La muerte y la primavera son inseparables en el mito desde que Perséfone, la hija de Zeus, salió a recoger flores con sus amigas, sus hermanas, algunas ninfas. Se menciona un lirio, quizá amarillo o lila, brillante entre la hierba; en otras versiones, estaba a punto de tomar un narciso blanco cuando Hades, su tío y dios del Infierno, la raptó. Se abrió una grieta a los pies de la joven y él la tomó y la hizo desaparecer. Hacía tiempo que la espiaba, que la veía allá arriba, con los pies en la tierra, bajo el sol; la deseaba con locura.

La madre de Perséfone, Deméter, diosa de la fertilidad y el trigo, se desesperó. El rapto sucedió cuando ella no estaba presente: de todos modos, no podría haberlo evitado porque de seguro se hizo con la complicidad de Zeus, hermano de Hades. Pero eso no le impidió buscarla por todas partes y en esos tristes viajes, algunos muy largos, la tierra se volvió estéril. Tanto que Zeus, al ver el desastre, se arrepintió de su ayuda y le pidió a Hades devolver a Perséfone. Pero, más allá de las intenciones del dios infernal enamorado, el retorno de la joven ya era imposible: Perséfone había comido una granada en el Inframundo, no se sabe si por gusto o tentada por su raptor. En cualquier caso, ingerir cualquier fruto del mundo de los muertos implica quedar atrapado en la oscuridad para siempre. Zeus, sin embargo, seguía siendo el dios más importante del Olimpo y negoció con su hermano: Perséfone pasaría parte del año junto a Hades y otra parte fuera, bajo el sol, con su madre, esto si Deméter prometía volver a su función de darle fertilidad al mundo. La madre accedió y volvieron las flores y el trigo.

La primavera nace en este rapto y esta muerte simbólica. Cuando Perséfone fue atrapada, las flores murieron, de tristeza y en solidaridad con Deméter. Pero cuando regresó, renacieron como explosiones de color. Con el retorno de Perséfone aparece el círculo de las estaciones. Cuando emerge de la muerte, llega a la primavera. Cuando se va, sobreviviene de a poco el invierno.

Si consta o no en cartas o documentos no es importante, pero es casi seguro que Mercè Rodoreda, nacida en Cataluña en 1908, tuvo en cuenta el mito cuando tituló así su novela sobre la naturaleza y la muerte, sobre las flores y el musgo y las telarañas que son belleza y cementerio, cuando eligió las palabras de esta fábula o distopía o fantasy oscuro o fantástico a secas o gótico de posguerra o tantos rótulos que pueden proponerse para una novela indescifrable y sombría, de una hermosura tan profunda y húmeda como esos bosques que rodean al pueblo sin nombre en el que un chico de catorce años se sumerge en el río y teme: “Me daba miedo que el aire, al vaciarse del estorbo que era yo, se enfureciese y, transformado en viento, soplara tan fuerte como soplaba en invierno, que casi se llevaba por delante las casas, los árboles y la gente”. Cuando conocemos al narrador, en las primeras páginas, parece tener una pizca de ingenuidad o de vitalidad: pronto ese brillo se desvanecerá para siempre en esta novela desesperanzada cuando vea el suicidio de su padre y lo que luego le hacen los lugareños a su cuerpo —algo que es una costumbre, una más de la serie de reglas incomprensibles que rigen este pueblo sin tiempo, con su río asesino y su montaña amenazante—. Aunque el mito de Perséfone está ahí, en la naturaleza amenazante y el mal oculto y la muerte presidiéndolo todo, la novela se parece más a unos versos de la poeta Louise Glück: “La primavera volverá / Basada en una falsedad / Que los muertos vuelven”, escribe en Persefone The Wanderer.

Tratar de resumir la trama de La muerte y la primavera es complejo porque la novela es más un estado de ánimo, un tono, una elección de palabras, un cuento de hadas macabro; también es una historia con principio y fin, con desarrollo, y su conclusión desoladora, pero lo importante es cómo está contada esta desdicha y la iniciación de niño a adulto del narrador también sin nombre.

