“Aislar la muerte de la vida, no dejarlas entrelazarse íntimamente, cada una intrusa en el corazón de la otra: he aquí lo que nunca hay que hacer”, cita Vir Cano en el prólogo de su libro Dar (el) duelo. Notas para septiembre (Galerna), publicado este 2021, en los meses más duros de la pandemia en nuestro sur. Y esa cita alumbra un texto duro, insistente, en el que recoge las notas que cada septiembre, para la fecha del aniversario de la muerte de su hermano mayor, cuando Vir tenía 14 y él 20, escribió como si irrumpieran, necesarias, para hacer lugar a una trama donde las dos, la ausencia y la presencia, tejen puntos y rupturas entre un cuerpo presente, el suyo, y el ausente que también se carga sobre la hermana donde el duelo ha impreso su huella.

Casi al mismo tiempo y empujadx por la necesidad de recrear una imaginación que rompiera el aislamiento de 2020, escribió Borrador para un abecedario del desacato (Madreselva), “un ejercicio de soltar la lengua, la imaginación, la fantasía”, dice lx filósofx, docente e investigadorx del Conicet. Un ejercicio plagado de imágenes con la intención evidente de “darle carnadura a una práctica, a un verbo para aproximarse no a definiciones sino a prácticas”.

Los dos textos van juntos, los dos son desacatados, los dos oportunos en este tiempo de duelos colectivos y también de duelos que no llegan a colectivizarse, tal vez porque la pandemia todavía no ha podido ser procesada, ni dolida. Corremos tras el fin como si pudiéramos salir de un lugar que aun no se termina de reconocer. Pero hay una diferencia entre los dos, en el que habla del duelo, su firma está interrumpida por una barra: Vir/ginia Cano, mientras en el otro, el del desacato, se ha perdido la marca de género en el nombre que le pusieron y queda sólo el que elige, Vir Cano.

“Cómo firmar Dar (el) duelo fue un tema, o más bien una decisión. Por un lado, quería dejar atrás un nombre, “Virginia”, que me acompañó por mucho tiempo pero que ya no me quedaba cómodo, y por el otro, también quería honrar el hecho de que ese nombre y esa persona (Virginia), había sido quien había sufrido esa pérdida a sus 14 y quien había escrito muchos de los textos que aparecen en este libro. Otros los escribí ya siendo Vir. Caro Di Bella, mi editora querida, vino al rescate y me dijo: ‘¿y si usás la barra?’. Así que decidí inscribir esta tensión biográfica así, con la barra que interrumpe y lascera un nombre que es y no es mío. En este librito, entre otras cosas, también duelo ese nombre, su inestabilidad y su partida.”

No es posible decir que con el nombre que duela también se ha desprendido de su duelo. No es algo de lo que alguien que vive con la compañía de un muerto, de una muerta queride pueda hacer definitivamente. Pero su recorrido, sus pliegues y repliegues, acompañan, abrazan, entrelazan.

La conversación con Vir Cano acompaña su forma de escribir, con cortes, ambivalencias, preguntas sobre preguntas, accidentes -hasta la grabación se desacató en el camino-, pero sobre todo placer. El que trae la palabra cuando se la da vuelta en la boca hasta que dice. O hasta que engendra otra. Desde lo íntimo a lo colectivo, desde la pregunta por el dolor al ensayo de un aprender a vivir y morir con otres, como dice la entrada “Morir” en su abecedario del desacato.

¿Por qué en un abecedario de prácticas elegiste esa entrada? Digo porque más que una práctica es un último acto.

--No podía hacer un libro que no incluyera esa palabra, pero además porque necesitamos repensar las prácticas sobre como acompañamos nuestra finitud. Tenemos maneras privadas y y a veces miserables de tramitar la muerte. Tenemos que aprender a morir juntes. Y eso es vivir. Estar ligados a seres finitos que requieren, requerimos, asistencia, cuidados. Y hay algo de cómo pensamos esos vínculos entre la vida y la muerte comunitaria que tienen que repensarse. Realmente hay algo desacatado en rearmar la vida y la muerte en común.

¿Cambió tu percepción del duelo en esta época pandémica?

--Sí. Y escribir el libro incluso tuvo algo que ver con eso, con sumergirme en la sensación de que hay un espíritu de época doliente. Y podríamos pensar igual que ese espíritu de época es ambivalente, porque por un lado para mí está como la presencia de la pérdida, de la muerte y por otro lado hay cierta inmunización, cierta anestesia frente a esa muerte inconmensurable. Pero el duelo está en el aire inevitablemente, tenemos conteo de muertos todos los días y algo de esa sensación de un duelo colectivo. Y además está lo que pasó con el libro, la recepción de muchas personas contándome sus duelos, si bien es muy difícil, digamos de leer hay algo que dejó de ser tan mío. Eso es una transformación enorme de un duelo para mí.

