Cuando ya la ciudad había encendido el vértigo diario de la mañana, Fabián despierta en el lugar estratégico que encontró para dormir, escondido arriba del mausoleo que guarda las cenizas de Bernardino Rivadavia en medio de la Plaza Miserere, frente a la estación de trenes de Once. Ese día de verano amanece con su torso desnudo casi mimetizado las estatuas que lo rodean en el hueco donde escondió su sueño. 

Lo primero que recuerda del día anterior es haber visto en TV que un asteroide pasó cerca de la tierra, ¿o tal vez lo soñó? Al bajar del mausoleo, el joven sortea fácilmente las rejas que resguardan ese monumento a un prócer, el primer presidente argentino; Fabián cruza los barrotes casi como un fantasma que puede atravesarlo todo, sin que el mundo físico lo detenga, y así inicia su jornada a la luz del sol. Fabián Maldonado es uno de los taxiboys que protagonizan el documental Miserere, que sigue una jornada de trabajo sexual de seis jóvenes en los alrededores de la estación de Once, arteria fundamental de la Ciudad de Buenos Aires. 

Aunque más exacto es decir que los jóvenes dedican solo parte de ese tiempo al trabajo sexual, porque también hacen otras actividades en la plaza y la estación como la venta ambulante, descansar, comer, bañarse y hasta alimentar y cuidar a su familia. En el torbellino barroco de Once, entre vidrieras superpobladas y cosplay evangelista, la mirada de Francisco Flores es al mismo tiempo dispersa y concentrada, hace foco en los seis retratos individuales en acción y a la vez se pierde en la multitud, en ese concierto del tránsito anónimo que es la estación en cada uno de sus rincones. No se trata de un documental sobre un solo tema, ni sobre un solo punto de vista, sino sobre habitar un lugar desde distintas prácticas: una mirada plural territorial y situada en el movimiento donde también se realiza un trabajo que mucha gente no lo considera como tal.

Multitudes y márgenes

Hay una dinámica de lo oculto y lo ostensible en todo el documental: algo así como que se registra al mismo tiempo que se contradice la condición fantasmática de Fabián y sus cinco colegas. O se propone mostrar la invisibilidad de los taxiboys, si vale la paradoja, quienes se confunden con el tránsito del gentío y muy poca gente percibe. Y su habilidad es tanto exhibir el yiro exterior del taxiboy, ese tiempo de exposición a la espera de algún cliente, como hacer oír sus pensamientos, la voz interior de cada uno, sus opiniones ocultas. 

Pero no se trata de un típico documental de entrevistas, de inmovilizar a la persona para que testimonie en un vaquillo como en un juicio, sino de un pensamiento en movimiento, durante el torbellino, ese llevar y traer de la estación de Once. Pensamiento y sentimientos en tránsito, proteicos, y cada quien tiene su visión de acuerdo a su experiencia, que en todos los casos es distinta y hasta contradictoria. Hay quien vive en la calle, quien tiene madre y hermanos, quien tiene esposa e hija, quien busca pareja, quien salió de la droga y quien la tiene como opción en la actualidad, quien se siente estigmatizado y quien se siente libre. 

En su estructura coral, en la acertada idea de abarcar muy diferentes formas de vida, Miserere escapa del modelo de una historia como ejemplar y de la trampa de la biopic, de la parábola de una vida como cierre del sentido. Accedemos a pensamientos y acciones fragmentarias y contradictorias, no hay posibilidad de totalidad, más bien son historias quebradas, como rompecabezas sin partes. Porque Miserere traza distintas conexiones entre lo individual y lo colectivo para formar una comunidad más densa en su dinámica. 

En un trayecto que no revela ninguna moraleja que se abstraiga de ese mundo, la estructura narrativa que elige el documental, una jornada diurna del amanecer al anochecer de un día hábil, crea un tiempo rutinario que aplana el amarillismo sobre las vidas que transitan la marginalidad (o que son marginalizadas) para crear un relato menos estridente pero más habitado por las tensiones sociales, que no excluye en su discurso ciertos tópicos como la violencia o las drogas, pero no tiene la mirada criminalizadora ni moralista sobre el trabajo sexual o los taxiboys. Y menos hay una mirada miserabilista de la precariedad en la que se mueven.

Pornografía social

Una frase del libro La prostitución masculina de Néstor Perlongher está al final del relato de Miserere, pero no como cierre ideológico, menos como marco teórico, sino como una capa más de esa “etnografía de los márgenes”. Una capa que está sincronizada con la mezcla de documento con ficción, porque si bien la mayoría de los planos son registros directos, también hay reconstrucciones de vivencias de taxiboys, como la secuencia de sexo explícito en el hotel; del mismo modo que Perlongher en su estudio de la prostitución incorpora la literatura: los fragmentos de textos de una novela de Genet o los poemas homoeróticos anónimos como una forma de crónica poética

En Miserere las imágenes, con encuadres saturados de urbanidad, son de una poesía entre áspera y pop, entre realista y “neobarrosa”, como el plano repetido del taxiboy parado delante de un Mickey Mouse gigante de utilería que se desdibuja en una vidriera: una tensión visual entre mercado, deseo y cultura. Pero más que a La prostitución masculina, el documental parece arrimar posiciones con “La desaparición de la homosexualidad” de Néstor Perlongher, el artículo publicado por la revista El Porteño en 1991 donde adelanta el fin de una visibilidad mercantilizada de la homosexualidad de esa década y reclamaba una vuelta al misterio. “Al tornarla completamente visible, la amenaza de la normalización”, escribía Perlongher, “ha conseguirdo retirar de la homosexualidad todo misterio, banalizarla por completo.” 

La ambigüedad asimilada, la mariconería de diseño, todo aquello que el sexo de la loca tenía de vibración y éxtasis se diluía en una visibilidad reduccionista a causa de que la ideología “de buena parte del movimiento homosexual, que defiende la tesis de la esencia inmutable del ser homosexual”. Con sabiduría queer, Miserere no enuncia la orientación sexual de sus protagonistas, ni etiqueta las imágenes con alguna identidad que categorice o fije sus prácticas. ¿Qué orientación sexual o identidad tiene un taxiboy europeo migrante que hace tareas de cuidado de su bebé cambiando los pañales en la estación donde trabaja? No hay nada fijo ni esencial en las identidades. 

Más aún, el relato se propone diluir ese otro binarismo, el hetero/homo, sin tampoco quedar fijo en lo bisexual, hasta el punto de la superposición, como las secuencias donde el porno hetero y el sexo homo conviven en un mismo plano en el hotel o en el cine porno, no como contradicción sino como fusión y confusión para celebrar la circulación y lo fluido. En ese juego que propone la película, el valor del trabajo sexual eclipsa la identidad, es donde aparece aquello que sostenía Marx en El Capital cuando escribía que el valor convierte “a todo producto del trabajo en un jeroglífico social”. En su visión de una jornada donde se cruzan seis taxiboys, de la tetera a la plaza, del telo al anden, del bar al cine XXX, Miserere convierte todo el yiro en un jeroglífico de pornografía social que nos interpela como graffitis que se mueven en los vagones de un tren, como resplandores de luces que titilan en vidrieras de Once.