Don Eduardo Federico “Skay” Beilinson cumple hoy 70 años. Una larga vida al rock and roll que merece ser contada, obvio. Evocada, festejada, revisitada. Ahí están sus fanas, por caso, que lo dicen –casi— todo de su presente, en la era de la comunicación directa. Son muchísimos. El piropo que más se repite, mientras lo ven tocar en una pantallita junto a Los Fakires --su banda actual-- es que sigue siendo “el corazón de Patricio Rey”. Pero hay otras alabanzas: que su rock es el genuino y puro; que la suya es “la” guitarra del rock argentino; que ella es como una espada. Y lo llaman cariñosamente “el flaco”, con todas las resonancias y connotaciones entrañables que tal palabra tiene para la historia del rock argentino. En las músicas "millennials" de Skay se han refugiado precisamente los acérrimos ricoteros, tal vez los apóstoles de una forma de vivir el rock que no admite deslices, fugas ni reveses.

No está nada mal entonces levantar una copa en su honor, tirando amarras firmes en el tramo que Skay recorre desde la disgregación de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, hasta hoy. Esto es casi todo lo que va del siglo XXI –de ahí lo de millennials, cabe aclarar-- que en cantidad de años suman casi tantos como los que duró Patricio Rey. Un devenir –tal-- que el mismo Skay llama “de solista con banda”, con la nada despreciable cantidad de siete discos publicados a la fecha, y uno por venir que ya mostró sus filosos dientes a través de varios temas de adelanto. Entre ellos “Un fugaz resplandor” y el más reciente “El candor de las bestias”.

Sostenido por Los Fakires, banda que naturalmente lleva su pulso, don Beilinson vive en la libertad profunda de no tener que compartir decisiones con nadie, más allá de las consabidas “horizontalidades” espontáneas, que producen los conciertos o los retoques finales de alguna que otra canción. El Skay maduro, el que se manifestó y se manifiesta entre los 50 y los 70 años, es entonces un músico aplomado, autoconciente y reverenciado, que de la necesidad hace una virtud en cada disco que graba, en cada show que encara, en cada composición.

Porque no hay que ser un experto en musicología para afirmar que no es de los más virtuosos. Pero que con los pocos ingredientes que usa, elabora exquisitos platos musicales. Sabrosísimos. Es más, si algo produjo el milenio en Skay fue precisamente el desarrollo autoconciente de un estilo único, emocional y contundente, sin la sombra genial del Indio Solari ocultando parte de ese brillo.

Despojado entonces de la presión que ejercían sobre su creatividad las exigencias grandilocuentes de Los Redondos –al menos de su tecnológica última etapa--; feliz por poder volver a juntar tres, cuatro músicos, comunicarlo boca a boca, subirse al escenario, enchufar la Gibson, contar 1, 2, 3 y tocar. Tocar en lugares medianos, chicos, grandes, donde sea. Y delegar, claro, porque Los Redondos no eran tales cuando él desaceleraba el latir de su guitarra, otra presión que lo mantenía ocupado, que no lo dejaba ser. En cambio ahora, primero con Los seguidores de la Diosa Kali y ahora con Los Fakires puede darse ese lujo en una paradoja: tocar, pero menos. Y toca menos porque canta más --sin el omnipresente Solari--, y canta más, porque compone más… tres instancias que se retroalimentan recíprocamente. De hecho, ha dicho más de una vez que, al separarse Los Redondos, “se sacó un peso de encima”.

Libertad y búsqueda se cuentan también entre las huellas que expresan sus días de hoy. Presente está esa sensación de verdadera libertad –si es que tal existe-- en varias composiciones propias de la era (“Abalorios”, inspirada en Juego de abalorios, el libro de Hesse, por caso). Presente está también en el let it be, que formulan temas como los folkies “Dragones” y “El viaje de las partículas”, o “La luna en Fez”, onírica pieza inspirada en un viaje a Marruecos, donde se deja manifestar con nitidez el aura orientaloide –también-- constitutiva de su ADN estético, incluso desde épocas pre-redondos, cuando veía en George Harrison su faro. Y más mojones, claro: el personalísimo blues que se traduce en piezas como “La pared rojo lacre” (del disco ¿Dónde vas?), “Canción de Cuna”, de La marca de Caín, o el “Boggart Blues”, del excelente Talismán. El rock austero, perenne en “Soldaditos de plomo”. Y así.

Todo esto viene a decir que, esencialmente, la larga vida al rock del guitarrista del sombrero puede ser contada más allá de su paso –también esencial, claro-- por Los Redondos. De aquella etapa a la que –superlógico-- será imposible no encenderle una vela al evocar los típicos acordes disminuidos que fueron parte de su búsqueda. A esas misas ricoteras inolvidables. A esos gloriosos, memorables e implacables riffs insertos como una daga de amor en los corazones desangelados. Los de “Yo caníbal”, “Todo un palo”, “Un ángel para tu soledad” o “Rock para el negro Atila”, bastan para que tengan, guarden y repartan.

También hubo un Skay que grabó un abrumador y estupendo disco junto a Alejandro Pensa en batería, y otro guitarrista de estilo inconfundible como Edelmiro Molinari, cuando Los Redondos iban por su parte pre-discográfica y multidisciplinaria –faltaban dos años para Gulp!--, en 1983. Se está hablando de Edelmiro y la galletita, claro.

Y además hubo un viaje iniciático a Londres –donde fumó hash por primera vez, y vio a Jimi Hendrix en vivo-- que retomó en temas como “En el camino”, o en el citado “Abalorios” (“Eramos tres, éramos cien, éramos el mundo entero”), en clara alusión al espíritu de aquellas épocas psicodélicas y bohemias platenses, entre actores, pintores y artesanos ultra independientes. Las de vivir en comunidad. Las de Diplodocum Red & Brown, cuya música fue la banda de sonido que le presentó a Carmen Castro, la Negra Poli, “la ondina curadora”, su compañera. Las de La Cofradía de la Flor Solar, banda en la que el cumpleañero militó cuando todo era casi nada, y él tenía parecidas intenciones a las de hoy: tener un campo en las afueras, para hacer la suya que siempre fue la misma: la búsqueda de la libertad, de cara a la naturaleza, con personas como él.

Esta es su historia. La historia de un hombre común a quien –tal vez como canta en “El sueño del jinete”— un día mirando el cielo “lo deslumbró una señal”.