“Daisy está decidida a ser parte del mundo del cine. Agenda una cita con Lubitsch y espera tres días hasta que finalmente puede entrar a la habitación del Todopoderoso. ‘¿Qué puedo hacer por usted?’ ‘Quiero estar en las películas’ ‘¡Muéstreme los pies!’ Con incomodidad, Daisy levanta su falda justo hasta arriba de la rodilla. ‘¡No está mal! ¡El otro pie, por favor!’ Daisy responde, con timidez, ‘¡Pero se ve igual que el otro!’ ‘¿En serio? Está contratada para mi próxima película: La dama con dos pies izquierdos’. El brevísimo texto humorístico, publicado bajo el título “Lubitsch descubre – Un casting del más grande director de cine de los Estados Unidos” en el tabloide austríaco Die Bünhe, el 18 de febrero de 1926, describe una audición del genial cineasta alemán y fue escrito por un joven periodista llamado Samuel Wilder, de veinte abriles recién cumplidos. Desde luego, el film en cuestión, el de una mujer con dos pies izquierdos, nunca existió, excepto en la imaginación del director de Ser o no ser. Faltaban todavía un par de años para que la pluma de Samuel –o Billie, como lo llamaban amigos y familiares (la “y” al final del nombre vendría más tarde)– dejara de lado los aguafuertes, reseñas de cine y teatro y crónicas de todo tenor para optar por el más trabajoso oficio de guionista. Y varios más para que el berretín de director de cine tuviera un primer corolario en Francia, luego de escapar de la cada vez más compleja situación en Austria y Alemania bajo el yugo del nazismo. Pero Mauvaise graine, vehículo para la actriz Danielle Darrieux codirigido en 1934 junto a Alexander Esway, no podía anticipar los placeres cinematográficos que proveería su exilio en los Estados Unidos, comenzando en 1942 con La pícara Susú. Tampoco que la extensa carrera en Hollywood como guionista del ex crítico y periodista terminaría cruzando de nuevo sus pasos con los de su realizador favorito, maestro y mentor, colaborando en la escritura de dos largometrajes de Ernst Lubitsch, Las ocho mujeres de Barba Azul (1938) y Ninotchka (1939).

Si bien la vida y la obra fílmica de Billy (ahora sí, con “y”) Wilder ha sido profusamente recorrida y detallada por propios y ajenos –la biografía Nadie es perfecto, de Charlotte Chandler, es de lectura esencial, como así también las Conversaciones con Wilder, de Cameron Crowe–, su etapa temprana como periodista interesado en las artes, la cultura y las personalidades de aquí y de allá solía conformar apenas un pie de página en los textos dedicados a su figura. O, a lo sumo, un breve prolegómeno que señala velozmente su recorrido como cronista por Europa y los Estados Unidos antes de su ingreso en el mundillo del cine. Esa ausencia acaba de ser suplida con la aparición en idioma inglés de Billy Wilder on Assignment: Envíos desde la Berlín de la República de Weimar y la Viena de entreguerras, volumen compilatorio de los textos publicados entre 1924 y 1930 en periódicos y revistas de Austria y Alemania como Die Stunde, Berliner Zeitung, Tempo y la mencionada Die Bühne. Un excelente muestrario de la inmensa capacidad de observación de tipos y circunstancias que tendría un correlato en sus películas y guiones para otros realizadores, comenzando con esa piedra basal del cine independiente llamada Gente en domingo (1930), basada en una idea de Curt Siodmak y codirigida por su hermano Robert Siodmak junto a Edgar G. Ulmer y Fred Zinnemann. Talentos que, como el propio Wilder, terminarían trabajando en la entonces llamada Meca del Cine. Pero antes de eso, antes de títulos como Pacto de sangre, Una Eva y dos Adanes, El ocaso de una vida y Piso de soltero, antes de convertirse en uno de los directores de cine más importantes del Hollywood de los años 50 y 60, antes de los seis premios Oscar… Antes de eso, el joven nacido en 1906 en Sucha Beskidzka, ahora parte del territorio polaco, en el seno de una familia judía, logró que el berretín por los crucigramas se transformara en uno de sus primeros trabajos pagos. Para el desconcierto y enojo del padre, un emprendedor en el negocio gastronómico en Cracovia, primero, y en Viena más tarde, cuyas esperanzas para su hijo Billie estaban depositadas en una fructífera carrera como abogado.

