¿Cómo miran las personas? ¿Es más fácil pintar un bosque que un rostro? ¿La naturaleza siempre inspira? Caminamos con el artista plástico Darío Urban por Villa Iris, un pueblo bien al sur de la provincia de Buenos Aires. Es de noche y se siente la inminencia del invierno; no hay nadie en la calle y en los silencios de la charla nuestros pasos son un latido. “Las personas no pintan lo que ven sino lo que ya saben, por eso yo no enseño a pintar sino a mirar”. Pausa. Latidos. “Cuando alguien me dice que quiere pintar un árbol le pido que primero salga a mirarlo porque si quiero retratar la naturaleza no la puedo evitar”.

–¿Y es cierto que un paisaje es lo más fácil de pintar?

–No. Es justo lo contrario: es muy difícil porque es difícil vivirlo. Me preguntan: ¿Qué pinto primero? ¿Lo de arriba o lo de abajo? Y lo que se pinta primero es lo de atrás para crear la idea de tridimensión, porque si yo no creo en lo que estoy diciendo, el que lo vea tampoco lo va a creer. Tengo que salir de mí mismo para observar y ahí la cosa se pone interesante porque yo ya no soy yo: soy la multiplicidad de miradas.

Llegamos al taller donde Urban vive, trabaja y crea. Y donde también es posible visitarlo para conocer su obra, comprar cuadros o piezas cotidianas de cerámica (a lo que también se dedica) y detenerse a mirar los frutos de su creatividad. Así comienza nuestro recorrido de turismo por el Partido de Puán, a 600 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires.

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La iglesia de López Lecube, con su fusión de estilos románico y gótico.

PASADO Y PRESENTE “A esta zona llegan muchas personas que en algún momento tuvieron relación con el campo y quieren revivir esa época; vienen a acordarse de la torta alemana, de cómo andar a caballo (se suban o no) y a buscar ese gustito a pueblo y a infancia”, describe Susana Schwerdt, licenciada en Turismo y Hotelería, y promotora asesora del grupo INTA de turismo rural El Abrojal de Villa Iris (en Facebook, El Abrojal Villa Iris). “Llaman mucho la atención los avances tecnológicos en el trabajo agrario, la maquinaria que se usaba antes y la que se usa ahora, y también vienen parejas a mostrarles a sus hijos lo que es el campo, de dónde vienen las cosas que consumimos”.

Para todo esto que describe Susana, el lugar al que llegamos es el ideal. Se llama Pichi Lihuen (pequeña luz en mapuche) y se encuentra en pleno pleno campo; basta pararse frente a la casa (o atrás, o al costado o donde sea) para ver cielo, tierra y más cielo. El silencio es enorme y el viento entre los árboles se encarga de remarcarlo. “Miren”, nos dice Celeste que, junto a sus padres Eduardo y Cora, todos ingenieros agrónomos, lleva adelante el establecimiento que produce animales y cultivos. Su tono es entre risueño y orgulloso. En sus manos sostiene lo que años atrás se llamaba zapallito largo y ahora zucchini, pero de unas dimensiones asombrosas: 30 centímetros y un kilo y medio. “Así es la huerta que tenemos”, agrega mientras paseamos entre tomates berenjenas, coles y cebollines. “Le ofrecemos al visitante pasar un día de campo según lo que sean sus gustos: puede elegir quedarse en la mecedora de la galería o salir a ver e incluso trabajar con los animales”, detalla Eduardo mientras agrega un leño en la estufa. Sin duda una buena oportunidad para todos los que quieren experimentar el trabajo rural o contarles a sus hijos cómo se producen lo que se consume en la ciudad. Nos llaman a comer y el almuerzo está servido en una mesa como las de antes: manteles blancos bordados, servilletas suavecitas y, en los platos, canelones recién hechos con una salsa densa y prometedora. Afuera aprieta el frío, así que la comida es ideal. “Ese aroma no es del postre sino de un panal de abejas que se instaló en el tirante de la chimenea”, dice de pronto Cora, riéndose. Y es cierto: el aire huele a flan, a caramelo y la situación resulta muy graciosa porque es como si alguien hubiera perfumado la habitación o prendido un incienso con una propuesta novedosa. Al rato sí llega el postre de verdad:  budín de pan con ciruelas, manzana y pasas y unos bombones a cargo de Celeste, rellenos con pasta de maní y de avellanas.

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El mirador Millenium, simbolismo religioso sobre el Cerro de la Paz.

