Desde Berlín

La novela erótica Josefine Mutzenbacher o la historia de una prostituta vienesa contada por sí misma se publicó de forma anónima en Austria en 1906. En una época de fuertes tabúes sexuales, el libro fue leído por varias generaciones de habla alemana como una obra de carácter casi didáctico. Lo que esos lectores ignoraban era que el texto –oficialmente prohibido hasta 1968 y considerado perjudicial para la juventud hasta 2017- fue atribuido más tarde a Felix Salten, el escritor austro-húngaro autor de la novela Bambi, inspiradora de una de las películas más exitosas y recordadas de Walt Disney. Más de un siglo después de su publicación original, la documentalista austríaca Ruth Beckermann (Viena, 1952) acaba de estrenar en la sección Encounters de la Berlinale su extraordinaria película titulada Mutzenbacher, una fantasía masculina, que le da una vuelta de tuerca muy particular a ese “retrato procaz de la sexualidad infantil que continúa provocando controversia hasta nuestros días”, como señala la introducción del film. Introducción que también da cuenta de que la novela –publicada en castellano, cuándo no, por la colección de literatura erótica La sonrisa vertical de Tusquets, que creó y dirigió el cineasta español Luis García Berlanga- “es reconocida mundialmente como una obra mayor de la literatura pornográfica”.

¿Y qué es lo que hizo en Mutzenbacher la directora austríaca, que estuvo en el Bafici 2012 acompañando una retrospectiva de su obra y que aquí mismo en la Berlinale deslumbró con joyas como Los soñados (2016), sobre el amor prohibido entre los poetas Ingeborg Bachmann y Paul Celan, y El vals de Waldheim (2018), sobre el pasado nazi del carismático presidente de las Naciones Unidas en la década del ’70? Algo muy sencillo, pero también muy inteligente y hasta subversivo incluso. Volvió a tomar el texto, organizó una convocatoria de hombres de 18 a 90 años, eligió a unos cuántos, en gran parte de mediana edad y adultos mayores, quienes seguramente ya conocían la novela, y les hizo leer a cámara, en un set casi vacío, algunos pasajes, para que luego pudieran reflexionar o al menos reaccionar sobre lo que acababan de leer.

El hecho de que la novela, probablemente escrita por el autor de Bambi, se regodee en la gozosa iniciación sexual de esta prostituta cuando todavía era una niña, ya propone de por sí una situación incómoda, por decir lo menos. Una incomodidad con la que Beckermann cuenta, para ir extrayendo con una maestría mayéutica las más diversas reacciones –desde el rechazo hasta la celebración- de los hombres a quienes ella tiene delante de cámara y a los que muy discretamente interroga desde un constante fuera de campo, con una voz neutra, tenue incluso, pero no por ello menos poderosa.

Que casi el único elemento de utilería del film en ese set vacío sea un portentoso, sensual diván de comienzos del siglo pasado, donde Beckermann sienta a sus “pacientes”, remite sin duda a las fantasías eróticas pero también a la práctica psicoanálitica. La propia directora recordó aquí en Berlín que la novela anónima se publicó apenas un año después de la primera edición de los Tres ensayos de teoría sexual (1905): “Freud fue el primero en desarrollar el concepto de sexualidad infantil y en describirla. Hoy en día, la sexualidad infantil es un tema tabú discutido exclusivamente en relación con el abuso y los niños son controlados en una medida mucho mayor: en el pasado no estaban protegidos, pero también tenían más libertad”.

Mutzenbacher

En términos estrictamente cinematográficos, Beckermann trabaja con el único espacio que ella se impuso –seguramente empujada por el confinamiento pandémico- del modo más variado posible, con una estructura casi musical, se diría. En ese diván hay solistas, hay dúos a quienes la directora les pide que lean –que interpreten- cada uno un personaje (el de Mutzenbacher uno y el de su partenaire sexual el otro), y también hay escenas corales, donde ya fuera del sofá una masa de hombres repite las palabras más obscenas del texto a plena voz, guiados por un corifeo, responsabilidad que Beckermann confía al hombre que admite haber sido consciente de su sexualidad más tempranamente, a los 3 años, y que es el más desinhibido de todo el grupo.

Sin embargo, quien dirige férreamente al conjunto, por encima incluso del corifeo, es la propia Beckermann, que sin duda disfruta de tener a su disposición a todos esos hombres frente a su cámara, pidiéndoles que hagan lo que ella sugiere de modo siempre amable pero también sin concesiones. Nunca la vemos pero su presencia es determinante. Ella es la directora y por lo tanto quien tiene el poder sobre esos hombres, quien los elige, los mira y los admira. Y también los interpela.

“Me pareció una situación muy placentera”, reconoció Beckermann aquí en Berlín. “Hice lo que los hombres han estado haciendo con las mujeres durante siglos. Por supuesto, cuando se me ocurrió la idea del diván, también estaba pensando en los famosos castings en el sofá para la ópera o el cine, donde las mujeres jóvenes posan y se presentan para seducir a los directores varones, que a menudo explotan la situación. Es por eso también que está ese sofá absurdo en mi película: hay una inversión de los roles de poder. Me divertían particularmente las escenas del coro, la sensación de que un centenar de hombres están haciendo lo que una mujer quiere, y todo en esta situación tan irónica”.

La singularidad del film de Beckermann, su nobleza intrínseca, es que nunca estigmatiza ni se burla de ninguno de sus entrevistados, por distintas que sean las reacciones al texto. A todos los escucha y los contempla con atención, con curiosidad y con afecto incluso, como a ese sexagenario del final, tan burgués y tan bien plantado, aparentemente muy seguro de que no va a ceder al influjo del texto y a quien ella va guiando de manera tal que consigue una de las mejores interpretaciones del conjunto. “¿Vio que lo hizo muy bien?”, le dice desde el off Beckermann, mientras el hombre no tiene más remedio que admitirlo con una sonrisa tímida pero generosa, casi agradecida.