BERLÍN ERA UNA FIESTA

En el libro de entrevistas de Cameron Crowe, el ya por entonces consagrado cineasta recuerda que “comencé con los crucigramas, que tenían mi firma debajo, y me salvé (de estudiar la carrera de leyes) al transformarme en un hombre de los periódicos, un reportero, aunque muy mal pago”. El prólogo de Billy Wilder on Assignment, escrito por su editor Noah Isenberg, consigna que “Billie se sentía habitualmente atraído por el mundo seductor de la cultura popular y urbana, y a las historias que se generaban en ella”. Algunas frases más abajo, el texto aúna el oficio temprano de las palabras cruzadas con una declaración tardía del realizador, que al margen de prestigios y honores solía recordar con orgullo su aparición en los crucigramas del New York Times. Dos veces: una en el horizontal 17 y la otra en el 21 vertical. El viaje que propone el libro comienza con un texto en el cual Wilder describe un breve paso por el mundo de la danza, como bailarín de fondo en un lujoso hotel berlinés. En aquel momento, la ciudad alemana era el centro del universo, y en simultáneo con las más caldeadas grietas políticas y sociales disfrutaba de una envidiable efervescencia cultural, amén de unas libertades personales (en particular las sexuales) nunca vistas. “Lo esencial”, escribe en primera persona el autor. “Tendrás que bailar desde las 16.30 hasta las 19, y luego desde las 21.30 hasta la 1 de la mañana. Por las tardes traje negro, cuello rígido; por las noches, esmoquin. Las comidas son con los colegas. Como un invitado. En cuanto al salario, cinco marcos por día, 150 por mes”. Algunas páginas después, en una crónica titulada “Encuentro en Berlín”, el futuro realizador describe con entusiasmo la vida social berlinesa. “Los rendezvous (pronúnciese raan-dey-voo) debajo de manzanos, pirámides o los puentes del Rin han naturalmente dejado de estar de moda. Hoy en día la gente prefiere un café o un restaurante para esos propósitos. La gente se cita en lugares al aire libre, en lugares deportivos populares, bajo monumentos y relojes, en paradas de tranvías y en el frente de cines y teatros. En Berlín, hay tres lugares favoritos: el Kranzlerecke, en la famosa esquina con la avenida Kurfürstendamm; en la Berolina de Alexanderplatz; y bajo el Normaluhr, el reloj en la estación de trenes del Zoológico (…) El punto de reunión más popular en el verano en el Normaluhr. El portal de ingreso a la naturaleza. Lleno de gente los domingos. Parientes y amigos. Conductores domingueros. Jóvenes. Boy scouts”.

Las impresiones de Wilder encapsuladas en ese reportaje, publicado en noviembre de 1927, pueden verse reflejadas en varias escenas de Gente en domingo, su debut oficial como guionista, una película que, más allá de las acciones y situaciones planteadas desde el universo de la ficción, ofrece un fresco documental de la ciudad de Berlín hacia finales de los años 20, apoyado en las actuaciones de un reparto de actores y actrices no profesionales. Publicada en el periódico Tempo, la crónica de la génesis del proyecto parte de las dudas a la hora de elegir un nombre. “Vacilamos durante mucho tiempo entre títulos como ‘Verano del 29’ y ‘Gente joven como nosotros’. (…) El guion que bosquejé estaba basado en un reportaje: pasamos todo un sábado y un domingo siguiendo a cinco jóvenes, elegidos previamente, para observar cómo pasaban el fin de semana. Lo que salió de eso es la película. Una historia muy, muy simple, tranquila pero llena de esas melodías que resuenan en nuestros oídos todos los días. Sin gags, sin remates elaborados. Las cinco personas en la película somos tú y yo. Que dios nos castigue, pero nuestro camarero es un buen muchacho que vive en Neukölln y suele jugarse el diez por ciento jugando a las cartas”. 

