El hecho de que un mamífero cuadrúpedo que caminaba en cuatro patas se irguiera --tal vez para alcanzar a agarrar algún fruto que colgaba de la rama de un árbol cercano--, y lo hiciera en sólo dos, tuvo --sin sospecharlo ni darse cuenta-- la inmensa e increíble tarea de dar inicio a un proceso que no parece tener límites en el tiempo ni en el espacio del universo.

Dos de aquellas extremidades de aquel cuadrúpedo serían, ahora, “piernas” y las otras dos serían, ahora, capaces de agarrar los frutos que colgaban de las ramas de muchos y diferentes árboles: el proceso de transformación terminaría, en este caso, por permitir toparnos con lo que hemos dado en llamar “manos”, las mismas que permitirían señalar a un “otro” que empezaría a hacerse presente y, al mismo tiempo, incomprensible --se desconoce cómo concebirlo plenamente--.

Por ello, poder apelar a un lenguaje para hacer llegar a un “otro” algo posible de ser transmitido y la posibilidad de ser capaz de comprenderlo marca la aparición de un universo real y de un universo imaginario. Justamente, las articulaciones que pudieron establecerse entre estos universos y el lenguaje hicieron posible, en su plenitud, lo que hoy concebimos como “ser humano”.

Pero volvamos al inicio: cualquier ser vivo --el humano también, desde ya-- necesita de un planeta. En un principio, la Tierra yacía plenamente inundada por agua, lo único que entonces se movía. Sin embargo, en un momento, de esas aguas emergió un continente. Todo allí era quietud, hasta que, sin que podamos saber cómo ni por qué, algo empezó a moverse y surgió la vida.

De minúsculos microbios tuvo lugar un proceso de transformaciones: aparecieron vegetales cuyas raíces se desplegaron para mantenerlos erguidos pero agarrados al suelo. Cuando los seres vivos, en lugar de raíces, tuvieron patas y/o pudieron desplazarse aparecieron los animales. Así comenzó el proceso que culminaría en la organización del ser humano y, con él, un cerebro capaz de crear y utilizar un lenguaje. Pero éste necesitaría de un “otro” con quien hablar.

En aquel primer continente referido, con el correr del incremento en la cantidad de pobladores, surgieron las distintas sociedades que, con el paso del tiempo, constituyeron naciones, comunidades con sus formas particulares de organización --que hoy han evolucionado en las democracias que conocemos-- y que, haciendo uso de su lengua, se diferenciaron del resto de los animales por producir significaciones.

Así, en el ser humano, lenguaje --que cotidianamente aparece en forma de idioma-- y posibilidad de ver a través de la lengua aparecen como condición para ser tal, mientras que en el resto de los animales no se dan juntos. En otras palabras, sin lenguaje no hay posibilidad de dar realidad a una lengua.

En suma, en los orígenes de todo lo que el ser humano puede conocer está el lenguaje, el cual, a su vez, requiere una sociedad, un conjunto de personas cuyas relaciones están organizadas por reglas, leyes que las someten y regulan.

Llegamos, por fin, a la circunstancia de afirmar que sin lenguaje no hay injusticia con un “otro”, porque la justicia no existe sino como un invento sociocultural. De manera que justicia y lenguaje aparecen al mismo tiempo. De lo cual se desprende que antes de la presencia del ser humano no existía la justicia ni la injusticia, razón por la cual, aplicando un razonamiento lógico, la injusticia es una creación exclusiva del ser humano, el mismo que, a su vez, finalmente, ha de oficiar de juez.

Juan Carlos Nocetti es psicoanalista.