Sin ir más lejos y para demostrar que las oportunidades no faltan en esta bendita tierra de promisión, está el caso emblemático del señor Isidoro de Lampedusa. El señor Isidoro de Lampedusa llegó a ser un reputado penalista luego de una historia familiar inmigratoria llena de miserias y dificultades. Su madre, muerta de tisis en la lejana Italia cuando él no había cumplido aún el año de vida; su padre enfermo y desocupado a causa de la hambruna provocada por la crisis económica previa a la Primera Guerra Mundial; su familia escasa, desperdigada y cayendo en la más horrenda miseria; todo contribuyó para que un día de desesperación don Giovanni alzara a su pequeño niño en brazos y subiera clandestinamente al primer barco que zarpaba sin tener ni la menor idea de hacia dónde se dirigía. Fue una travesía cargada de pesares y tropiezos desde el primer momento. Apenas pisar la cubierta fue interpelado por un fornido marinero a causa de su miserable vestimenta. Don Giovanni llevaba un pantalón de arpillera remendado con un absurdo parche de pañolenci verde arrancado de algún ignoto billar y sostenido en la cintura con un piolín de macramé, un sombrero de paja agujereado, unas alpargatas bigotudas y una camisa de trabajo tan desteñida que del azul marino tradicional había pasado al índigo desvaído, y todo esto sin mencionar la andrajosa ropita que apenas cubría el cuerpo esmirriado y tembloroso por el frío del niño Isidoro. Habiendo advertido el marinero que el pobre Giovanni carecía de boleto para viajar, lo persiguió sin misericordia por todo el barco hasta que, aún con el niño en brazos, el señor Giovanni alcanzó a esconderse dentro de un bote salvavidas. Sin embargo las peripecias inefables que tuvo que soportar apenas comenzaban con ese primer episodio. Cada vez que el señor Giovanni recuerda los malabares que tuvo que hacer para conseguir algo de comida e impedir que el niño, que incluso había dejado de llorar por el hambre, muriera de inanición, se le quiebra la voz, su respiración se agita y rápidamente hay que alcanzarle un pañuelo a riesgo de que de no llegar a tiempo termine contribuyendo en gran forma a la contaminación del medio ambiente o a la catástrofe final del planeta.

Como todo viaje, incluso el de la vida, ese algún día tenía que terminar. Fue así que apenas llegados a Buenos Aires, de pura casualidad, terminaron viajando a Rosario en un tren de mala muerte. Fue con un boleto de segunda que el señor Giovanni encontró dentro de una valija de cartón que alcanzó a hurtarle a un hombre que se había quedado dormido, o muerto -el señor Giovanni no lo puede asegurar- en la mesa de un bar. El niño Isidoro hizo este viaje dentro de la valija a la que el señor Giovanni le había practicado unos pequeños agujeros al solo efecto de que el menor pudiera respirar. A pesar de estas precauciones no bien arribados a la estación Rosario Norte y abierto el equipaje debió reanimarlo abanicándolo vigorosamente con un periódico que encontró abandonado sobre un banco mugriento. Quiso el azar que este periódico fuera el mismo en el cual más tarde, Isidoro figuraría repetida y elogiosamente. El mismo que, más adelante, le realizara a Giovanni un largo y comentado reportaje como padre del más famoso e innovador penalista del foro local. “No hice más que ponerme en manos del destino y el destino fue muy generoso con nosotros, debo reconocerlo”, dijo en esa ocasión para “Hecha la ley”, el señor Giovanni.

De lo primero que el señor Giovanni se ocupó no bien arribado a este magnánimo suelo (esto hay que reconocérselo), fue ofrecer a Isidoro una buena educación que le permitiera escapar de la supina ignorancia en que él había vivido a causa de su desgraciada circunstancia. Los resultados de este esfuerzo no pudieron ser mejores. Isidoro se destacó tempranamente en la escuela por su vivaz inteligencia, su generosidad con las niñas a las que les regalaba caramelos Media Hora y chupetines Tatín mientras les guiñaba un ojo y cabeceaba sugestivamente en dirección al baño, y su tendencia a defender a los más díscolos, rebeldes y peores alumnos de la clase. La señorita Yolanda lo llamaba defensor de causas perdidas. Él, aunque no lo comprendía del todo, se sentía orgulloso de ese apelativo.