Pero no todo era cine en los artículos publicados por el joven Wilder. En otro texto, ingeniosamente titulado “El negocio de la sed”, afirma que “hay gente que puede pasar hambre durante dos o seis semanas, pero apenas si pueden hacerle frente a la sed por cuarenta y ocho horas, a lo sumo”, antes de embarcarse en un preciso y humorístico reporte del consumo de bebidas –alcohólicas y de las otras– de los berlineses. Imposibilitado de entrevistar al Príncipe de Gales, Eduardo VIII, Wilder conversa con un turista inglés que disfruta de un descanso en Viena y, a partir de sus impresiones, propone las diferencias entre las diferentes modas. “Esa es la diferencia más grande entre la británica, la americana, la francesa y la italiana. Un inglés pide diez trajes y cinco pares de zapatos de una vez. ¡De una vez! Se cambia la ropa todos los días, siempre luce elegante y no molesta a los sastres y zapateros por cinco años. El americano se compra un traje nuevo todos los veranos, cada invierno, lo usa día tras día, y lo tira en el cesto de basura luego de seis meses. Lo mismo hace con sus sombreros y todo lo demás. Hoy su chaqueta necesita tener cuatro botones, el sobretodo requiere un cuello de terciopelo, los zapatos deben tener puntas aladas. Mañana se pondrá una banda verde en el sombrero de paja y la cintura deberá ‘caer’ exactamente tres pulgadas por encima del apéndice. Negocio, nada más que negocio. Lo mismo aplica para la italiana, la francesa y cualquier otra moda. La inclinación del inglés bien vestido es práctica, discreta, elegante”. ¿Cuántas de esas anotaciones fugaces, de esas precisas descripciones de tipologías, basadas un poco en la realidad y un poco en la caricatura, terminarían influyendo en la construcción de los personajes más famosos surgidos de su imaginación?

GENTE EN DOMINGO

En las páginas de Billy Wilder on Assignment pueden leerse varias crónicas que resuenan en el futuro y resultan de especial interés a la hora de pensarlas como germen o inspiración de futuros largometrajes. “Esta mañana, treinta y dos de las piernas más tentadoras emergieron del expreso de Berlín al llegar a la estación Westbahnhof”, escribe el 3 de abril de 1926 en Die Stunde. Las Tiller Girls eran una banda de bailarinas británicas de gran éxito en Europa y los Estados Unidos desde su formación a finales del siglo XIX, y sus presentaciones más famosas incluyeron performances en el Folies Bergère parisino, el London Palladium de Londres y, desde luego, los escenarios más celebrados de Broadway. “Estas son las Tiller Girls, las encantadoras Tiller Girls de Manchester. Todo el mundo está alegre, chillando y riendo afanosamente. Es imposible saber dónde mirar primero. Dieciséis magníficas chicas reunidas, cultivadas en todas partes del mundo. Esas figuras, esas piernas, esos pequeños rostros y, como si fuera poco, bien educadas. Aristocráticas, podría decirse (…) Debe llevarse a cabo una entrevista. Dieciséis chicas, dieciséis preguntas. Y allí vamos”. 

En la primera de dos notas dedicadas a “las chicas”, Wilder conversa con ellas y las describe de forma individual: la rubia, la alta, la baja, la linda, la inteligente, la de ojos redondos, la soñadora. ¿Acaso no son ellas la inspiración para la banda de mujeres de Una Eva y dos Adanes? ¿Acaso no es esa tal Mabel –“la más linda, aunque no parece la más inteligente”– un modelo perfecto para Sugar Kane Kowalczyk, el personaje interpretado por Marilyn Monroe? El periodista pregunta qué piensa sobre la Teoría de la relatividad de Einstein, a lo cual la joven bailarina responde, en trabajoso alemán, “Einstein, Einstein… oh, das sein un buen fabricante de dulces de Berlín”, en lo que perfectamente podría ser una línea de diálogo del film protagonizado por Monroe, Tony Curtis y Jack Lemmon. ¿Cuánto hay de descripción periodística y cuánto de imaginación en esas semblanzas de personalidades, cuyo estilo chispeante e ingenioso anticipa las formas de las películas que vendrían décadas más tarde?

