Un buen día, Kendrick Lamar sale a caminar y se cruza con una mujer ciega. Frustrada, busca a tientas algo que se le cayó sobre la vereda. Después de observarla, se acerca para darle una mano y le dice que parece haber perdido algo. “Oh, sí, perdiste algo… Lo que perdiste es la vida”, contesta la mujer. Y, acto seguido, le dispara. Narrada en primera persona, la breve y dramática historia abre Damn, el último discazo del rapero. El tema se titula “Blood” y, sobre una orquestación mínima, el productor Bekon repite en el coro: “¿Esto es maldad o debilidad? Vos decidís si vas a vivir o vas a morir”. Hay una resonancia a parábola bíblica en el aire, un elemento frecuenta en la obra de Lamar: la religión. Pero todo concluye con el audio de Fox News en el que se lo enjuicia en pocos segundos por la letra de “Alright”, de To Pimp A Butterfly (2015), su celebrado álbum anterior.

   La maldición de la que habla Damn vuelve, una y otra vez, sobre el mismo episodio. En la ceremonia de los BET Awards de 2015, antes de recibir el premio al Mejor Artista Masculino de Hip Hop, Lamar arremetió con una incendiaria versión de “Alright”: parado sobre un patrullero, con una bandera gigante de Estados Unidos hecha jirones y rodeado por una coreografía de barrio bajo, descargó con rabia esas líneas que le declaran su odio a la policía y protestan contra los abusos sufridos por la población afroamericana. Fue la mecha que encendió la condena mediática de Fox News, la conservadora señal que vuelve a emerger en las rimas letales del segundo tema del álbum, “DNA”. Y también en el tercero, “Yah”, que ahonda en las consecuencias íntimas de la controversia pública. “¡Ese es el tío Kendrick!”, describe la reacción de su pequeña sobrina al reconocerlo en el marco del noticiero.

   El hecho luego se diluye en la progresión del disco y no alcanza a darle unidad argumental al abanico de letras que lo integran. Pero funciona como el disparador del vía crucis de Lamar, en un trabajo que se puede escuchar como una descarnada descripción de las cicatrices que lo tatuaron en su camino a la fama. En medio de su vertiginoso ascenso al firmamento de la música actual, el rapero estrella teme perderlo todo: familia, pareja, amigos. Y esa sería la maldición, el precio a pagar; aunque ‘damn’ también puede entenderse de a ratos como una exclamación o un insulto. To Pimp A Butterfly giraba sobre la idea de cambiar el mundo y de las cosas que podemos hacer para acercarnos a ese objetivo. Damn está más basado en la idea de que no puedo intentar cambiar el mundo si antes no trato de cambiarme a mí mismo”, le explicó al DJ y conductor Zane Lowe en Beats 1, un programa de Apple Music. “Entonces escuchás en el disco canciones como ‘Pride’, ‘Humble’, ‘Lust’, ‘Love’: son todas emociones humanas”, dice el cantante, refiriéndose a orgullo, humildad, deseo y amor, respectivamente. “Y ahí estoy yo mirándome en el espejo, tratando de lidiar con ellas”.

   En este momento de su carrera, Lamar se convirtió en un foco de atención para los medios masivos. Tal vez por la clase de striptease emocional que despliega, pero también porque venía de trascender la geografía del hip hop para conquistar el continente más vasto del pop, Damn remite de alguna manera a The Marshall Mathers LP, el disco en el que Eminem problematiza los miedos, traumas, obsesiones y miserias de una flamante celebridad del rap. En la mencionada entrevista, de hecho, Lamar describe cuáles eran sus modelos a imitar cuando ensayaba sus primeras rimas en el garaje de su casa en Compton, California. “Mis letras, mi flow, todo sonaba a Jay C y a Eminem: fueron mis grandes influencias”, afirma. Del segundo, agrega, admira “la forma en que manipula las palabras en su escritura, las usa sin que necesariamente rimen”. Otro elemento en común con el tipo que creó un alter ego a su imagen y semejanza y lo bautizó Slim Shady.

   Entre la impronta modernista y la alta factura de las programaciones de Good Kid, M.A.A.D. City (2012) y los arreglos suntuosos, ornamentales del más reciente To Pimp A Butterfly, Lamar no oculta su simpatía por el crossover en Damn. La lista de invitados se nutre de exponentes del rap contemporáneo, pero también incluye a artistas como Rihanna y U2. Y el resultado de cada encuentro en el estudio difiere según la química de los protagonistas. En el caso de los irlandeses, el fruto de su aporte en “XXX” queda reducido a la base casi jazzera que sostiene el desenlace de la pieza y al coro fantasmal en el que Bono le canta a Estados Unidos: “No es un lugar/ Este país es para mí el sonido del drum and bass”. La colaboración con Rihanna, en cambio, tiene la consistencia de un verdadero diálogo. Juntos logran que el título del tema, “Loyalty”, macere su dulzura a pura repetición, hasta convertirlo en un caramelo pop. “Es difícil ser humilde”, dicen a coro, a modo de cierre. Y no suenan arrogantes.

La humildad aparece tematizada unos minutos más tarde en “Humble”, pero en un sentido particular: es la actitud que, envuelto en una programación maquinal y agresiva, les demanda a sus oyentes y también a sus potenciales competidores. Después de todo, el hombre no tiene problemas en confesar públicamente que se considera a sí mismo el mejor en lo que hace. Y una buena parte del público y la crítica le dan la razón. De la misma manera que, cada uno en su momento, artistas como Outkast o Kanye West alcanzaron la cima del hip hop y se apropiaron del centro de la escena mainstream, la hora de Kendrick Lamar parece haber llegado. Y mientras disfruta de las riquezas de ese reino en el que pisa cada vez más fuerte con Damn, se resiste a bajar la guardia y lucha con todo su talento para que su propio mundo no se derrumbe bajo el peso de una corona.