En la casa de mi mamá, hay un pasillo al que se accede desde la cocina y que lleva a las habitaciones. No es demasiado largo ni amplio, está pintado de verde claro y, con los años, la pintura se fue descascarando. Ahí hay una biblioteca, desprolija y desordenada, en la que se juntan recortes de revistas, diarios amarillentos, adornos y libros; muchos libros pero sobre todo, libros de los de antes, de la infancia, mía y de mi hermana, de lecturas de otro tiempo. Esas bibliotecas en las que todo se va amontonando y se deja estar y quedarse. Ahí, hace casi dos décadas, encontré un libro de Georges Perec, que se llamaba La vida instrucciones de uso, de tapa fucsia, gordo. Me crucé de rodillas y me senté a leerlo ahí mismo, sobre el piso, entre la pared y un banco verde inglés que siempre está debajo de los estantes y entorpece la circulación. Empezó entonces un viaje, o quizá una obsesión o quizá una instrucción.

Este libro cuenta la historia de un edificio y las personas que lo van habitando a través del tiempo. Lo que permanece y queda es el edificio; las personas se van, envejecen, mueren. Se narran las historias de los habitantes que pueblan esas paredes y a mí me hizo pensar en mis propias casas, en las que yo viví y había vivido, y también en que era posible hacer la historia de una casa o la historia de una vida a través de sus casas.

Ese libro -como todos los buenos libros- me llevó a otro del que me volví fan porque son de esos libros que se vuelven a visitar una y otra vez. Es el libro Me acuerdo del mismo Perec, en el que va listando de forma caprichosa y arbitraria lo que archiva en su memoria. Lo frágil y cotidiano, que queda atesorado…, porque sí, más allá de nuestro deseo por recordar tal o cual cosa. ”Me acuerdo de un edificio (de diez plantas) que acaba de construirse al final de la avenida Soeur Rosalie, era el más alto de París y se lo consideraba un rascacielos”, “me acuerdo del pan amarillo que hubo durante algún tiempo después de la guerra”. En la primera página de este libro había también una nota -como dedicatoria y homenaje- que decía: “El título, la forma y, en cierto modo, el espíritu de estos textos se inspiran en los 'I remember' de Joe Brainard”. Yo no sabía entonces que este libro de recuerdos emulaba a otro, pero sí pensé al leerlo que lo más hermoso de ese libro era que todos -lo escribiéramos o no- teníamos la posibilidad de nuestro propio Me acuerdo, único, personal, irrepetible. Cada persona con su Me acuerdo. Esa era otra razón para atesorar este libro entre mis preferidos. Me resultó humano y bello, y me invitó a escribir. En los márgenes de “los me acuerdo” de Perec primero y de Brainard después, garabateé los propios, porque los suyos -tan suyos- convocaban también los míos. Y después, también continué -desprolija y caóticamente- escribiendo listas en cuadernos o, al final de la agenda de cada año, “la lista de los libros leídos” y “la de los que quería leer”; o también todos los días la lista de tareas pendientes: “sacar turno al otorrino”, “comprar dos paltas”, “avisar pérdida de tiempo tía”, “subir fotos”, “no olvidar comentarle a nato lo de la casa”; y así. Listas, listas y más listas. Una vez le dije a mi hijo Santi que escribiera su lista de deseos y en primer lugar con su letra de niño anotó: “ser el Hombre Araña”. Pienso que las listas si se hacen sistemática y obsesivamente pueden condensar una vida. Tengo esa ilusión: la de reducir toda una vida a una serie -finita o infinita- de listas en las que atrapar, de una vez y para siempre, en un gesto imposible, toda nuestra experiencia vital. El año pasado con dos amigas actrices, Andrea e Irene, intentamos hacer una obra confeccionada pura y exclusivamente de listas (listas de nuestros viajes, listas de nuestras obsesiones más persistentes, listas de compras, listas de nuestros muertos queridos, etc.).

En el 2020, el escritor argentino Martín Kohan también publicó su Me acuerdo, y en la primera hoja coloca una nota de Perec sobre el libro de Brainard (en una cadena infinita) que dice: ”un libro digno de ser copiado” reafirmando esa idea de que todos tenemos nuestro propio “me acuerdo”, tan único y singular (también compartible y colectivo, en otra medida). Me acuerdo, dice Kohan, de que “Mariquel usaba una malla roja enteriza”, “mi novia del micro escolar se llamaba Silvina Cosin”, “el almacén de enfrente, la peluquería de la esquina, la panadería de la vuelta, el garaje a mitad de cuadra”. Yo digo: “me acuerdo de mi amiga de la secundaria, de su padre pelado, anciano y atlético, y de que su teléfono era 9831269”, “me acuerdo del almacén de enfrente y de que todos en la familia era muy gordos y simpáticos, del kiosquero Hugo de la esquina, serio y triste, y del hotel familiar de al lado regenteado por Rosario y sus hijas, y siempre refugio cálido de chicas travestis”. Listas y listas y más listas, en papeles sueltos, en los márgenes, en una obra, o dos; acá.

También en la biblioteca del pasillo verde claro de la casa de mi mamá en la que, dentro de los libros, fui guardando papelitos con listas. Listas que encierran fragmentos de mi pequeño cotidiano que fui atesorando en unos libros de una biblioteca en el pasillo de un departamento de un edificio con sus habitantes y sus historias que también pasarán.

Luciana Mastromauro es directora, actriz y docente. Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires. Como actriz estudió con Pompeyo Audivert, Ricardo Bartis y Ciro Zorzoli, entre otros. Actuó en numerosas obras teatrales y formó parte de la Compañía Vilma Diamante dirigida por Ariel Farace y del Colectivo Escalada dirigido por Alberto Ajaka. Da clases de teatro y literatura en distintas instituciones. Junto a Andrea Nussembaum, dicta el taller “Yo como ficción” e investiga sobre el teatro documental. Actualmente, trabaja en un proyecto de teatro y archivos biográficos, y en la dirección de la obra Me encantaría que gustes de mí sobre textos de Fernanda Laguna que puede verse todos los jueves a las 20.30hs en el Beckett Teatro, Guardia Vieja 3556.