El término artiste maudit tiene su linaje, ciertamente previo al cine. Alude al creador incomprendido, censurado, perseguido, fracasado, eventualmente suicidado. Desde fines del siglo XIX/comienzos del XX se aplicó a pintores como Van Gogh, poetas como Arthur Rimbaud o Antonin Artaud, músicos como Carlo Gesualdo. En el siglo XX los artistas malditos fueron legión, hasta el punto de que nombrar sólo uno de ellos entre los músicos de jazz o de rock sería ignorar a centenares. Siempre tironeado entre la voluntad artística, la producción industrial y la vigilancia institucional, casi desde sus comienzos el cine dejó su tendal de artistas y obras signadas por la maldición. Tantas que ya en en 1949 se realizó en Biarritz, Francia, el primer Festival du Film Maudit, organizado por el poeta y cineasta Jean Cocteau. 

Son notorios los casos de Orson Welles, Erich Von Stroheim o, sobre el final de su carrera, Sergei Eisenstein. Pero no hace falta ir tan lejos. Films más recientes y tan célebres como Apocalypse Now! o Las puertas del cielo sufrieron toda clase de contratiempos, traspiés, locura tropical, órdenes y contraórdenes de los estudios y catástrofes personales, presupuestarias o climáticas. Kilómetros de metraje perdidos para siempre.

El historiador, investigador, docente y divulgador cinematográfico Fernando Martín Peña acaba de publicar un libro sobre esa otra historia del cine, negra y por propia definición semi oculta. El tomo, editado por La Tercera Editora, lleva por título el lógico Cine maldito y escalona, en una veintena de capítulos que parecen veintitantas novelas de espionaje, la historia de sendas reinas de la maldición. Desde la versión muda de El fantasma de la Ópera hasta las argentinas Informes y testimonios – La tortura política en la Argentina 1966/1972 y Juan, como si nada hubiera sucedido (1985-1988). Entre una y otras se suceden nombres tan “cantados” como el de Orson Welles o films como el monumental Napoléon (1927), de Abel Gance, cuya versión original incluía fragmentos para ser proyectados en forma de tríptico, y de la que se conocen incontables versiones no del todo completas. El libro de Peña informa también de casos menos conocidos, entre ellos el film erótico nacional Afrodita (1928) o la obra maestra inconclusa El ladrón y el zapatero, de un señor Richard Williams.

Engalana las páginas de Cine maldito la publicidad de un aceite llamado Olavina. Es de 1938 y la protagonizó una anónima muchacha de sólo 19 años, posteriormente identificada como la actriz Eva Duarte. Se pudo recuperar dos años atrás (ver recuadro). Un apéndice llamado “Apuntes para una historia del cine maldito” completa la información, con breves reseñas de un centenar de otras obras atravesadas, antes o después, por rayos muy poco divinos.

Informes y testimonios

-¿A qué atribuís la abundancia de films malditos, que arrancan en el cine mudo y se extienden hasta hace dos o tres décadas?

-De manera muy general te diría que a la tensión implícita en la misma naturaleza del cine, entre arte e industria. Esta suele considerar que el fracaso económico es también un fracaso artístico y esa idea ha dejado fuera de circulación, mutilado y justificado la pérdida de muchísimos films importantes. Después hay otras maldiciones ajenas, digamos, como las turbulencias políticas, que en el caso argentino impactaron especialmente.

-El cine maldito es una especie en extinción. ¿Tendrá que ver con la progresiva desaparición del cineasta-autor, capaz de poner en problemas la política cinematográfica de las grandes compañías?

-Dentro de la industria, sí, por supuesto. No queda casi nadie que tenga el peso artístico como para vislumbrar el potencial de la producción industrial y forzar los límites a los que el mainstream está dispuesto a llegar. Eso hicieron Erich Von Stroheim, Orson Welles y pocos más (en algún momento Coppola, por ejemplo), con consecuencias terribles para sus respectivas carreras. Hoy la mayor parte de los cineastas interesantes son muy disciplinados en comparación. O están obligados a trabajar con Di Caprio cuando quieren correr algún riesgo.

