Escribir sobre Ure siempre sonará a poco excesivo. Puedo imaginar su expresión socarrona, su gambeta ante el juicio, su inteligente y lúcida movilidad ante cualquier intento de clasificación. Más ahora que se permitió morirse, ocupar ese “lugar” del que tanto habló, escribió, dirigió.

Me quedan imborrables sus trabajos escénicos, aquellos que pude ver: Telarañas, Puesta en claro, El padre, Antígona, El campo, Los invertidos, En familia, Noche de reyes. Me quedan sus reflexiones político-culturales sobre teatro, en especial las contenidas en dos libros extraordinarios, Sacate la careta y Ponete el antifaz, reflexiones de una potencia poética, de un bagaje teórico, de una desmesura intelectual, de una “teatralidad” en su escritura que los convierten en un bastión inexpugnable entre tanto carretaje y entretenimiento pueril.

En 1989 compartimos unos días en Montevideo en el viejo hotel Carrasco donde nos alojábamos los participantes de la muestra Inter de Teatro. Él dirigía Mal de padre, con Federico Luppi, Emilia Mazer y Norberto Díaz; nosotros, María José Gabin, Audivert y Vigiano, participábamos con Postales argentinas. En las noches, al regresar de las funciones, nos quedábamos conversando horas en el bar del hotel. Era un conversador infatigable, lúcido y mordaz. 

Hubo también dos noches de racha en el casino del Parque Rodó jugando ruleta, asociando números con figuras del medio teatral, riendo a carcajadas. Ure te permitía algo casi imposible: reírte de tu propia maldad y no ser cínico ni botón.

Ha muerto Ure, el más importante director de teatro de Argentina.