En “El arte queer del fracaso”, el investigador Jack Halbertstam habla sobre cómo los olvidos, los extravíos, las pérdidas y todas esas cosas que salen mal pueden ser grietas interesantes para aventurarse a encontrar allí nuevos conocimientos que, de alguna manera, la ciencia “paki” ingnoraría por “imperfectos”, desprolijos y poco serios. Sin dudas, las olimpiadas tienen una aspiración cientificista: buscan ser neutrales y objetivas, tanto en su conjunto como en cada competencia particular. Cada movimiento es medido milimétricamente, cada jugada es planeada paso a paso casi con el método científico. Acción, reacción, y unos pocos segundos son suficientes para comprobar si lo ensayado alcanzó los resultados óptimos o falló en el intento.

Los Juegos Olímpicos son, de esta forma, una radiografía social, un experimento controlado de una pequeña muestra de la humanidad con características entendidas como extraordinarias. Sin embargo, las leyes de la física son muy democráticas y sabemos que la presión ejercida sobre los cuerpos no es inocua para nadie. Y, a veces, distintas tensiones hacen que la superficie de este evento se resquebraje, habilitando resquicios por los que emergen actos insurrectos que hacen tambalear el espíritu militar de este encuentro deportivo. El saludo del Black Power que hicieron Tommie Smith y John Carlos en el podio de los Juegos Olímpicos de México 1968, para protestar por los derechos civiles de la población racializada en EEUU, fue uno de estos gestos que “mancharon” el hacer deportivo “impoluto” de este encuentro. Y que, por su valentía, pasaron a la historia.

Tokio 2020 no fue, ni iba a ser, la excepción. ¿Cuáles fueron los gestos políticos de indisciplina en medio de una competencia que honra el culto a la disciplina?

La presencia (o no) de atletas trans fue un debate que comenzó mucho antes del encendido de la antorcha. Este derecho de admisión estaba habilitado desde el 2004 solo para quienes habían transicionado en su pubertad y, en 2015, se ratificó que pueden inscribirse quienes cumplan con los requisitos físicos establecidos, sin importar cuándo hayan hecho su transición. Sin embargo varias personas, sobre todo deportistas, decidieron evaluar públicamente si era justo y válido que tengan rivales que no sean cis. ¿Correrían con ventaja, metafórica y literalmente hablando? ¿Realmente eran dignos y dignas de llevar las banderas de sus países? ¿O eran una vergüenza nacional y le estaban sacando la oportunidad a alguien -cis- que lo merecía más que ellxs? Los endocrinólogos disciplinantes sin matrícula de tuiter exigieron ver sus perfiles hormonales para corroborar si no estaban haciendo trampa. Las TERFS, que están tan amigas de las facciones más conservadoras y reaccionarias, aprovecharon para pedir la anulación de la existencia de cualquier persona trans, sea deportista o no. A pesar de las críticas y de los tironeos acerca de cuáles son los cuerpos olímpicos, estos fueron los primeros juegos donde sí pudieron participar personas abiertamente trans. "Las chicas trans no son admitidas en los deportes. Las mujeres trans enfrentan discriminación y prejuicios cuando tratan de cumplir sus sueños olímpicos. La lucha no se termina... Festejaré cuando estemos todas aquí”, dijo en una conferencia de prensa la mediocampista Rebecca Quinn sobre estas circunstancias históricas.

Por otro lado, el equipo noruego de handball playa también marcó la cancha y fue noticia por denunciar el sexismo en este deporte. La selección se negó a participar con el tradicional “uniforme” de bikini, alegando que no es cómodo (sus pares varones no lo usan) y que, por sobre todas las cosas, las sexualiza. El comité fue fiel a su ethos: se negó a escuchar sus pedidos y multó a cada una de ellas con 150 euros. A pesar de la sanción, las jugadoras decidieron competir con shorts, como habían exigido. Este gesto de insumisión, mundialmente aplaudido, llegó a la cantante estadounidense Pink. La jueza de “The Voice” se ofreció públicamente a pagar la multa, masificando aún más la oleada expansiva del reclamo, que dejó en evidencia la pregunta que sobrevuela esta disputa: ¿quién decide cómo debería ir vestido cada equipo y por qué?