Hay una montaña, la Maraldina, donde se encuentra una cueva: allí la gente del pueblo recoge el polvo con el que pinta sus casas en primavera, de color rosado, que se desgasta en invierno. Parece bonito, esas casas color de rosa; pero enseguida nos enteramos que se crían caballos sólo para comerlos y ésa esa la única comida y de repente el rosa recuerda a sangre seca y aguada. También pescan pero no comen a los peces: o bien son devueltos al río o los matan a golpes. “Entierran” a los muertos en árboles pero antes de que mueran del todo se los rellena de cemento, sin motivo aparente. Y cada persona del pueblo tiene su árbol designado: quien diseña las argollas y medallas que hacen de lápida en estas tumbas del bosque es el herrero, un personaje entre comisario y brujo, y quizá también padre del protagonista –la consanguinidad es constante en la novela: nadie sabe con certeza hijo de quién es. Cuando hay un entierro en el Bosque los Muertos el pueblo festeja, pero dejan encerrados a los chicos, de modo que no sabemos del todo en qué consisten estas celebraciones, porque nuestro narrador no es adulto aún. Sí sabemos que después de la fiesta hay un ritual: “Antes de cenar, después del baile y de las carreras, un hombre, solo y desnudo, se metía en el río y cruzaba el pueblo por debajo para vigilar que el agua no socavara las piedras y no arrastrase al pueblo río abajo. Y ese hombre a veces salía con la cara destrozada y a veces con la cara arrancada”. También hay un Señor que vive en la montaña, en una especie de castillo: y parece presidir el pueblo aunque su influencia no es clara. Del otro lado de la montaña habitan los caramenos, seres hechos de sombra, de los que el pueblo debe protegerse. La historia de los caramenos no está desarrollada del todo y esto puede deberse a dos cosas: o bien Rodoreda quiso dejarla en el misterio, o es uno de los varios baches narrativos de esta novela póstuma que, como dice su traductor Eduardo Jordá, no está incompleta sino “inacabada”. Es decir: es coherente y se lee de principio a fin pero quedan situaciones por desarrollar, personajes por recortar o desarrollar, en fin, el pulido final que la propio Rodoreda admitía no haber hecho jamás, porque abandonó La muerte y la primavera en los años ‘60.