¿La muerte ha sido tu maestra?

--Por supuesto. No sé si es una lección deseada, seguro no es una lección elegida, pero hay algo de la conciencia de la finitud que para mí sólo llega a través de las muertes de les otres y en especial de quienes son nuestros seres queridos. La conciencia de la precariedad, de la vulnerabilidad, de la fragilidad de la vida me vino de muy joven con el duelo de ese ser tan cercano, de mi hermano muerto a los 20 años.

¿Es un saber que fue sedimentando en estos años de aniversarios de la ausencia?

--Pienso que fue algo que fue sedimentando. La muerte de mi hermano fue un accidente, o sea que yo no tuve una preparación, ni siquiera figuraba en mi cabeza de piba de 14 años la idea de que podía perder un hermano. Así que sí, hay algo ahí de la irrupción y después el recuerdo de una adolescencia triste porque no tenía a mi hermano. De estar triste, muy triste por mis padres, por verlos a ellos tan doloridos. El duelo arrancó en la adolescencia, después se transformó y también vinieron otros…

¿Podríamos nombrarlo como un trayecto, como una progresión?

--No diría que es progresivo, para nada, yo no siento algo del progreso del duelo. Sí siento que se retuerce. Que se pliega, que se retira y vuelve. Hay algo de los duelos que tienen un tiempo propio, no son lineales. Y van cambiando por supuesto. En el libro digo que el duelo se hizo viejo. Yo siento que tengo un duelo añejo, que tiene mucho tiempo conmigo que se hace viejo mientras yo me hago viejo, también.

Vir Cano, en Instagram se lx puede seguir como @doctorta

Hay algo en el libro que a simple vista podría ser paradójico y es que el registro del duelo es muy corporal. Alguien que ya no tiene cuerpo, en este caso tu hermano, se imbrica en el tuyo, lo narra con su ausencia también.

  1. --Sí, para mí es una experiencia sumamente corporal. Por supuesto no puedo hablar por los duelos de todo el mundo, pero en lo personal se siente mucho en el cuerpo, ocupa ahí un vacío enorme. Y, por otra parte, aparecieron entonces ciertos dolores corporales que yo ligo a la muerte de mi hermano. No tengo ninguna evidencia científica, pero todos los septiembres en mi vida me duele la panza. Está bien, siempre duele, es una zona sensible para mí. Pero es muy zarpado como el dolor se presenta en septiembre y pienso que lo que aparece es un cuerpo que se lamenta. El dolor como una memoria corporal. El duelo abre canales de expresión en el cuerpo. Un cuerpo que imprime su huella.

En el libro se sienten esos pliegues de los que hablas y también la repetición, el paso por la fecha, revivir, transformar, hay como un paso más cada vez que se acerca o que irrumpe septiembre e irrumpe tu hermano mayor. Ese diálogo en espiral con la ausencia de él y la presencia del duelo en tu cuerpo.

--El duelo es muy injusto con quienes viven, con quienes vivieron. Y es que uno tiene un vínculo fantasmático con quien ya no está, al que le hace decir cosas y a quién invita. Aunque yo pienso. o experimento, más la irrupción de los muertos.

¿Pero habla el fantasma? ¿Lo haces hablar?

--No, yo escribo. Hay quienes sí hablan con sus muertos, en mi caso es la escritura. Y escribo de la ausencia de mi hermano. No todas las pérdidas son así. Yo tengo una vida donde la mayor parte transcurrió con la ausencia de mi hermano, lo más presente en mi vida, es la ausencia de mi hermano, no su presencia sino su presencia fantasmática.

¿Y cuando vivía era tan presente?

--Yo me acuerdo poco, pero porque tengo mala memoria biográfica, cualquiera de mis afectos lo puede decir. Tengo algunos recuerdos, no son infinitos, pero porque no tengo infinitos recuerdos de mi infancia ni de mi primera adolescencia. Era, sí, un hermano presente igual que mi otro hermano. Pero su mayor y más contundente, paradójica, presencia en mi vida, es la ausencia. Mi hermano mayor es el hermano que se muere joven y es la inauguración de la fila hacia la muerte. Esto significa un montón de cosas que claramente lo desbordan.

En la lectura del libro esa sensación es dolorosa, como que se arma un muchacho y a la vez no, no llega a verse, es como atisbarlo en un sueño de esos en que querés abrazar y nunca se llega.