Con el tiempo y el esfuerzo en su trabajo de cardador de lana de colchones el señor Giovanni había logrado reunir una pequeña suma que le permitió alquilar un piringundín justo frente a la estación de trenes a la que tiempo atrás, como dijimos, había arribado por mera casualidad. De esta coincidencia se sentía muy orgulloso. Se paraba en la vereda y, apoyado en la pared y fumando un toscanito Avanti, decía a quien quisiera escucharlo (y a quien no también): “Ja, y pensar que llegué aquí con una mano adelante y otra atrás. Este es un gran país, lo que pasa es que los negros que Dios les puso adentro no quieren trabajar”. Las alegres y pintarrajeadas prostitutas del lugar se ocuparon de sustituir, con ventaja, decía Giovanni, a la malograda madre de Isidoro. Más tarde, llegado ya a la adolescencia, fueron ellas, en un brusco cambio de rol, quienes lo iniciaron en la sexualidad, actividad en la que pronto, y con toda justicia, el joven Isidoro ganó fama y honor.

Una vez concluidos sus estudios universitarios el doctor Isidoro comenzó a escalar posiciones a partir de un oscuro empleo de procurador en un mediocre estudio jurídico del barrio. Pero él supo aprovechar su oportunidad. Bastó que aquella tarde de aburrimiento en que hojeaba distraídamente La Capital entrara doña Petrona, la madama del quilombo de la esquina, para consultarlo. El marido de Petrona había sido detenido y acusado del asesinato de una prostituta que trabajaba en su local y que era el último de una serie de casos que venían ocurriendo desde hacía, al menos, dos años. El joven abogado se apropió del asunto y comenzó su defensa. Debía demostrar que don Jerónimo no era el asesino serial apodado el Gato que asolaba Pichincha por las noches. Y lo logró. Lo logró con un argumento simple y contundente. Pudo desacreditar al testigo que dijo haber visto a don Jerónimo descolgándose del techo al balcón de la piecita de la muchacha la noche del asesinato. Él consiguió demostrar que el testigo no pudo haber distinguido claramente a don Jerónimo, dado que “de noche todos los gatos son pardos”, dijo, haciendo alarde de su brillante inteligencia e incomparable inventiva. Ése fue el origen del conocido refrán, la aplicación al lenguaje popular, a la cultura popular, al nunca demasiado bien ponderado sentido común, de aquella espléndida y titánica defensa. Si bien hay que aclarar que los asesinatos continuaron, el argumento fue tan convincente que nadie volvió a pensar en don Jerónimo y, más aún, cambiaron el alias del asesino que de Gato pasó a Canguro ya que, ahora se decía, no se descolgaba por los techos sino que saltaba desde la vereda hasta los balcones. Hasta hoy el Canguro continúa suelto. Pero tiene las horas contadas. Es que todas las noches el Dr. Isidoro sale a rastrear sus huellas, como ya le explicó a la policía aquella vez que lo encontró, en horas de la madrugada, rondando un piringundín con una soga de nailon asomando de su bolsillo derecho.

Finalmente, para felicidad de Giovanni, el Dr. Isidoro pudo comprar su primer departamentito frente al río, se casó y tuvo su primer hijito con Arminda, aquella prostituta que lo iniciara en las lides amorosas. Le puso como nombre Giovanni, en homenaje a su sacrificado padre. Cuando crezca, una vez terminada su educación secundaria, lo enviará a estudiar a Italia con la explícita misión de honrar el nombre de la familia. Al principio sólo se dedicará a la joda y no realizará nada importante pero, una vez transcurrido un tiempo prudencial, escribirá una obra que se hará famosa y que Luchino Visconti llevará a la pantalla grande, se llamará: El Gatopardo.

 

 

 

Claro que algunos envidiosos, de esos que nunca faltan, pasarán sus días tratando de desacreditar estas versiones afirmando que el joven Giovanni, nieto de don Giovanni e hijo del Dr. Isidoro nunca pudo abandonar la joda (algunos dicen que ni siquiera lo intentó) y que, en cambio, pasó sus días emborrachándose y fornicando con prostitutas, hasta que una de ellas lo mató de una certera cuchillada en el bajo vientre.