Otro gesto que también generó un cimbronazo inesperado fue el del clavadista Tom Daley. El nadador británico, que también es un influencer del tejido a crochet y modelo erótico, apenas recibió su medalla anunció que se sentía muy orgulloso de ser gay y campeón olímpico. Dada la masividad de esta competencia, donde participan países que legislan explícitamente en contra de los derechos del colectivo LGBTTIQ+, que un atleta “de oro” haya dicho esto, no es un gesto menor. Obviamente no faltaron quienes lo repudiaron por sus dichos. Es una idea peligrosa asociar el mundo del deporte de alto rendimiento, “la cosa sana”, con la homosexualidad. Las olimpiadas no deberían tener nada que ver con el sexo, “el deporte es deporte”, criticaron en las redes sociales los militantes de la hétero castidad deportiva, que no querían saber nada de trolos ensuciando la competencia. Si la mariconería empieza por el clavado, en cualquier momento esta onda contagiosa podría llegar al sacro imperio de la heterosexualidad: el fútbol. ¿Qué pasaría si ahora los futbolistas también empezaran a salir del clóset? ¿Cuánto mediría en la escala de Ritcher el sismo que ESTO generaría en la fragilidad masculina? Tal cosa podría sería una invitación al desastre y una obligación a reconocer la verdad más reprimida: que no hay nada más homoerótico que las olimpiadas.

Pero si hay alguien quien realmente se ganó todas las medallas en hacer volar por los aires y poner en disputa todo lo que significan los juegos olímpicos es, justamente, una de sus abanderadas: Simone Biles. Ella no necesita presentación: la estadounidense de 24 años es considerada la mejor gimnasta de la historia y, por su medallero es, hasta ahora, la más laureada. Conquistó una nueva dimensión de lo que puede hacer un cuerpo humano y siempre lo hizo sin solemnidad y riéndose, como si disfrutara de las cosas que harían colapsar los nervios de cualquiera. Todos esperaban verla, sobre todo después de su éxito en Río, donde se convirtió en un fenómeno mundial y alcanzó el estátus de celebrity. Sin embargo, después de haber alcanzado su puntaje más bajo en la prueba de salto, donde hizo giros desprolijos y aterrizajes trastabillados, se retiró dejando a la audiencia en shock.“Ya no confío tanto en mí misma. Quizás esté envejeciendo. Hubo un par de días en que todo el mundo te tuitea y sientes el peso del mundo”, explicó en una conferencia. “Tengo que concentrarme en mi salud mental. Simplemente creo que la salud mental es más importante en los deportes en este momento. Tenemos que proteger nuestras mentes y nuestros cuerpos, y no solo salir y hacer lo que el mundo quiere que hagamos”, dijo. Y se fue.

Este acto de rebeldía y gesto político fue un desafío al corazón mismo del espíritu olímpico. Y, sobre todo, fue un cachetazo en la cara a la idea socialmente aceptada de lo que significa ser un “verdadero campeón”; especialmente, para los parámetros neoliberales, competitivos y meritócratas que tan fuertemente están enquistados en su país, Estados Unidos. El verdadero campeón es el que más sufre pero menos se queja, el que más entrena pero nunca se cansa, y si se cansa, sigue igual, porque un verdadero campeón nunca tira la toalla, nunca da un paso atrás, sigue hasta las últimas consecuencias para demostrar que es el mejor. El campeón es el que soporta estoico el peso de la disciplina y la presión de la exposición, el que sabe que su destino puede definirse durante lo que dura un giro en el aire y, aún así, no flaquea. La excelencia deportiva no permite ningún rasgo de humanidad, porque la humanidad es compatible con los errores y, para un campeón, el errar es una tragedia.

Por eso, Simone Biles le escupió a este mandato retirándose de Tokio 2020 con la frente en alto, orgullosa de su decisión y de haber abierto el diálogo sobre la radical idea de que lxs deportistas también son seres humanos que sienten miedo y vergüenza y muchísima presión y ansiedad y, al final del día, no quieren salir lastimadxs. Y aunque muchxs declararon desde sus sillones que se sintieron decepcionados por Simone, porque tenía todas las fichas para ganar y, aún así, no actuó según el manual del “buen campeón”, ella aseguró que nunca antes se había sentido tan valorada como persona. “El torrente de amor y de apoyo que he recibido me ha hecho darme cuenta de que soy más que mis resultados y mi gimnasia, lo que nunca creí antes de verdad”, tuiteó. Y es que, en definitiva, este fue su gesto más valiente hasta el momento: pararse frente a millones que creen que pensar en la importancia de preservar la salud mental es una excusa para los “débiles”. Ella dijo: NO. “Hasta acá llegue”. Marcó un límite y, nuevamente, habilitó una nueva dimensión de lo que puede hacer un campeón olímpico: negarse. Como diría Jack Halbertam, logró encontrar un nuevo conocimiento en ese intersticio que, para muchos, sería un error, una perdida, una oportunidad desaprovechada. Y, desde esa “debilidad”, aprender a hacer pie.