--Yo tengo imágenes, los rulos, tal vez cosas que se superponen con mi cuerpo. Es loco y sí, es la tumba del recuerdo también sobre la que nunca se para de echar tierra. Un desfasaje entre la existencia fáctica de quien se muere y lo que nos pasa luego con esa ausencia.

Hay otro desfasaje entre nombrar un muerto y los muertos, como que la muerte nunca es en singular -y a la vez cada quien que nos falta tiene una tremenda singularidad.

--¡Es que es la pérdida de la inocencia! Cuando alguien querido muere sabés que otres pueden morir. Todas las pérdidas trascienden esa pérdida en particular, nos hablan de la vida y su inexplicable relación con la muerte. Un muerto son todos los muertos de alguna manera. Por eso la conciencia de la finitud. La muerte viene a través de la muerte de los otros, porque ahí experimentás la propia finitud. Y eso siempre nos desborda, desborda a la propia pérdida.

En tu caso, además, es un saber que llegó muy pronto en la vida. Y ahora, después de estos años de pandemia y sin saber del todo lo que vendrá, aunque las vacunas funcionen, ese saber es también común, de alguna manera se desprivatizaron los duelos.

--Sí, yo pienso que sí hay una gran conciencia de la fragilidad y también hay una resistencia enorme a asumir eso que nos está pasando. Me parece que es un fenómeno complejo, no diría que se desprivatizó, pero sí asistimos a la muerte joven, a la muerte inesperada. La covid es una enfermedad que te puede matar muy rápidamente… y también creo que es una sociedad negada a ver lo que nos está pasando. Tal vez porque no sea el tiempo, tampoco sé cuál sería el tiempo. Pero lo que se respira es como un duelo inminente y a la vez negado.

¿Les dolientes también seremos en plural, como lxs muertos?

--De un modo paradójico, en el duelo se tensan dos movimientos antagónicos. Por un lado, suele producir un enorme ensimismamiento. Como un perro que se pierde en su herida, nos recogemos en nuestro dolor y nos alejamos para lamernos la patita. Pero el duelo es también un movimiento profundamente extático, en el sentido etimológico del término, es decir que es algo que nos saca de nosotres mismes. Los duelos nos arrojan fuera de la esfera de inmunidad del sí mismo, y nos abisman a nuestro ser-en-común. Por eso los duelos son una experiencia de expropiación, de desasimiento, de ruptura de los límites y las potencias del yo. Cuando perdemos a alguien querido, no sólo no lo elegimos ni planeamos, sino que también perdemos siempre algo de nosotrxs mismxs, eso que se va con el otrx, eso que éramos junto a lxs que ya no están y no podremos recuperar.

Sin embargo, muchas veces, cuando se ven a esas madres de víctimas de violencia institucional, estatal, las madres de las víctimas de femicidio, pasa como algo doble ¿no? De duelo colectivo que se propone desde la calle y la necesidad de familiares de sostener la individualidad.

--Tal vez sea esta condición extática del duelo, esa constatación experiencial de estar abiertxs y expuestxs a lxs otrxs que acarrea, el motivo por el cual nuestro tiempo, tan plagado de muertes y pérdidas, parece reacio a darle lugar a un duelo colectivo, el único que podría hacerle algo de justicia a la herida que atraviesa nuestro presente. En un mundo que no para de decirnos que cada uno es lo que es, que lo más importante es la libertad individual y los logros personales, que cada unx tiene lo que se merece, etc, la idea y la práctica del duelo colectivo se presenta como un desafío a las políticas afectivas neoliberales que intentan privatizarlo todo: nuestras condiciones materiales y simbólicas de existencia, pero también nuestros dolores, nuestros pesares, y nuestras alegrías. Tejer la red para ese duelo colectivo es, quizás, una tarea urgente para resistirnos al imperativo ego-lógico que precariza nuestras existencias y socava la posibilidad de tramar unas vidas y unas muertes en común menos solitarias, menos inequitativas, y también, menos humanas, demasiado humanas.

Entonces no hay solo dolor en el duelo, también hay posibilidad

--El duelo también puede ser desacato: desolla las capas superficiales de un yo siempre tembloroso, vulnerable; dinamita las fronteras entre el sí mismo y lxs otrxs, y nos recuerda que -incluso a pesar de nuestros mayores esfuerzos y fantasías de inmunización- estamos inexorablemente abiertos, inevitablemente arrojados de lxs otrxs. Pero es justamente aquí, en el umbral trémulo y colapsado del yo (y de lo otro), donde aparece el bálsamo de lo común. No soy particularmente optimista respecto de la posible “lección de aprendizaje” de la pandemia, pero sí espero que haya en la turbulencia de nuestro presente la débil posibilidad histórica de re-pensar la comunidad, de producir modos de vida y de muerte con otrxs (humanos y no humanos, animales y vegetales, con la tierra toda) que sean más hospitalarios, menos hostiles. Ojalá seamos capaces de desbaratar algo de la representación inmunitaria del yo que profesan (y profitan) las derechas, para ensayar un nosotrxs en co-habitación con otros reinos y especies.

