No hay nada peor que una ciudad no conserve sus símbolos. Los símbolos, al revés de lo que se suele pensar, tienen una materialidad real.

En los años setenta, los artistas, los escritores, los intelectuales, se reunían en la calle Corrientes iluminados por las librerías abiertas hasta la medianoche. Desde Fausto, Martín Fierro, hasta Hernández.

Siempre había alguien que salía del cine Lorraine y caminaba hacia La Paz envuelto en una escena neorrealista italiana o en un paisaje ruso donde pasaban las grullas.

Tambien estaban El Politeama, La Comedia, La Paz y las bandas literarias copaban esos tres bares. Estaban las revistas El escarabajo de oro, Nuevos Aires, Los libros, Literal.

Los escritores nos encontrábamos a conversar de aquellos libros que nos habían atravesado.

Por El diario de Renzi, él tambien iba a La Paz, nos enteramos que el 4 de febrero de 1971 Miguel Briante y Ricardo Piglia se encontraron en el bar: “Me llamó Miguel Briante usando un pretexto trivial, como si hubiera querido ratificar mi lectura admirativa de su libro Hombres en la orilla. Nos encontramos en La Paz y volvemos a sentir la misma irónica complicidad que nos ha acompañado desde que nos conocimos. Su libro es extraordinario …”.

Muchas mañanas, Alberto Girri estaba sentado en una mesa que daba a la calle. Porque su editor, Manuel Pampin, tenía la editorial Corregidor cerca de ahí. Alguna vez, tímidamente me senté a su mesa y le dije que era amigo de Enrique Pezzoni y comenzamos a hablar de esa colección de epitafios parlantes que conversan entre sí en el cementerio de la antología de Spoon River, que él seleccionó, tradujo y prologó.

David Viñas, tambien se sentaba mirando la ventana. Nunca los sospeché sentados juntos, pero en el bar La Paz sucedían encuentros imposibles.

Me sentaba a tomar un café con David, y su impronta me intimidaba, pero siempre decía: “Pibe, cada uno con su kiosquito”.

Tambien alguna vez, German García y yo, le pedíamos a Ricardo Zelarayán que imitara a Borges y a Perón, cosa que hacía a la perfección. Siempre terminaba hablando de La pequeña borghesia.

Faltaba Osvaldo Lamborghini que simulaba ser un príncipe en medio de la plebe. Sus modales elegantes hasta la afectación, siempre los interrumpía con alguna diablura de la lengua.

Política, literatura, marxismo, psicoanálisis, estructuralismo, sartrismo, peronismo, el boom literario, Macedonio Fernández. Su hijo, Adolfo Obieta, como Corregidor editaba las obras de su padre, alguna mañana solía andar por La Paz. Invocando a Víctor Hugo, se armaban verdaderas Mesas parlantes.

Por el alcohol, en las discusiones nocturnas se levantaba la voz. Esas conversaciones contrastaban con lo que sucedía en el piso superior donde estaban los billares y los marfiles chocaban de manera imperceptible.

María Moreno, esa chica rubia que antes de su seudónimo se llamaba Cristina Forero, dice: “La Paz era mi bar… Había floreo de discursos, duelos de chicanas”. Y agrega: “Es lindo tener un bar”. Yo venía de Avellaneda y era sapo de otro pozo, pero en esas mesas, escuché a las mejores cabezas de mi generación: Jorge Di Paola, Norberto Soares, Raúl Santana.

Como dice Benjamin: “lo histórico es lo que relampaguea en un instante de peligro”. Una noche, el 13 de octubre de 1974, las Tres A se llevaron del bar al periodista Leopoldo Barraza y a su amigo Carlos Laham. Sus cuerpos aparecieron en un baldío cerca del Riachuelo. Como dice el título de Viñas: La muerte cayó sobre su rostro.

Luis Gusmán es escritor y psiconalista