Si bien Codicia, la adaptación cinematográfica de la novela naturalista McTeague, de Frank Norris, está “llena de símbolos sin sentido” –afirma Wilder en su reseña de la obra maestra de Erich von Stroheim–, “ciertas partes pintan un retrato emocionante del alma de una mujer cuya codicia excita sus más bajos impulsos, y el patetismo de la actuaciones lo hacen más fascinante. Ver este film no es precisamente relajante, pero no deja de ser un placer, aunque diferente de lo usual”. La breve crítica fue publicada en julio de 1928, cuatro años después del estreno en los Estados Unidos de un film totalmente incomprendido en su época, pero transformado con el paso del tiempo en uno de los títulos insoslayables del período silente. Veintidós años más tarde, von Stroheim, el inmigrante austríaco que se forjó una carrera como actor y director de cine en los más grandes estudios de Hollywood, aceptó participar en un rol secundario en El ocaso de una vida. Ese papel fue el de Max von Mayerling, ex director y primer esposo de la diva retirada Norma Desmond, que en el presente del relato hace las veces de su mayordomo. De esa manera, von Mayerling y von Stroheim confluyen en pantalla explotando como potente metáfora, la de esas antiguas glorias del cine mudo que, veinte años después, sobrevivían a la sombra de las famas y prestigios pretéritos. A mediados de 1929, cuando la carrera detrás de las cámaras de von Stroheim estaba a punto de concluir y la de Wilder a unos meses de comenzar, el periodista escribió una breve biografía del “hombre que amas odiar”. Así lo habían bautizado los estudios Universal para promocionar sus roles de soldado prusiano sádico en títulos como Hearts of the World, de 1918, (la escena en la cual arroja un bebé desde una ventana causó sensación en su momento, fomentando de paso el espíritu anti germánico durante los últimos meses de la Gran Guerra,) antes del inicio de una filmografía como realizador de largometrajes casi siempre extensos y extremos, de presupuestos enormes que no siempre rendían en la taquilla.

En la semblanza sobre su admirado Von, Wilder afirma que “eso es lo grande alrededor de Stroheim: por quince años llevó a la quiebra a los estudios; por quince años le tiraron millones de dólares, una y otra vez, sin decirle nada cuando jugueteaba con una película durante años, que finalmente dejaba de lado abruptamente cuando la encontraba tediosa; mirando pacientemente mientras pasaba seis semanas filmando una sola escena de amor, cuya duración, entre nosotros, es de 24 segundos; pagando una tonelada de dinero para las estrellas, los extras y trabajadores del estudio, todo el mundo corriendo durante un mes sin hacer nada, simplemente porque Von no estaba en el humor adecuado”. Esa defensa indirecta pero irrestricta del talento individual enfrentada a la maquinaria industrial, aún a sabiendas de que sin dinero no puede haber cine, concluye con una sentida descripción bajo la fórmula de la fábula: “Stroheim es un hombre pobre. DeMille, Griffith, Lubitsch no saben qué hacer con su dinero. Murnau se compró un yate y quiere pasar un año navegando entre Japón y California. Stroheim vive junto a su familia en una simple casita y maneja un auto de cuatro cilindros. El tonto puro de Hollywood. La gente que llega a Hollywood reporta que Stroheim quiere volver a casa, pero que no tiene el coraje. ¿Cómo será recibido en Alemania?”. En el final de esa breve biografía, sin que su autor lo sepa, Stroheim se transforma en Mayerling, veinte años antes de aparecer realmente en la pantalla.

TESTIGO DE CARGO

Billy Wilder, el hombre que hablaba todo el tiempo del “toque Lubitsch”, pero nunca de su propio y más inasible toque. El nombre delante de títulos como las exitosas La comezón del séptimo año, Testigo de cargo e Irma, la dulce, las algo subvaloradas Fedora y Cinco tumbas al Cairo y la secretamente notable ¡Avanti… amantes a la italiana! fue, antes que nada, un periodista por elección y un cronista afilado de toda una sociedad y su cultura, como lo confirman los textos reunidos por primera vez en Billy Wilder on Assigment. Entre semblanzas de estrellas del cine como el actor Adolphe Menjou, la actriz Asta Nielsen y Charles Chaplin, o las entrevistas con millonarios hoy olvidados, como el magnate del mundo de los periódicos Cornelius Vanderbilt IV, la pluma irónica y a veces satírica de Billie (aún sin la “y” final) repasa estrenos de obras de teatro y reseña recitales de jazz en la noche berlinesa, ansioso por transmitir todas y cada una de las sensaciones de un mundo cambiante, desconocedor de los males que se avecinaban y de su propio destino como exiliado y cineasta consumado. Los textos del volumen describen un talento en construcción, dibujando la silueta de una mente llena de ideas. En las acertadas palabras de Noah Isenberg en la introducción, “la aclamada obra de Wilder en Hollywood como guionista y realizador es, en más de un sentido, una expansión de su trabajo como reportero en Viena y Berlín durante el período de entreguerras. El suyo es un cine de narradores, con diálogos inteligentes y veloces, y pocas acrobacias visuales. El apego profundamente arraigado de Wilder a las herramientas centrales de su oficio como escritor pueden reconocerse a lo largo de su carrera cinematográfica. E incluso proporcionan una coda adecuada, pronunciada nada menos que por la estrella del cine mudo Norma Desmond (Gloria Swanson) en El ocaso de una vida, cuando cae en la cuenta de que el visitante Joe Gillis es un escritor: ‘¡palabras, palabras, más palabras!’’”

