Ver, escuchar o leer para creer. Hacia el crepúsculo del primer domingo de febrero de 1982, tras una buena versión de “El mendigo en el andén”, David Lebón se sentó al piano para encarar una balada (“María Navidad”), promediando el concierto de Serú Girán en la tercera edición del Festival de La Falda. Y en eso estaba cuando una botella impactó de lleno en la parte de atrás del instrumento. La reacción del “ruso” por supuesto no se hizo esperar: “siento mucho que todavía haya seres que tengan como esa agresión en el alma, ¿entienden?, porque, escuchenmé, porque quién sabe cuándo este mundo se va a partir en cuatro pedazos, y si no disfrutamos un poco de amor, entienden, un poco de amor entre todos, es una cagada, loco, una cagada”, dijo literal. Acto seguido se plantó su coequiper Charly García, que otro año rogaría no morir ahí: “Comparto todo lo que dice mi hermano (…)”, lanzó al cuarto whisky y con las manos en las teclas, ante los francotiradores de botellas, monedas y piedras, que encima peleaban entre ellos. Y siguió: “Sé que por cada diez tipos que están bien hay uno que tira cosas. Si ustedes están al lado de un tipo que tira cosas, díganle que se vaya (…) no puedo tocar con botellazos en la cara (…) no sean policías, loco, ¿ok?” Luego, la respuesta musical fue contundente: “Inconsciente colectivo”.

A los remozados Abuelos de la Nada, otro de los grupos fuertes del evento, no les fue mejor en aquel mítico La Falda. Menudo recibimiento le dieron a Miguel Abuelo, que volvía a su tierra tras un largo peregrinar por Europa. Al mes de haber asombrado a tres mil personas en el Festival Pan Caliente, o de ser bien recibido en bares under como el Latino, una subespecie de violencia hippie --“en retirada”, según García-- no solo embistió contra su físico, sino que también se burló de esas formas “desfachatadas” que tenía Miguel de menear las caderas, y disfrutar la vida que traía desde Ibiza. La diferencia estuvo en el estilo de la reacción. Menos diplomático que Lebón, Gustavo Bazterrica se mandó visceral. “Son unos pelotudos”, grito desde la escena, mientras sonaba “Guindilla ardiente”. Tras el recital, Abuelo justificó la violencia “del firestonaje” bajo el efecto de la represión estructural que se vivía en el país.

Como fuere, lo que se cumple este sábado son cuarenta años de esos tres días de rockeros tirando piedras, basura, botellas y monedas a rockeros. Otro país, casi. Otra cosa. Algo impensado, al borde de lo increíble, sobre todo para quien no pinte canas de 40 para arriba. Para quien no lea entre líneas que ese festival –legendario, ya-- venía pujando, dadas sierras, lagos, carpas y verde bosque, por convertirse en un Woodstock a escala criolla, algo que luego se plasmaría años después en Cosquín.

Alguito estaba dado para ello. Los pibes tenían pelo largo y símbolos de la paz. Las pibas, largas chalinas. Y todos parecían rockeros, cuando el género configuraba algo así como una identidad, un lazo de pertenencia a algo. Pero un rockero no atenta contra los suyos. Mucho menos si existe el riesgo de romperle la cabeza a alguno. Eso no había pasado en Woodstock, y si pasó en Altamont fue porque los Hells Angels no eran rockeros, eran racistas.

Pero también se cumplen cuarenta velas de un gran festival de música, casi pionero para el movimiento de rock en la Argentina. Un brazo darían muchos hoy por ver y escuchar al mejor Serú en uno de sus últimos conciertos. No puede decirse que la rompió --como sí ocurriría mes redondo después, en el concierto despedida de Obras-- pero algo tocaron Oscar Moro, García, Pedro Aznar y Lebón, aquel domingo. A Los Abuelos, en cambio, los habrán querido agredir por no soportar la diversión que proponía esa cosa medio latinosa, medio funky, medio pop que precisamente enamoraría a Charly, al punto de convertirlo en productor del epónimo disco debut de la nueva formación de Miguel, tracción a temas como “En la cama o en el suelo”, o “Ir a más”.

No tan mal la pasaron Pedro y Pablo, que en ese momento se presentaban como Cantilo-Durietz –Miguel se tomó revancha, tras lo mal que lo habían tratado el año anterior, con Punch-- y Juan Carlos Baglietto, solista en trance de crecimiento vertiginoso, que en tres meses terminaría llenando Obras. Tan sorprendente fue lo del rosarino que, aún sin disco en la calle, el público terminó cantando el bis de “De regreso Mirta”, con él y casi por accidente, dado que la cantó para esperar a que llegara el dúo, que se había retrasado en la ruta. Fueron ambos atracción principal para las quince mil personas –cinco veces más que la edición anterior-- que concitó el festival, entre el viernes 5 y el domingo 7 de febrero de 1982.

También lo fueron León Gieco y Raúl Porchetto, que calmaron a las fieras el primer día, tras el percance con los Abuelos. Fue la noche en que tronaron las sierras con una atronadora versión de “Pensar en nada” –que incluyó a Charly-- en apoteósica presentación en público del pogo más grande del mundo, antes de que apareciera “Jijiji”. El viernes subió también Gustavo Montesano, el ex Crucis, que se alistaba en la saga de “músicos de rock sinfónico que se pasaban al pop para no caer en el ostracismo”, y mostraba temas de un disco solista sin mucha trascendencia. También fueron parte Litto Nebbia y los Músicos del Centro, La Fuente y los Riff a quienes –según Vitico-- mandaron parar en una casa en medio de una montaña, por “inadaptados”.

Vaya paradoja.