Se está cocinando una nueva enfermedad. La enfermedad de saberlo todo, de sufrir por todo, de ser consumidor de todo lo que hay en la tierra, de tener que tomar posición sobre todo, de creer que todo accidente, meme o protesta nos incumbe.

Y saltamos cada día de la cama porque en Alaska nos necesitaran para salvar de la extinción al oso bayo (suponiendo que exista) o hay un incendio en Australia que puede destruir… Australia. No importa. El oso y Australia nos necesitan y allá vamos, a salvarlos en nuestros corazones, a calmar nuestras culpas, a intentar ser dignos de ser llamados humanos.

Los síntomas de esta nueva enfermedad son también sobredimensionados. Una angustia infinita, un dolor grande como la tierra, una pena que no tiene paz, un dolor equivalente al de ocho mil millones de personas (quizá un poco menos porque negros, árabes y semejantes califican menos).

Seremos émulos imperfectos del Funes de Borges, el memorioso, el que luego de despertar de la caída que lo dejó tullido encontró que “el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido”. El que sabía la hora sin reloj y sin mirar el cielo. El que era capaz de reconstruir a la perfección un día entero, “pero cada reconstrucción había requerido un día entero”. El que (atención) había aprendido un montón de idiomas, pero “no era muy capaz de pensar”.

Porque cuando uno es militante de todo, es militante de nada. Confunde el dolor de un japonés al que se murió el perro con el del vecino que está a punto de perder su casa. Es perder de vista al hermano para ocuparse de un extraño. Será el mundo ideal de los quejosos y de los victimizados seriales, que siempre tendrán motivos para ser infelices y contagiarnos infelicidad.

Ese hombre hipermoderno será tantas cosas que no será nada. Hoy ucraniano, mañana parisino, pasado negro (esto un poco menos). Sentirá caer las bombas rusas sobre su cabeza argentina, las explosiones de los atentados en Europa le sonarán en sus pies de gaucho, y sufrirá el ahogo de los negros cuando se les hunde la patera (esto un poco menos, o nada).

Así, dejará de ser totalmente argentino para ser un títere.

Quizá no sea mal nombre para esta enfermedad que acabo de descubrir: la titerofilia.

Ese títere les hará el caldo gordo a los enemigos del país, a los que combaten el amor a la tierra y odian a los que defienden a la familia y a los suyos. El títere será de la patria de Facebook o de Tik Tok, obedecerá a otros padres (a otros políticos, seguro, eso ya es muy evidente), que viven en otros países, o en la Luna, que tantos poemas inspiró, cuando un puñado de ricos la compren y hagan el country más exclusivo de todos, que no ya no generará poemas sino exclusión y resentimiento.

Ustedes dirán que yo exagero cuando en realidad creo que me quedo corto. Si ya no corremos para estar al día con las cosas. Ahora las cosas nos corren a nosotros. Y nos alcanzan, siempre. Nos invade el mundo a través de la tele, del teléfono, desde la radio del taxi, por los comentarios en la parada del colectivo o las pantallas de publicidad que ponen en las esquinas. Nunca hubo tanta gente preocupada por cosas tan ajenas, lejanas, improbables, a veces insignificantes.

Curiosamente, la cura es caer en una cierta forma de ignorancia. No de la ignorancia de los que repiten como giles, sino de la ignorancia de darle la espalda a la modernidad y a las cosas que están más allá de lo razonable. La ignorancia del que es capaz de no preocuparse por un incendio en… Australia porque tiene que ayudar a su vecina a cruzar la calle.

Debe ser la forma hipermoderna de enfermarse: enfermarse de una cosa para no enfermarse tanto de otra. Pero cada vez es más difícil porque las nuevas generaciones vienen con el virus en el ADN y es cuestión de tiempo de que ese virus se manifieste y gane. Además, ¿no es tierno ese oso bayo que corre peligro de extinguirse?

¿Adónde nos llevará esto? Si yo lo supiera ya estaría inventando la cura, volviéndome millonario, comprando la Luna y construyendo un country para envidia de todos.

Cuando digo de todos, digo de todos. Porque el lado bueno de la enfermedad es que anula (un poco) las clases sociales. Nos enfermamos (casi) todos por igual. Todos sabemos lo mismo. Todos sufrimos más o menos por las mismas cosas.

La globalización tan mentada nos tenía preparado este regalito. No era solamente la omnipresencia de las multinacionales ni que todos deseáramos los mismos jeans. Era también que, como Funes, todos asistiéramos a un “presente casi intolerable de tan rico y tan nítido” y que no seamos “muy capaces de pensar”.

No se sabe aún si se puede morir de esta enfermedad. Quizá el chiste es que no te mata, por el contrario, te necesita vivo la mayor cantidad de tiempo posible para que ejerzas de títere, consumas y contagies.

Hablando de títeres, ¿los titiriteros también sufrirán esta enfermedad? Porque ya se sabe que si hay títeres hay titiriteros. Es probable que sean de esos que se dicen “no consumas las porquerías que vendes”.

Quizá están tan ocupados organizando guerras y masacres y cargándose el mundo que no tienen tiempo ni para mirar los teléfonos ni para andar ocupándose de los osos bayos ni para ver cómo anda ese promocionado incendio en… Australia.

[email protected]