 

>El naciente cine sonoro según Billy Wilder

Reporte de un día de rodaje en el set de Ein Tag Film (1928)

Los sonidos son grabados

Imagine que es usted invitado como huésped a una casa y, a pesar de llegar a tiempo, encuentra las puertas cerradas. Eso es lo que me ocurrió recientemente al visitar un estudio de cine. Un sirviente se para frente a la puerta pero no la abre para el visitante; en cambio, la mantiene firmemente cerrada y la vigila, evitando que entre cualquier persona. Y aquí está la razón: se está filmando una película sonora. Ahora lo sabemos: los sonidos, las palabras, los ruidos pueden producirse, ser hablados y generarse, pero sólo cuando son apropiados para las escenas, mientras que las reverberaciones de los pasos de los invitados al llegar difícilmente estén pensados para la escena que se está rodando. Esperamos afuera hasta que haya un descanso.

Entonces podemos observar a Max Mack, que en alguna época dirigió el primer autorenfilm alemán, Der andere (1913), una película insignia de su era, girando ahora la manivela para el primer film sonoro de Alemania utilizando el sistema Tri-Ergon, dirigiendo silenciosamente a sus actores con mínimos movimientos de su cabeza, manos y, a veces, pies, mientras que no sea con la boca. Pero “girar la manivela” no es realmente la expresión correcta, porque la cámara, cuatro veces más grande que las usadas habitualmente para el cine, no tiene en realidad ninguna manivela. Una vez que ha sido ajustada y todo está listo para la toma, el camarógrafo la activa por medio de un contacto eléctrico, y automáticamente la cámara registra las imágenes y sonidos en una cinta de celuloide en tiras paralelas –incorporando los sonidos al convertir eléctricamente las ondas sonoras en oscilaciones lumínicas– para hacer que la imagen y el sonido formen una unidad completa.

El volumen es controlado y retransmitido por el amplificador, una máquina igualmente complicada, que está eléctricamente unida a la cámara. El rey soberano, Joseph Massolle, el inventor del sistema Tri-Ergon, está en el lugar, monitoreando el diseño del sonido, que requiere un balance exhaustivo de las condiciones acústicas. Para ese propósito, la habitación sufre cierto grado de insonorización, porque el sonido atraviesa un set grande de manera diferente a como lo hace en una habitación cerrada. Se montan los micrófonos, fuera de la vista, en aquellos lugares en que los actores estén en determinado momento, para que los sonidos y gestos coincidan perfectamente y estén coordinados con el lugar de donde provienen los sonidos. El actor, que debe prestar atención no sólo a sus expresiones faciales sino también al texto y a la forma en que son expresadas las palabras, enfrenta dificultades sustanciales que requieren de ensayos exhaustivos.

La trama de esta primera película hablada, que se supone tendrá unos 16 minutos de duración, también fue creada por Max Mack para ofrecer diferentes caminos a la hora de utilizar el habla y otros sonidos. El visitante experimenta todo lo que ocurre detrás de las escenas. Una mujer (Georgia Lind), que desea convertirse en actriz contra los deseos de su marido (Kurt Verspermann), recibe la orden de interpretar una escena, pero lo arruina y tiene repetidos enfrentamientos con el director (Paul Graetz) y el gerente de producción, antes de conceder su ineptitud. Sólo sabremos el alcance de la resistencia del material acústico y su exitosa integración cuando los diálogos, los sonidos en el set y la música sean exhibidas como un producto terminado. El avanzado sistema Tri-Ergon, sin embargo, debería aumentar nuestras esperanzas de que hemos avanzado en el cine sonoro.

 

*Publicado en el periódico B. Z. am Mittag, 21 de agosto de 1928.