Hay razones de sobra para no creer en eso que “aprendimos de la pandemia”, aun cuando la pandemia no se terminó. Tampoco alumbró ningún sueño revolucionario ni sacó a medio mundo a la calle a reclamar contra las patentes de las vacunas, por ejemplo. Más bien acercó la idea de apocalipsis.

--Yo creo que se activaron ambas fantasías, la del sueño revolucionario, como las profecías pesadillescas del fin del mundo. En uno y otro caso, el tiempo es el camino a un desenlace anunciado, a algún tipo de resolución, ya sea a través de la redención o de la autodestrucción. La linealidad del tiempo es una representación todavía vigente, en discursos provenientes de posiciones muy diferentes. Pero quizás sea tiempo de arriesgar otras maneras de pensar no tanto “el tiempo” sino más bien los tiempos, no tanto “la historia”, sino más bien los relatos, no tanto el “gran final” sino los diversos trayectos y sus costos. Saltarse la aporía que enfrenta el sueño de la revolución al del apocalipsis requiere el desacato de ampliar nuestra imaginación política en relación al tiempo, el futuro y las posibilidades de una transformación de nuestros modos de vida. Un poco la imagen del compost que traés puede ser una linda manera de abordar el desafío de sentipensar esos distintos tiempos y materias que se mezclan, se transforman, se tensan, se anudan, se recomponen y se reciclan. El compost puede ser otra alcantarilla desde la que mirar el mundo, para parafrasear a la Pizarnik. Por lo pronto, es urgente interrumpir la soberbia humana, ese especismo arraigado y endémico que nos conduce al extractivismo y la miseria, esa compulsión a pensar y actuar como si fuéramos el centro indiscutible de la escena y que, parafraseando a Mark Fisher, no sólo hace que nos sea más fácil imaginar el fin del mundo que el del capitalismo, sino que también nos impide pensar nuestro propio final como especie y modo de vida sin igualarlo al fin del mundo. Nuestra vanidad no tiene límites, y muchas veces nuestra falta de imaginación política y existencial tampoco.

En cualquier caso, como dice Donna Haraway, yo soy de lxs que prefieren evitar la doble pinza de la revolución o el apocalipsis para “seguir con el problema” de habitar un tiempo convulso y una tierra herida, allí donde no hay promesas de salvación ni de final del juego, sino una complejidad de tiempos y circunstancias que hacen a la vida y a la muerte en común, y que -fundamentalmente- no nos trata a todxs y todo por igual.

En tus libros, en tus textos, siempre aparecen las interrupciones, las barras, los cortes. Me viene a la cabeza la imagen de quien escribe como si entrara en la selva, con el cuchillo en la boca. Una imagen que siempre aliento cuando doy talleres de escritura…

--Me suena, ¡y me gusta! mi madre siempre me dice que tengo la lengua afilada, y yo pienso que qué suerte porque escribir, a veces, se parece bastante a cortar, a lacerar, a abrir lo que parecía cerrado. val flores escribe en un texto que me gusta mucho que “tiene una guerra en la lengua”, quizás una batalla que librar en el lenguaje. Ojalá que algo de este espíritu esté en mis escritos, ojalá sean filosos, entrecortados, tartamudos. Ojalá alberguen bordes, y espolones, y también fiestas y reposos. No estaría muy segurx sobre por qué escribo, pero asumo que por muchos motivos, para decir lo que no se dice, para fantasear con otros mundos, para resonar con otrxs, para inventar la bocanada de aire en un tiempo que asfixia. Pero fundamentalmente, creo que la escritura es también un modo de hacer comunidad y de disputar lo posible, una manera de tejer lazos, de contar las historias que nos ayudan a entretejer vidas, cuentos, muertes, pérdidas, seres, territorios, tiempos y finitudes. 

Por último y ya que hablamos de escritura ¿Cómo dialoga tu producción actual con tu primer amor nietzscheano?

Nietzsche es uno de esos autores que me han marcado a fuego. Si bien hace años que ya no me dedico a su filosofía, hay algo de su tesitura intelectual que siempre me acompaña. El bigotudo es un filósofo del riesgo, del temblor, de la duda y la corrosión; es un intelectual que ha hecho de la sospecha y la subversión herramientas de pensamiento y transformación. Yo no sé si he sido un buen discípulx, pero con suerte, algo de ese espíritu de revuelta y de crítica atraviesa mis escritos