En la primera escena de El empleado y el patrón, tercera película del uruguayo Manuel Nieto Zas, una mujer agita a un bebé al ritmo de entrecortados silbidos, sonidos cantarines y un creciente movimiento que instala el aura de un ritual. El pequeño Bautista está envuelto en una tela, cuelga esquivo en la lejanía del encuadre, apenas reconocido por los tenues gemidos que lo delatan. El ceremonial es juguetón pero a la vez impregnado de una búsqueda precisa, el hallazgo de un “síndrome” que pueda estar presente en él, ajeno a nuestra vista. La escena resume la mirada de Nieto Zas, que convierte ese espacio milimétrico de su puesta en escena en un territorio nunca estable, siempre en tensión y conflicto, revelado como frontera física y social, sin nunca encallar en los lugares comunes ni en la conversión de las relaciones sociales en mandatos naturalizados. Presentada en la Quincena de Realizadores del pasado Festival de Cannes y a partir del 13 de enero en salas argentinas, El empleado y el patrón denota el vigor del nuevo cine uruguayo que sintetiza la figura de Manolo Nieto, capaz de poner en escena las profundas raíces de las desigualdades latinoamericanas en una danza en la que conviven desacordes y armonías.

La escena del comienzo concluye con un incierto diagnóstico: Bautista puede o no tener el síndrome, declaración que instala en la pareja de Rodrigo (Nahuel Perez Biscayart) y Federica (Justina Bustos) un estado de progresiva ansiedad, que se amalgama con las demandas de la inminente cosecha de la soja. Es que Rodrigo es el patrón de una hacienda en la frontera entre Uruguay y Brasil, quien debe afrontar la escasez de trabajadores para levantar la soja, conseguir un conductor para la cosechadora, cumplir los tiempos exigidos por su padre y, en definitiva, estar a la altura de su herencia. Pese a su apariencia millennial y a su cofradía cool con los empleados de la estancia, Rodrigo encarna un poder que se esconde en su circulación por el pueblo, la vestimenta sencilla, el porro compartido y los recitales de rock, pero que gravita en su lugar en el mundo, en el ejercicio de un mando que aún en su dispersión sigue allí presente. Nieto construye con paciencia el mundo que envuelve a su personaje, sus límites imprecisos, la consciencia culposa de su autoridad, y lo hace en un espacio abierto y luminoso que oculta las amenazas en sus profundidades, debajo de la aparente claridad de los días soleados.

Ante el apremio de los tiempos de la recolección y las exigencias de su padre (interpretado por Jean-Pierre Noher), Rodrigo necesita con urgencia un operario para la maquinaria. Entonces se aventura al otro lado del río, en esa frontera signada por las malezas y el portuñol, a seguir la pista de Lacuesta, un viejo empleado de su padre que acampa con su familia en un paraje algo alejado. Como Lacuesta ya está viejo y con problemas de salud, le ofrece a su hijo Carlos (Cristian Borges) como reemplazo, un joven de 18 años que ya tiene una familia a cargo. Entre la temprana responsabilidad de la paternidad y la adrenalina de la caza del jabalí, la vida de Carlos se engrandece en un único sueño: la posibilidad de correr el raid de Santa Clara con el mejor tordillo. Por ello la vida arriba del tractor, sobre la espesura de la soja, encerrado en una pequeña casilla de madera a la espera de la jornada laboral solo significa para Carlos el preámbulo de ese triunfo que anhela sin descanso. Padres ambos, asediados por las ansiedades de sus compromisos, condicionados por mandatos paternos, Rodrigo y Carlos forman un vínculo que parece desafiar sus lugares sociales, tensar esas diferencias que parecían insalvables a primera vista.

Como en las anteriores La perrera (2006) y El lugar del hijo (2013), Nieto explora los conflictos de clase más allá de las habituales representaciones, esquivando los límites precisos, la irrupción del conflicto como detonante, la tentación de delinear héroes y villanos. En La perrera, era el encuentro de un joven intelectual de la clase media uruguaya con los habitantes de una ciudad costera fuera de temporada y esa dinámica sorpresiva que teñía cada encuentro. En El lugar del hijo, las tensiones entre clases emergían con mayor oscuridad a partir de la colisión entre divergentes formas de militancia que enfrentaban a un hijo con la memoria de su padre. Nieto no solo escarba en las continuidades que han definido al panorama latinoamericano en términos políticos, económicos y sociales, sino que desarma los enclaves citadinos para ir a territorios permeados de realidad antes que de discurso, ensancha las posiciones de sus personajes, enriquece sus aspiraciones, sus dilemas y también la dolorosa consciencia del lugar que ocupan.

La decisión de Nieto supone colocar el conflicto como un emergente que expone la falsa armonía de esa convivencia. Es así que la relación que se forja entre Rodrigo y Carlos se altera por un accidente laboral y sus trágicas consecuencias pero sobre todo por sus inciertas reverberaciones, que cristalizan esas diferencias hasta entonces camufladas en una amable concordia. Es complejo hallar ese tono sin caer en la manipulación, porque el estado que resulta el foco de atención de Nieto emerge del interior de los personajes. En una escena en la que Carlos reparte el asado entre un grupo de comensales de la estancia, uno de los asistentes le pide que le sirva más whisky. Carlos acata y llena la copa hasta el borde, instigado por el reclamo del invitado. Mientras el pedigüeño intenta sorber el whisky sin que se vuelque, Carlos se ríe, motivado por la situación de angurria pero también como un desliz de su propio triunfo sobre quien le da las órdenes. “Hay que ver si a éste le pagan para reírse”, señala una voz que expone con claridad el lugar del poder que detenta. El rostro de Rodrigo, presente en toda la secuencia, transfigura en su progresiva expresión el dilema en el que él mismo se encuentra.

La porosa textura de El empleado y el patrón exuda la esencia de sus matices, siempre sugerente en aquello que se aloja más allá de la mirada, en la curva perfecta de sus profundidades. Esos inmensos exteriores que revelaban en la duración de los planos la espera de lo ominoso, conviven con el laberinto en el que se internan los personajes, enredados en sus culpas y sus intentos de escapatoria, en el destello de una carga que siempre llevan a cuestas. Nieto ha demostrado ser el mejor observador de ese ritual tan abstracto, de ese orden tan inamovible.