Antes, en el tiempo de mi abuela, todo el mundo sabía de la existencia de los duendes. No los que andan en los bosques, en los cuentos de hadas, sino los duendes cotidianos de la casa familiar. Bastaba que una media desapareciera, una cuchara saliera de su lugar en el cajón de los cubiertos y se encontrara en el baño, después de unos cuantos días de búsqueda, o que la casa entera se sacudiera y se oyeran latigazos en el techo, para que se aceptara, sin escándalo, la presencia de “fuerzas sobrenaturales”. Mi abuela las conocía bien, mi madre les temía, mi padre hacía como si las ignorara. Pero todos teníamos, a veces, alguna superstición. El asunto se presentó estos días leyendo a Isaac Bashevis Singer, las narraciones de su libro de cuentos: “Un amigo de Kafka”.

Quizá convenga diferenciar de entrada a este Isaac Singer de aquel otro que inventó la máquina de coser, o mejor, que la adaptó al uso doméstico y al pago en cuotas. Si bien este Singer también vivía en Nueva York y comenzó siendo actor, Isaac Bashevis Singer era de origen polaco, nieto de rabinos y emigrado a Norteamérica en 1935. Fue periodista de los diarios que se publicaban allí en yiddish, y narrador de gran eficacia. Sus temas son: el mundo después de la guerra, los traumas y torturas de los que consiguieron salir con vida, el exilio, la adaptación a las comunidades, la identidad, el judaísmo. Y, claro está, las entidades demoníacas, en las que ninguna literatura moderna puede creer.

Isaac B. Singer ganó el Premio Nobel de Literatura en 1978. Siempre escribió en yiddish, traducido luego al inglés con su propia y celosa intervención.

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De alguna manera, la relación con la máquina de coser es una vuelta de campana en mi recuerdo. Mi abuela tenía una de esas máquinas pintada de color negro con letras doradas o blancas; el mueble de madera que la cubría, se convertía en un escritorio a los ojos del niño; mi primer escritorio, aunque con pedal forjado de hierro que bien podía emparentarlo con un piano -la nota sostenida-, si no fuera porque ese movimiento entrañaba el riesgo de estropear la maquinaria. Así que mejor nada de sostenutos, apenas dibujar o hacer los deberes, compartir cajones con hilos, dedales, botones, y olvidarse de ese mecanismo secreto que inventó el otro Singer, con la aguja recta bien oculta bajo la tapa, en su práctico sótano de madera.

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La literatura de Singer se consideraba reaccionaria. Un hombre que escribe en una lengua muerta, un judío que habla del demonio, era poco menos que un medievalista para la razón moderna. En un reportaje aparecido en The Paris Review en 1968, Singer defiende su tema: “El miedo a lo sobrenatural está presente en todo el mundo, y puesto que todos experimentamos ese temor, no hay ningún motivo para no utilizarlo. El simple hecho de admitir que tienes miedo a algo, implica que admites la existencia de ese algo”. Un gesto de provocación anacrónico, más que religioso o social.

Singer descreía de la psicología, aunque por supuesto no del alma. Me parece, aunque no tengo ninguna información al respecto, que su obra está más cerca de los tiempos del “loco” Alexis Berbiguier -autor de una autobiografía bajo la forma de una lucha contra duendes que llamó “farfadests”- que a la de los escritores realistas. Es que según Singer no hay paraíso para los lectores aburridos, ni excusa para una literatura tediosa, como dijo en su discurso de recepción del premio Nobel.

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¿Será que la tecnología acabó con los duendes? Un arte sin duendes es un arte chato, un mero reportaje del mundo. Hasta la poesía que supo tener esa fuerza de celo, irracional y animal, definida como “estro”, parece ahora prosaica, hueca. Sin duendes no existirían Kafka ni Stevenson, que asegura haber recibido inspiración sobrenatural para escribir su Jekyll y Hyde. ¿Existiría Henry James? Cada cosa puesta fuera de su lugar, da paso a la tragedia o a la comedia. En un mundo donde existe una aplicación de internet para casi cualquier acto humano, esas chances se han perdido irremediablemente.

Si no existe la locura el mundo no es de fiar, parecen decir los comentadores de textos sagrados de los relatos Singer, hombres simples, campesinos o contertulios de una cafetería de Broadway. “Todos los demonios están locos. Ni siquiera los ángeles son completamente cuerdos. El mundo de la materia y de los actos es un manicomio”- aseguran esos personajes.

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Como sea que fuere, nuestros días transcurren sin demonios. Ni siquiera unos pobres diablos menores y fatídicos que nos vengan a contrariar. Tanto es así que nos olvidamos de ellos. Y ellos se han olvidado de nosotros.

A pesar de todo, me gusta creer que todavía hay alguno rondando mi biblioteca, donde se apilan los libros viejos. Decrépito, cansado, acaso en retirada. Vencido, a juzgar por los ruidos leves que puntualmente escucho cada tarde. Por más que no faltan ocasiones en que un libro desaparezca cuando lo busco para escribir un texto, o lo que es peor, que al hojearlo verifique alguna marca desconocida, el subrayado de un párrafo que no me pertenece, una inicial y una fecha muy lejana en el tiempo; otra página arrancada o unas cuantas tachadas con furia, como si al lector imposible de mis viejos libros le causaran un enorme desagrado esas palabras.

Siempre hay explicaciones racionales: adjudico al tránsito el crujir de la madera, a mis hijos, cuando eran niños, las marcas; porque ellos solían atacar la biblioteca con crayones para ensayar sus palotes. Sin embargo, no es casualidad que este texto salga de aquella lectura, justo cuando un nuevo premio Nobel, un tanzano que escribe en inglés, es noticia por estos días.

 

 

 

Tal vez sea cierto no más lo que dice el aforismo anónimo: si nos enseñaran que los duendes causan la lluvia, veríamos pruebas de su existencia cada vez que lloviera.