Silvina Ocampo, otra experta en claustrofobias y crueldades, solía decir que su vida no tenía nada que ver con lo que escribía. Por supuesto, todos los escritores se nutren de su experiencia, ¿de qué otra cosa, si no? Lo que quería decir Ocampo era que no se debía asimilar sin mediaciones las obsesiones y temas de sus textos a los hechos de su vida cotidiana y en eso tenía toda la razón: los procedimientos de la literatura son mucho más misteriosos, incluso en una autobiografía. Pero sabemos que Mercé Rodoreda fue obligada a casarse con su primo y de esa unión incestuosa nació Jordi, un hijo con el que ella nunca pudo llevarse bien; y en esta novela las relaciones filiales son incomprensibles en muchos sentidos: en primer lugar, las mujeres embarazadas deben cursar esos meses con los ojos tapados, para que el hijo no se parezca a otro hombre que no sea el padre; puede ser otra de las reglas dementes de este pueblo pero también delata a la maternidad como algo ajeno en todo el sentido de la palabra, algo distante del afecto. Luego, las relaciones amorosas bordean siempre lo perverso. En 2017, el crítico Nadal Suau escribía: “Ese terrible territorio textual que es la novela, hecha de cuerpos mutilados o deseantes o ultrajados o indefensos; de elementos atmosféricos míticos y arquetípicos, pero extrañamente reinterpretados en claves que no logramos fijar del todo, porque el misterio de estas páginas es grande; una novela, en fin, atravesada por una historia de rebeldía que requiere decisiones radicales de su protagonista y, sin embargo, sólo puede conducir al desenlace que insinúa el binomio del título”. Los cuerpos ultrajados: la madrastra del protagonista tiene un brazo más corto que el otro y le dicen “la lisiada” (así tambien le decían a Rodoreda cuando en su exilio francés sufrió una parálisis psicosomática en el brazo producto del estrés de ver morir y matar y dejar atrás su tierra). Los hombres sin cara o con la cara destrozada que barren del pueblo de noche porque no quieren ser vistos. El único preso del pueblo, que vive enjaulado hasta que “deja de ser persona”. El hijo del herrero, deliberadamente desnutrido por sus padres, que lo sometieron a no comer y a estar siempre en la cama para que nunca se lo obligue a cumplir con el ritual del río, que deja cicatrices imborrables, cuando no mata. Este joven, sin embargo, crece mucho en la novela, su voz, su monólogo, está lleno de sabiduría loca, de crueldad y de rencor. Su sensualidad es retorcida: tiene una relación demasiado cercana con la hija del protagonista, llamada apenas la Criatura, producto de la relación con su madrastra luego de la muerte del padre: ya mencionamos la promiscuidad naturalizada de los vínculos. Pero, al mismo tiempo, el pueblo, como masa, quizá liderado por el herrero (¿o el misterioso señor?) lo que quiere es acabar con el deseo. Dice el hijo del herrero: “El deseo te hace vivir y por eso les da miedo. El miedo al deseo se los come. Y es para no pensar en el deseo que quieren sufrir”. El pueblo apesta a aquel grito de “¡Viva la muerte!” pero reducir La muerte y la primavera a una alegoría del franquismo es una injusticia, es reduccionismo. Por supuesto hay una reflexión sobre el Poder y cómo las personas se acomodan sin cuestionar a las reglas más arbitrarias, a veces por miedo, a veces por un impulso extraño de obediencia: es razonable que quiera pensar en este tema una mujer que vio Orléans incendiada, que escapó por un salvoconducto de Cataluña con otros intelectuales, que vio a su amante trabajar en un campo de concentración nazi y ser acusado de colaboracionista, que usó la ropa de una amiga judía que se suicidó antes de ser atrapada por los nazis. Pero La muerte y la primavera es mucho más que una alegoría. Es una novela sobre la naturaleza en su esplendor de fascinación y rebeldía, una naturaleza que en su maravilla no es inocente, porque viene del Infierno, como Perséfone, y está viva: “Antes de cruzar el puente miramos atrás y todo el bosque era un bosque de quietud. De vez en cuando caía nieve de una rama como si la rama hubiese respirado”. Es inflexible en su exposición de lo macabro y su idea del mal: “El tronco parecía de goma y el muerto que estaba dentro todavía tenía piel pegada a los huesos, tan gris como la casa del señor. Y por entre las costillas de deslizaban cuatro serpientes como aquella que había salido con el silbido, pero más pequeñas. Cuando empezó a hacer más calor, todo se llenó de mariposas. Y a veces tirábamos un hueso contra las hojas y todas las mariposas volaban y se dispersaban”. Glicinas, abejas, hierba: sabemos qué son, pero en La muerte y la primavera representan otra cosa. De la misma manera que en el pueblo no hay colegio, ni iglesia, ni hospital ni restaurantes ni alojamientos para viajeros y el señor anda en carruaje pero se usa el cemento, un elemento moderno. Aquí no hay nada que entender o situar: la historia fluye como ese río de muerte y como los monólogos de los protagonistas, palabras que explican tanto como confunden. Porque, en cierto modo, no hay palabras, y lo dice el protagonista, inmerso en un duelo, cuando hace figuras de barro para consolarse: “Quería tener muchas. Todo un pueblo de figurillas, todas la misma, con dos brazos… para poder hablarles con una voz que no era mi voz de lo baja y llena de suspiros que me salía. La ternura me hacía de agua y dentro del agua estaba todo lo que huía y no sé por qué y no sé qué eran aquellos amaneceres porque no hay palabras. No. No hay palabras… se tendrían que hacer”.