Recuerdos que llegan como ramalazos sobre la obra de Alberto Ure. La primera que vi, Atendiendo al Señor Sloane, de Joe Orton: Tato Pavlovsky, Jorge Mayor, tan poderosas presencias. Tan restallantes. La fragilidad del viejo Tacholas. Esa violencia desopilante ya estaba presente. Era irresistible. Después a Hedda Gabler, de  Ibsen, el rojo y negro en el espacio y vestuario, como una cita de Stendhal. Luis Politti/Logbord, metiéndose debajo de las faldas de Norma Aleandro/Hedda. Muy, muy inquietante. El campo, de Griselda Gambaro, en el Teatro Cervantes. La escenografía era una gran mano que aparecía arriba, a derecha del espectador y sostenía un inmenso plano de un campo que ocupaba el fondo y el piso del escenario. Todos sabíamos o creíamos que era La Perla, de Córdoba. Había grandes megáfonos por donde los espectadores escuchábamos a Gardel durante toda la obra. Como ocurría en los campos de concentración reales donde ponían música muy fuerte para tapar los gritos de los torturados. Y al final de la obra, se escucha a Gardel cantando el tango Silencio y al llegar a “Peligra la Patria”, se raya y se queda Gardel repitiendo: “Peligra la Patria”, “Peligra la Patria”, “Peligra la Patria...”. Estremecedor.

Luego llegó mi trabajo con él. Fueron cuatro obras que produjimos, ensayamos muchísimo tiempo y estrenamos. No habría sido posible hacerlas sobre fondo de otra situación que no fuera la democracia. El primer proyecto fueron los Ensayos Públicos de Puesta en claro de Griselda Gambaro, con Ure dirigiéndonos, en vivo. Con su técnica de improvisación hacíamos variaciones sobre escenas de la obra y también sobre escenas que habíamos inventado nosotros improvisando. La obra trata sobre una mujer ciega que es engañada por un falso médico, que la opera para que recupere la visión, le propone matrimonio, le ofrece una falsa familia, en la que los supuestos hijos la violan, la someten. Nunca hice nada tan salvaje en teatro. Después, en un sótano, el sótano del Teatro Payró hicimos el texto de la obra de  Griselda. No era difícil imaginar que esa mujer ciega era la justicia o la patria y que esos hombres eran el poder siniestro del terrorismo de Estado, las bandas paramilitares de violadores y saqueadores. El espacio, diseñado por Juan José Cambre, colocaba al público en un largo banco alrededor del cual los actores construíamos una acción envolvente de una violencia y una comicidad enloquecida. Curiosamente, la crítica nos insultó casi por unanimidad. No éramos bien pensantes ni políticamente correctos. También tuvimos grandes fans.

Después hicimos El padre, de August Strindberg. Con este espectáculo empezó El Excéntrico de la 18 mi teatro, a quien Ure bautizó con ese nombre y que está cumpliendo treinta años. La obra fue actuada solo por mujeres, en un mundo erotizado, sosteniendo sus roles femeninos y masculinos. Yo era El Padre, vestida con un ropaje de chiffon, tacos aguja y labios muy rojos. Los elencos estallaban. Nunca ensayé tantos reemplazos en toda mi vida. Era un paisaje de mujeres muy femeninas en un mundo sin hombres. Una pesadilla. En el público se generaba una poética de transgresión y una mirada tan desolada y perversa que los hombres salían totalmente deprimidos y las mujeres recontra angustiadas.

Luego Antígona, de Sófocles. Con traducción de Ure y Elisa Carnelli, su esposa, traductora de griego ático. Fue una versión militarizada en plena época de los carapintadas. Era casi imposible no asociar la decisión de Antígona de enterrar a su hermano contra las leyes de la ciudad, con los equipos de antropología forense que encontraban cadáveres todo el tiempo, sobre el trágico fondo de los treinta mil desaparecidos, que ya eran una realidad insoslayable. 

La última fue Los invertidos, de José González Castillo, dramaturgo anarquista, poeta del tango, padre del gran Cátulo. Cuando la Compañía Muiño/Alippi/Blanca Podestá, la estrenó en Buenos Aires, el intendente de turno, un Anchorena, la prohibió. La hicimos con enorme éxito de público. Ganamos muchos premios pero esta obra recibió también la curiosa condena de la crítica teatral, que interpretó la hipocresía de la oligarquía argentina para reprimir la homosexualidad como una condena a la misma. Recuerdo que Ure escribió unas líneas muy graciosas diciendo que era como si la Embajada de Dinamarca elevara una protesta al gobierno de Inglaterra porque Hamlet dice que “algo huele a podrido en Dinamarca”.

El teatro a veces construye poéticas, metáforas, ficciones reveladoras. No siempre el público, la crítica, las estéticas domesticadas reciben, aprueban, reconocen ese poder extraordinario de poner en escena lo que nadie quiere ver. Eso hacía Ure con sus obras.

En las próximas navidades se habrían cumplido veinte años desde el ACV que dejó a Ure fuera de la cancha. Yo llegué a estar segura de que no se iba a morir nunca y me parece que él tardó tanto en partir de tanto miedo que le tenía a la muerte. Una resistencia de más de diecinueve años. Extraordinaria. Un peleador de fondo. Tanto dolor.

Queda su palabra. Su voz. Sus obras. Sus escritos. Los ramalazos que nos atravesaron a los que vimos su teatro, a los que trabajamos con él, los que lo leímos y los que lo seguiremos leyendo. Ure fue un francotirador que nos apuntaba al corazón.