Entre el posoperatorio de la cirugía y el clima insoportable que nos tiene a todxs como adentro de un horno pizzero, ¡no doy más! Tengo el cuerpo hinchado como un pez globo y ni hablemos del aburrimiento. Este panorama me llevó a buscar series en una plataforma. Hace tiempo que no lo hacía: el exceso de trabajo y mellizxs en cuarto grado son un combo que resulta en que lo único que quiera ver a la noche sea mi cara derretida en la almohada. Buscando encontré Las cosas por limpiar, una serie que les recomiendo porque muestra con mucha crudeza una triste realidad que viven miles de mujeres. Se trata de una historia atravesada por la desigualdad de oportunidades, por el alcoholismo y por la violencia de género, que con esta pandemia lamentablemente creció aún más. 

Las cosas por limpiar relata de una manera muy atinada lo difícil que es superar una situación de doble violencia: la que sufre la protagonista en su hogar y la que luego encuentra cuando debe salir a trabajar como empleada doméstica. Uno de sus aciertos es el de retratar de una manera compleja a Alex, la mujer que pasa por estas circunstancias: es una víctima con contradicciones, a la que le cuesta reconocer que el abuso emocional es violencia, y que además se halla en un escenario socioeconómico muy adverso, ya que no cuenta con redes de apoyo, salvo las que le brinda el Estado. En ese punto de la historia, cuando Alex acude a un refugio para mujeres en riesgo, es que como espectadores tomamos conciencia de lo importante que es la presencia de estas instituciones para personas como ella, que no tienen a nadie. Hay una escena muy linda en la que la directora del refugio la lleva a una habitación especial, ambientada como si fuera un negocio de ropa. Allí está dispuesta toda la ropa donada para que las mujeres, que muchas veces llegan al lugar con lo puesto, puedan recuperar parte de su dignidad y reciban un mimo, se puedan vestir con lo que elijan, maquillarse, en definitiva: volver a cuidar de su apariencia. Esa necesidad se vuelve a señalar más tarde cuando ella, cansada del maltrato que recibe en los hogares que limpia e impotente frente a tanta desigualdad económica, se prueba la ropa de su empleadora.

Jamás imaginé que esta serie tocaría una fibra en mí, despertando un recuerdo que había olvidado. Me transportó a una escena en el comedor de mi casa, cuando tenía unos 9 o 10 años. Me acuerdo de que estaba sentada con Aída, mi madrastra. Era sábado por la tarde, estoy segura, porque los sábados ella siempre me pedía que le pintara las uñas con su esmalte gris perlado. A mí no me gustaba ese color, pero era el que siempre usaba ella. Durante los años que vivimos con Aída, nunca lo cambió, quizás se sentiría segura con él o le gustaba demasiado. Muchas veces me sentí tentada de decirle que se comprase otro, uno rojo bien intenso. Algo impensable en mi barrio, porque las únicas mujeres que usaban ese color eran las de «dudosa reputación». ¡Qué estupidez! ¡Como si la elección de un tono fuera a determinar la moral de las personas! ¿Por qué condenar algo tan hermoso como un color por el prejuicio de las personas?

Aída tenía las manos más hermosas que jamás había visto. Uñas almendradas naturales, con mucha base que, aunque estuvieran cortas, siempre tenían lugar para pinceladas largas. Tengo presente todavía el olor a esmalte en el ambiente, me encantaba ese olor. Disfrutaba de ver cómo el pincel se deslizaba sigiloso por la uña: todo era tan femenino. ¡Qué manos hermosas! No podía creer que con el trabajo que hacía las tuviera así de perfectas. Aída era empleada doméstica. Limpiaba en varias casas, y seguramente lo hacía en negro, porque muchas veces cobraba por jornada, bien informal. Todas las mañanas salía muy temprano de casa para tomar el colectivo 562 con destino a sus trabajos. Nunca hablaba de eso, pero con solo verla llegar podía imaginar cómo había sido su día. Algunas veces la veía lagrimear mientras cocinaba. Cuando le preguntaba qué le pasaba, ella respondía: «nada». Era muy reservada. El trabajo no terminaba al llegar a casa, ya que después de tomar unos mates, se ponía hacer lo mismo que había hecho todo el día: limpiar. Esta vez no lo ajeno, sino nuestro hogar. La cocina siempre debía estar impecable, me decía. Las ollas tienen que brillar y los azulejos, como espejos. Quiero ver mis dientes, y ojo con el trapo rejilla, repetía, y me mostraba uno blanco como la nieve. Si la rejilla estaba sucia, al pasarla por la mesada, ensuciaríamos todo lo que ya habíamos limpiado. Lo mismo con el baño: «tiene que dar ganas de quedarse, no quiero olor a zorrino muerto», y yo me reía. Si vas a hacer algo, lo que sea, siempre tenés que hacerlo bien. Ella sabía lo que hacía, me enseñó mucho.

Aquella vez, mientras terminaba de pintar sus uñas, me preguntaba: ¿cuantos inodoros habrá limpiado esta semana?, ¿eran buenos sus patrones?, ¿por qué nunca hablaba de ellos? ¿Sabrían ellos que Aída dejaba a cinco criaturas para ir a trabajar? Nunca me atreví a preguntarle. Quizás por vergüenza, no sé. O tal vez por no ponerla incómoda. Seguramente fue más difícil de lo que imagino: una vida entera dedicada a limpiar casas ajenas y la propia, un trabajo hasta hace poco no reconocido. Celebro que en nuestro país tengamos una ley que reconoce el trabajo doméstico en casas. Después de muchos años, dejaron de ser invisibles para ser reconocidas y valoradas. Gracias, Aída, por enseñarme a limpiar con amor. Me hubiera gustado ser su confidente, que al menos pudiera descargar algo de lo que vivía a diario en los lugares donde trabajaba. Pero en eso también se parece a Alex, ya que a lxs niñxs nos mantuvo al margen de su situación, supongo que para protegernos.

Y lo del esmalte, hoy lo tomo como un guiño sutil. Mientras escribo, miro mis uñas, ¿adivinen de qué color es mi esmalte?

Gris perlado.