoPro con las que se filmaban a sí mismos (por qué no le habrán puesto Purgatory, se preguntó Rodríguez) en un paraje de las escarpadas y borrascosas highlands escocesas con el muy George R. R. Martiniano nombre de Cul Na Croise Bay, en Ardnamurchan y, según su dueño, “deshabitado desde la Edad de Bronce”. No se les planteaba –a diferencia de otros engendros de la especie derivada de Big Brother– tareas ni desafíos. Tampoco, como en Castaway, habría interferencias del mundo exterior. La premisa era, apenas, un “dejar todo atrás y volver a empezar” sin las obligaciones de “la vida moderna”. Un regreso a las fuentes para fundar una nueva/vieja forma de vida comunal. Y a ver qué pasaba. Y lo que pasó es que no pasó nada. O pasó más bien poco en términos de audiencia y repercusión por lo que, tras tres episodios, Eden fue cancelado. Pero, claro, había que capitalizar de algún modo la inversión de ahí que otro o tal vez el mismo productor del canal televisivo –pensando en cómo salvarse cueste lo que cueste y caiga quien caiga–tuviese una idea formidable: no comunicarles nada a los concursantes; no avisarles que Eden se había ido al infierno; no ir a buscarlos sino dejarlos ahí, inconscientes de que ya nadie los veía al otro lado de las pantallas. Y que –un año después, parece– Eden vaya a reformularse (aguantaron diez hasta el final, otros no soportaron las picaduras de los muy sedientos mosquitos escoceses; aunque hubo lugareños que denunciaron “trampas” porque aseguraron haber tenido avistamientos, como si se tratase de crías del prehistórico monstruo Nessie, de concursantes atiborrándose de comida basura en los pubs cercanos o leyendo revistas antediluvianas en salas de espera de dentistas locales rogando por algo para su dolor de dientes rotos de tanto masticar granulado alimento para pollos) como la historia de un puñado de supuestos vencedores descubriéndose como absolutos perdedores. Desubicados y desorientados que vuelven a un mundo “real” en el que, durante su ausencia y sin su conocimiento, no sólo habían tenido tiempo y lugar el Brexit y el “America… First” y Leicester ganando la Premier League y la injusticia española/catalana por fin dando orden de hacer justicia en lo que hace al clan Pujol: sino que, además, dejando de lado a algún que otro pariente o amigo, ya nadie se acordaba de que se habían olvidado de todos ellos.

DOS Más allá pero debido a este involuntario –pero exitoso por todas las razones incorrectas– episodio de auténtico arte posmoderno que no se le hubiera ocurrido ni a Maurizio Cattelan, Rodríguez se descubrió pensando en la idea de apartarse. Sí: borrarse sin dejar borrón. No por accidente –como Robinson Crusoe o ese Tom Hanks con pelota de nombre Wilson o los tan desconcertados como sus espectadores náufragos voladores de Lost o los protagonistas de todas esas cada vez más numerosas novelas post-apocalípticas pero firmadas por escritores “serios”– sino por propia voluntad. Amputarse del cuerpo del mundo para encontrarse a sí mismo o acabar de perderse de una buena vez por todas. Como los iluminados o encandilados trepados a columnas siguiendo el ejemplo Simón o como El Ermitaño en las cartas de Tarot (que, por su perfil “poco móvil” e “introspectivo”, puede significar casi cualquier cosa). Como Thoreau en la laguna de Walden o como el Jeremiah Jones de Robert Redford. Como esos cangrejos enconchados o aquellos gatos que a solas se lamen las heridas. Como J. D. Salinger en su bunker o el Unabomber en su cabaña. Y no como Donald Trump no en la Casa Blanca (sino escapándose apenas puede a su torre o a su club de golf). Ni como Mariano Rajoy en La Moncloa (donde asegura siempre estar al tanto de todo pero considerando al todo como la nada, corrupción rampante en su partido incluida). Ni como el tan inesperado pero inevitable Emmanuel “En Marche!” Macron (quien a solas y sin partido ni aparato político, ahora parece ser la última esperanza para el europeísmo lírico-liberal todo-terreno y multi-ideológico y único freno posible para el ultra-populismo de nacionalistas), porque los cada vez más abandonados y abandónicos votantes han llegado a la conclusión que mejor malo por conocer que pésimo que ya se conoce de memoria y al que no se puede olvidar como si se tratase de un participante en un reality show fracasado donde nadie gana nada.  

TRES Así, buscando sitio fuera de lugar, Rodríguez –cortesía ahora de un documental de la BBC– se enteró de la existencia del recóndito pilar Kathski, en la boscosa región de Chiatura, en Georgia. Hogar del monje estilita Maxime Qavtaradze, quien lleva allí, en capilla, los últimos veinte años de sus cincuenta y nueve de edad. Apenas conectado con la tierra firme (sus fans le suben la comida con la ayuda de un sistema de poleas) por una escalera de cuarenta metros. Se sabe que Qavtaradze bebió y se drogó mucho en sus años mozos. Y que en algún momento vio la luz divina. Y que subió allí y, sin ayuda de Ikea, demoró trece años en construir su altar, dulce altar. Rodríguez (quien buscó foto del lugar y ahora lo tiene de salvapantallas; aquí está, a Rodríguez le recuerda un poco, pero en versión rural, a esas postales que Roger Dean dibujaba para las portadas de Yes que James Cameron se robó para el look de Pandora en Avatar) se dice que él nunca se atrevería a tanto. Rodríguez siempre tuvo vértigo. Y extrañaría mucho a su hijo; y hasta a su esposa e hija quienes, de un tiempo a esta parte, parecen haber hecho un voto de silencio en lo que hace a su persona.

Así que se dice que mejor ir de a poco.

Baby steps.

Entonces Rodríguez se entera de eso del nesting, y exclama “¡Aleluya!”

Seguiremos informando, seguiremos concursando, seguiremos viviendo, sin saber si nos miran o no.