-A Welles, seguramente el cineasta más mutilado de la historia, le dedicás un par de capítulos. Von Stroheim y Eisenstein aparecen en el apéndice, cada uno con una película. Allí también fulguran los nombres de otros “clásicos del género”, como Jean Vigo y el menos conocido Peter Watkins.

-De Stroheim, maldito entre los malditos, elegí un film poco conocido, La ganzúa del diablo. Uno de los dos o tres únicos que logró hacer como él quiso, pero hoy está perdido. De Eisenstein, El prado de Bezhin, cuyo rodaje fue interrumpido durante el estalinismo. Lo que llegó a filmar se perdió, pero Eisenstein guardaba trozos de cada toma filmada para diseñar el montaje, así que hay una reconstrucción muy curiosa hecha con imágenes fijas.

-Decidiste darle un lugar especial al cine argentino.

-Sí, porque me parece un poco injusto que cuando se escribe un trabajo temático se tienda a hacerlo exclusivamente sobre material extranjero, cuando en la producción argentina suele haber ejemplos para todo. Me parece mejor no separarlo, no tratarlo como un gueto, sino pensarlo de manera integrada con el resto del cine mundial. Escribimos desde acá, además. Hay alguna responsabilidad con nuestra cultura cinematográfica, que ya bastante maldita está por la falta crónica de políticas de preservación.

-Dedicás un capítulo a una película argentina de tiempos del mudo prácticamente desconocida, llamada Afrodita. La historia merecía ser contada.

Es una adaptación de una novela erótica de Pierre Louys, que nadie hubiera podido trasponer en ninguna otra parte del mundo porque todo su tema gira alrededor del sexo. Argentina en la década del 20 vivió una libertad cultural total, que permitió filmarla y exhibirla en pleno centro de Buenos Aires. No tenía sexo explícito pero sí abundantes desnudos y por lo menos una escena de una violencia tremenda, una crucifixión. La presentaron como producción francesa para no exponer a los intérpretes y tuvo un enorme éxito, hasta que la protesta de grupos reaccionarios logró restringirla a salas marginales. Eventualmente lograron prohibirla totalmente, en particular desde el golpe de 1930. La filmó Luis Moglia Barth, que en 1933 filmó Tango, primera película sonora del cine argentino.

-Los argentinos no somos ajenos a la historia del cine maldito. No sólo por las películas propias sino por las extranjeras. El francés Abel Gance aparece de pronto en el Festival de Mar del Plata presentando, como si tal cosa, su copia personal de Napoleón. Vos y la gente del Museo del Cine descubren latas perdidas de Metrópolis.

-Nunca fuimos ajenos. Acá hubo y hay una cinefilia muy robusta que explica esas y otras cosas que pasaron cinematográficamente en nuestro país. Suelen olvidarse porque hay toda una forma de pensarnos que nos imagina insignificantes, “fuera del mundo” y otras bobadas claudicantes. Si uno es curioso y tiene un poco de sentido común, encuentra la importancia de nuestra historia sin gran esfuerzo.

-En Ajaccio, donde nació Bonaparte, encuentran latas de Napoleón. En Pordenone, Italia, de un corto de Orson Welles llamado Too Much Johnson. Vos armás en Buenos Aires una versión hasta ahora definitiva de Metrópolis. Es como si ciertas películas estallaran y las esquirlas llegaran hasta los rincones más recónditos.

-Coincido totalmente. Hay películas, a veces filmografías enteras, que explotan. Luego tenemos que juntar los pedazos. Me pasa ahora con la obra de la Escuela Documental de Santa Fe, que es fundamental para nuestra historia y hay que ir reconstruyendo con fragmentos encontrados en distintas instituciones y resguardados por muchos particulares.

-El británico Kevin Brownlow, uno de los grandes investigadores del cine, persigue pedazos de Napoleón a través del mundo entero. Parece una versión cinematográfica de Sam Spade, duro y obstinado, en búsqueda de resolver un misterio tan remoto como la isla de Malta.

-A su aliento le debo buena parte de mi vocación desde los 80, cuando empecé. Y no soy el único. Con el correr de los años construyó una verdadera red internacional de personas sobre las que influyó y, siguiendo su ejemplo, encuentra maravillas perdidas todos los días.

