Cuando mataron a Iván Farías, la noticia fue una más entre las policiales de aquellos días del invierno de 2016. Quedó en esa leve memoria periodística como un asunto de lúmpenes que tomaron la plaza López como propia. Desde lejos, la víctima era un muchacho en silla de ruedas que pedía limosna en el semáforo de Buenos Aires y Pellegrini. Alguna crónica lo juzgó "pendenciero". Como toda persona, la realidad es algo más profunda que esos prejuicios. "Iván no era malo, se enojaba cuando sentía que lo rechazaban", cuenta ahora Diego, pareja de la madre del hombre asesinado aquel 28 de julio, a los 36 años. El crimen sigue impune, y lo que más mortifica a los deudos es la sensación de injusticia, de revictimización, de indiferencia por parte de quienes representan al Estado. 

"Iván no era como se ha dicho. Era un pibe muy pensante, bohemio. Tenía proyectos, creció con amor, era familiero. Pero como tantos pibes en esta ciudad que se dejó podrir, lo ganó el consumo de sustancias", resume Diego, y en la charla con Rosario/12 volverá una y otra vez sobre el mismo concepto que lo descorazonó a él y a su compañera: el vacío de Estado. 

Este miércoles se cumplieron 5 años del crimen, por eso Diego y la mamá de Iván volvieron a la plaza López, a no dejar el crimen en el olvido, y a pintar una estrella roja donde lo mataron de una puñalada, después de haberlo hostigado por un buen rato entre tres hombres. De estos, solo uno, Sergio González, estuvo preso un par de días. El juez Javier Beltramone lo excarceló bajo fianza y así puso distancia con la plaza y con la causa. De los otros dos, nada. 

Iván Farías peleaba contra su adicción a las drogas, que lo llevaba cada tanto a buscarlas en la plaza de Pellegrini al 700. Un jueves a la noche, una pareja que solía habitar ese solar a la intemperie vio cómo tres hombres acorralaron a Farías en su silla de ruedas, y por un buen rato estuvieron hostigándolo y golpeándolo, hasta que uno de ellos le asestó un puntazo mortal en el pecho. 

Diego asegura que fue él y su esposa quienes investigaron el crimen y llegaron a identificar al homicida: un muchacho que atendía una pollería en Pellegrini al 400. Y asegura que fue así porque incluso el fiscal Luis Schiappa Pietra los exhortó: "Ustedes tienen que involucrarse más en la causa". Una de las cosas que a esta pareja les hizo sentirse maltratada. De tanto que se involucraron, los dos terminaron por perder sus empleos.

"En el CAJ (Centro de Asistencia Judicial) nos destrataron, nos han llegado a tratar de mentirosos, íbamos nosotros a buscar a los dos testigos clave a que declaren porque los que debían hacerlo no se movían, llegaron a exponernos a reconocer al imputado en la pollería donde trabajaba. Es un calvario lo que pasa una familia después de que le matan a un hijo", repasa el hombre, y lo que sí rescata fue la contención del equipo de psicólogos del CAJ.

"Yo tengo piel blanca, mi mujer tiene piel más oscura: era notable cómo en el CAJ a mí me hablaban de una manera, más correcta, y a ella no, le hablaban como con fastidio, y era la madre de una persona que había sido asesinada y que pedía justicia. El vacío del Estado marca mucho a una persona en nuestra situación", se indigna al recordar.

También lamenta la falta de comprensión, el estigma impuesto sobre una persona sin piernas y enferma por una adicción. "Iván no era agresivo, pero reaccionaba cuando lo discriminaban, cuando le decían 'negro de mierda' y eso lo ponía mal. Toda la vida estuvo buscando la aprobación de los demás, y se la negaban".

Iván Farías había perdido las piernas, amputadas en un accidente. Había crecido con su madre y sus abuelos en barrio Tablada. Un hogar humilde pero de laburantes, y creció con amor. Era un buen pibe, pero como a tantos chicos que el Estado desatendió, con el avance de la droga, él terminó adicto. "Cayó como tantos pibes cayeron ahí en Colón y Centeno, y en la ciudad toda que se infectó de droga porque hubo una liberación total", piensa Diego.

"Estuvo internado en una granja, estaba en rehabilitación, lo internamos varias veces en el Suipacha (Hospital Agudo Avila) y nos trataban como si quisiéramos sacárnoslo de encima, y no entienden lo que es tener alguien en casa con síndrome de abstinencia y no saber cómo ayudarlo". 

"Iván a veces recaía y en esta enfermedad es muy difícil. Vivíamos en Pellegrini y Alvear, y se iba a la plaza López porque ahí había encontrado un lugar de consumo. Cuando empezamos a averiguar después de que lo mataron, nos sorprendió ver como es esa zona liberada. Gente que vive ahí y consume, pero también gente que vive en los edificios de enfrente y cruza a la plaza a comprar y consumir droga. Y al lado pasa la gente, indiferente, que discrimina a estos chicos que están enfermos, sin oportunidad de que alguien los salve".

"Iván no era un pibe perdido, andrajoso y sin esperanza –insiste Diego–. Estaba empezando a caminar con muletas, iba al psicólogo, estaba en tratamiento, hacía artesanías aunque en las ferias lo discriminaban. Tenía mucha voluntad, se levantaba cada día a tratar de rescatarse, pero no pudo, no lo dejaron ni los que lo mataron, ni los que lo discriminaron y los que hoy todavía no quieren darle la justicia que se merece".