Prepara café en la cafetera de aluminio, una cafetera baqueteada. Tan baqueteada como yo, piensa, y dispone el filtro oscuro que necesita ser cambiado. Alrededor de la cabaña, afuera, despierta la mañana y se oyen los primeros trinos del bosque. Tendrá que preparar mucho café. Necesita mucho café esta mañana porque anoche bebió de más. Y bebió de más porque ayer murió Cohen. Tal vez bebió de menos, se dice. Es que cuando muere un poeta hay palabras que desaparecen del mundo porque desaparece el modo que tenía el poeta de decirlas, piensa. Si la ausencia presente duele es porque uno sabe que va a olvidar. Nadie soporta vivir eternamente en una ausencia. La vida tiene sus reglas y son de olvido. Todo lo que piensa esta mañana tiene que ver con la ausencia, esa clase de ausencia que es también su ausencia, la de ella. Cómo explicarle que Cohen era un amigo, que estuvo con él en batallas y derrotas (suena un poco patético y autocompasivo dicho así, pero es así). Cohen lo acompañó siempre, pero más en las derrotas. Lo vio en un monasterio zen, viejo, rapado y sabio. Lo que decía, hablaba del amor. Con esa voz ronca que se imponía sin violencia. Porque en vez de violencia predicaba aceptación y desapego. No era del amor a un cuerpo de lo que hablaba, pero se trataba de amar, decía. El amor puede estar en todas partes si está en uno, decía. Pero no siempre sucedía porque a veces el amor se llama soledad, igual que esta mañana en que la ausencia se llama ella, ella que no está aquí, en la cabaña, mientras él prepara café en la cafetera baqueteada que a ella le gusta. En la mañana temprano el café huele a rescate. Por la ventana entran el perfume del bosque y los trinos. Para mitigar la ausencia, o quizá porque no está del todo solo, sirve dos tazas.