“Sueño con el pasado que añoro,

el tiempo viejo que lloro

y que nunca volverá”,

Alfredo Le Pera “Cuesta abajo”.

Añadamos a estos versos del tangazo la reinterpretación de una cita célebre, atribuida a Karl Marx, acaso más añeja. Si la historia ocurre una vez como tragedia y luego se replica como farsa, la historia no se repite. He ahí la hipótesis central de esta nota, que reseña una crisis descomunal y (auto spoiler) no proporciona recetas aunque sugiere rumbos. El glorioso Estado benefactor entró en el pasado hace añares, jamás volverá. Ni tampoco el mercado de trabajo con niveles altísimos de empleo decente, de sindicalización y desocupación de un dígito que caracterizó a la Argentina y dignificó a la clase trabajadora durante más de 30 años.

Habituada a las crisis, nuestra sociedad atravesó algunas en simultáneo con el mundo, enriquecidas con color local: las de 1890 y de 1930 que hicieron rodar presidentes. La crisis de 2001, en cambio, fue autogenerada, ajena al resto del globo, consecuencia de la salida catastrófica de la convertibilidad.

La hecatombe financiera sistémica mundial de 2008-2009 transcurrió de otro modo; podría decirse antípoda del 2001. Encontró al país fortalecido, en pleno crecimiento, con liderazgos populares legitimados en las urnas por sus desempeños. El diluvio  llegó pero se enfrentó con políticas contracíclicas audaces. Los airbag más eficaces pasaron por robustecer “la caja” (estatización del sistema jubilatorio, réquiem para las AFJP) y la ampliación de derechos: la Asignación Universal por Hijo (AUH), entre otras medidas. Plata en las arcas del Estado y en el bolsillo de las Jefas de Hogar. La victoria global (y subsistente) de “los bancos” sobre las actividades productivas y sobre la gente común dañó a la Argentina aunque su gravedad se atemperó.

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La crisis generada por la pandemia es planetaria. Gracias al legado del expresidente Mauricio Macri se le añade en nuestro país la deuda impagable contraída con el Fondo Monetario Internacional (FMI). En esa contingencia cruel, es necesario combatir la desigualdad, mejorar las condiciones de vida de la mayoría de los argentinos, generar trabajo y garantizar ingresos dignos para millones. Promover algo que se daba por sentado hasta bien entrados los ’70: el que laburaba podía parar la olla.

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Durante 2021 crecieron el PBI y la recaudación impositiva. La creación de puestos de trabajo formal quedó por debajo de esas marcas. Y la redistribución del ingreso, en veremos. Con todo respeto, cuando el presidente Alberto Fernández afirma que hay que esperar a que el crecimiento “permee” hacia los sectores más humildes habla de una secuencia imposible. 

Hace menos de dos años, una medida transitoria valiosa, el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) desnudó el mapa de los carenciados en Argentina tanto como la penuria de las capacidades estatales. Nadie predijo la tremenda cantidad de personas necesitadas, de una amplia gama social: de clase media hacia abajo. La prematura falla de diagnóstico, opina este escriba, se prolonga hoy cuando se persiguen soluciones más estables de otro rango que el IFE, un salvavidas que duró poco.

El mercado de trabajo es fragmentario y heterogéneo, como en casi todo el planeta. El capitalismo del siglo XXI mejora las ganancias empresarias y la plusvalía (con perdón de la palabra) sin crear masivamente puestos de trabajo. La dinámica financiera y la capacidad tecnológica reducen la necesidad de mano de obra, tanto en materia productiva (con contadas excepciones como puede ser, hasta un punto, la construcción) como en las ramas de servicios.

Suponer que la clase trabajadora se segmenta (como antaño) entre formales, informales y desocupados, subestima los pliegues de la estructura social. Van algunos ejemplos, que no agotan la lista. El variopinto universo de la economía popular. Los cuentapropistas o profesionales autónomos. Las cooperativas de laburantes, con o sin asistencia estatal. El pluriempleo, aún de los registrados (que precisan dos o más conchabos para sobrevivir). El autoempleo. La itinerante trayectoria de jóvenes que pueden pasar en lapsos cortos de ser formales (a prueba, shoteables en tres meses) a informales. O de rotar por deseo propio en procura de horizontes mejores en ciertas áreas privilegiadas y (ay) escasas. Y, ojo al piojo, una caterva de etcéteras.

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La historia no se repite en calco pero deja enseñanzas, alecciona. El presidente Néstor Kirchner multiplicó sus votos mediante políticas laborales clásicas, con intensa intervención pro operaria y pro sindical. Paritarias en alza, tutela a los gremios, Consejo del Salario, prohibición de despidos en la peor coyuntura. Estado presente y jamás neutral. Con ese capital, construyó doce años de continuidad democrática. Para cimentarlo fue preciso enriquecer el paradigma laboral-desarrollista inicial durante el primer mandato de Cristina Fernández de Kirchner. Se produjo un salto cualitativo al amplísimo piso de protección social que Macri recibió, que intentó serruchar y que lo sobrevivió aunque horadado y con prestaciones menos dignas, a valores constantes.

La gestión de Alberto Fernández confía en sostener el alto crecimiento de 2021. Y en elevar el gasto social algo por debajo del aumento del PBI, como se escribió en esta columna el domingo pasado. Aun esperando que se sostenga la reactivación (en porcentuales menores al año pasado) la mera dinámica de la recuperación no redistribuirá la riqueza. Para eso serán necesarias nuevas políticas o rediseño de las instituciones actuales, la AUH a la cabeza pero no sola. Esa disyuntiva habilita un debate posible que esta nota deja para los entendidos o para más adelante.

El Salario Básico Universal es propuesto por por la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP) y las dos CTA, entre otros. Hay variaciones entre las iniciativas y hay polémicas sobre cómo fondearlas. Las jerarquiza la existencia de necesidades que son derechos. Trabajadores con empleo formal, sin él, cuentapropistas, laburantes de la economía popular, etc. (un conjunto que transita zonas grises, para nada tabicadas ni estáticas) comparten la dificultad o la imposibilidad de llegar a fin de mes. Las convenciones colectivas con aumentos sobre la inflación son minoría. El pase al empleo digno es lento, no llega a millones de necesitados

El cambio de paradigma es imprescindible y exige un grado de creatividad… complicado en un tsunami de urgencias.

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La pandemia acentuó desigualdades. Lo resalta, entre tantos, el intelectual italiano Enzo Traverso. Las muertes, los contagios, las carencias para repechar las restricciones, las caídas económicas castigaron más a continentes o subcontinentes (África y América del Sur), a ciertos países, a determinadas clases sociales. 

La “lucha contra la pobreza” es un slogan primitivo y sectario, originado en el dialecto dominante. La pugna por la redistribución es, tiene que ser, otra cosa. La riqueza ostentosa y excesiva también debe ponerse en cuestión. Asumir la conflictividad como clave para una salida económica nacional popular, de sesgo progresivo, es un desafío clave para los años venideros. Otro día la seguimos.

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