-No creo que el nombre del animador Richard Williams sea muy conocido. Tampoco creo que mucha gente sepa que la obra maestra que jamás pudo estrenar, El ladrón y el zapatero, puede encontrarse en YouTube con un simple click.

-A mí también me sorprendió. Vi un borrador de esa película gracias a un VHS que el animador Pablo Rodríguez Jáuregui consiguió de otro animador, que había trabajado con Williams. A lo mejor no es tan conocido ahora, pero en los 90 fue una estrella del género, gracias al éxito de Roger Rabbit, de la que tuvo a cargo la animación.

-Debés ser uno de los pocos tipos en el mundo capaz de contar el hallazgo de películas perdidas en primera persona.

-Por suerte no soy el único. Hay mucha gente que encuentra películas perdidas, aquí y en todas partes. Yo tuve la suerte de encontrar o identificar un par de cosas de artistas de perfil altísimo, como Fritz Lang o Buster Keaton. Pero me parece más importante (o por lo menos, me produce más alegría) haber podido recuperar parte de la obra de los cineastas argentinos militantes, o la filmografía completa de Hugo del Carril. Cada film que alguien encuentra y divulga es un tesoro en sí mismo.

El comercial de Evita

“La actriz hizo su primer protagónico en el cortometraje publicitario La luna de miel de Inés (1938). Omitido de una mayor parte de los textos sobre su vida artística, el film aparece mencionado por Noemí Castiñeiras en El ajedrez de la gloria – Evita Duarte actriz, como parte de ‘una serie de trabajos publicitarios’ que Eva realizó pero que no se conservan, como casi nada del abundante cine publicitario realizado en Argentina antes de la década del ’60. El corto dura unos seis minutos y según el libro de Castiñeira está realizado para una agencia publicitaria llamada Linter. En los créditos del comienzo aparece mencionada otra empresa, denominada Prociton, que pudo ser la productora encargada de realizarlo. Un señor M. Casenal aparece acreditado con el argumento y la dirección. Los únicos protagonistas son Eva Duarte, como la mujer del título, y el actor Claudio Martino, como Ernesto, su flamante marido.

Una copia de 35 mm., en soporte nitrato, de La luna de miel de Inés sobrevivió de manera milagrosa, conservada a lo largo de las décadas por dos hermanos de filiación peronista, Sergio y Tito Livio La Rocca. El padre de ambos, Alberto La Rocca, fue director de la distribuidora I.N.C.A. Films de la Argentina entre 1936 y 1938, y se presume que la copia procede de allí. Los hermanos no saben por qué su padre decidió conservar justamente este film, ni tienen recuerdo de haberlo visto proyectado. Pero siempre supieron que era una ‘publicidad de Evita’, y así la preservaron hasta 2019, cuando me la hicieron llegar a través de una amiga común, la productora, realizadora y artista gráfica María Verónica Ramírez.

La trama de La luna de miel de Inés no trata sobre un viaje de bodas sino sobre lo que ocurre a su término. Ernesto llega a su casa desde la oficina para almorzar y espera que su esposa Inés tenga todo preparado. ‘¿Qué dice mi flamante cocinerita?’, es su saludo al entrar. Inés ha preparado mayonesa de langostinos y buñuelos, que no cuentan con la aprobación de Ernesto porque no están hechos con aceite de oliva. Mientras la muchacha solloza, Ernesto le recomienda que se asesore con la madre, que conoce sus gustos, y vuelve a la oficina. Inés pide ayuda telefónica a su amiga Carmen.

Cuando Ernesto regresa, se muestra preocupado porque tiene hambre y no siente olor a comida. Inés lo sorprende con manjares preparados para su gusto. Ernesto imagina la influencia de su madre, pero Inés la niega y lo lleva a la cocina para mostrarle su secreto: el aceite Olavina.

- Pero ¿no es aceite de oliva?

- No, pero tiene el mismo sabor y al cocinar no produce humo ni olor.

Ernesto considera que es un hallazgo digno de compartirse con el público y ambos rompen la cuarta pared y se dirigen directamente al público, mientras un telón cae tras ellos.

- Como ustedes han visto, señoras, este aceite me ha sacado de apuros.”

 

 

  • Extracto de Cine maldito, de Fernando Martín Peña. La Tercera Editora, 2021.