CIRCUITO RELIGIOSO La planta del pie está confundida: ¿qué le pasó al piso? Lo que ocurrió es que cambiamos la blandura de la tierra por la inesperada robustez del empedrado. Levantamos la vista y ahí está: con una fusión de estilos románico y gótico, desde 1913 se yergue la iglesia de López Lecube en el paraje del mismo nombre. Es curioso estar en un templo de esta magnitud (mármol, roble, vitrales) en medio de una ruralidad tan absoluta y que, junto con el cuarto de cuadra empedrado que termina de forma abrupta y da comienzo a la tierra (a unos metros están las vacas pastando), compone un paisaje que tiene algo de onírico. “Viene gente de todo el país y del exterior a ver la iglesia y más desde que fue declarada Patrimonio Cultural Provincial”, nos dice nuestro guía mientras agrega que todos los años, a fines de agosto, se realiza la cabalgata peregrinación desde el pueblo de Felipe Solá, a 18 kilómetros.  

La cuestión de la espiritualidad está muy presente en Puán, como lo acredita el Mirador Millenium de 20 metros de altura (uno por cada siglo cristiano) y 24 de diámetro (uno por cada hora del día) construido en el año 2000. Desde la cima se aprecia una incomparable vista de la ciudad y a sus pies es posible visitar la gruta que homenajea a la Virgen de Lourdes. A pocos metros de allí se ubica el Centro Mariano, que incluye al monasterio Santa Clara de Asís, un mirador, un Vía Crucis y una casa pensada para quienes quieren realizar retiros espirituales o pasar unos días en silencio.

AGUA Y SABORES Muy cerca del centro se ubica la laguna de Puán, con 600 hectáreas de superficie, con balneario, playa, árboles y camping. Está permitido pescar, realizar deportes náuticos y se pueden alquilar kayaks para dar una vuelta. Nuestro paseo consiste en ir hasta la isla que está en el medio de la laguna y que es una reserva natural donde se hacen caminatas guiadas con interpretación de flora y fauna. “Lo fundamental es hacer silencio, observar y conectarse con la naturaleza”, nos aconseja nuestro guía mientras aclara que no se permiten mascotas.

Luego de nuestra recorrida por la isla y sus senderos,  Hernán Tracanelli nos recibe en su restaurante con dos creaciones que le pertenecen: bondiola de cerdo a la crema de café con manzanas y cebollas, y pejerrey a la crema de limón y cedrón, un plato bien de la zona ya que es lo que se pesca en la laguna. “Trabajo con la idea de utilizar todos los productos que son de aquí, en general de pequeños productores a los que ya conozco desde hace tiempo”, dice el cocinero, “y así me aseguro la calidad de lo que sirvo”.

A pocas cuadras del centro de Puán también hay otra actividad para el visitante interesado en lo rural: recorrer un establecimiento productor de aceitunas para la elaboración de aceite de oliva (sí, uno tiene en la mente que el lugar por excelencia es La Rioja o Mendoza, pero hace rato en el sur de Buenos Aires produce aceite de buena calidad). Llegamos justo en el momento de la cosecha, así que nos explican de qué forma hay que sacar la aceituna del árbol para que no se estropee, cómo es el proceso hasta que se convierte en el producto final y que eligieron el nombre de Epu Antu porque es la traducción de Puán al mapuche. Además, la propuesta se complementa con una degustación de aceites de distintas variedades de aceitunas, una explicación acerca de cómo distinguir al aceite de buena calidad y la posibilidad, además, de comprar una botellita.

“Otra de las opciones también relacionadas a los sabores locales es el circuito de Apiturismo Pampero”, cuenta Susana  Schwerdt. “Allí, un grupo de productores de miel recibe turistas para que conozcan cómo se trabaja con las abejas, cómo se extrae la miel y los distintos tipos que hay, según la zona”. A nosotros nos dan la posibilidad de elegir entre miel del cordón serrano y miel de monte y elegimos esta última por sonar más exótica. Ya desde el vamos es distinta: más oscura que las otras y con una consistencia -parece- más ligera. Pero es el sabor lo que hace la diferencia: en el paladar se genera una sucesión de sabores dulces, picantes y ásperos, todo junto, que bien recuerda a lo agreste de un bosque. ¿El maridaje ideal? Con una galletita dura y salada, y un buen café.

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Las antiguas estaciones ferroviarias se transformaron en museos y centros culturales.

REGRESO A LA CIUDAD Nuestro recorrido por el sudoeste bonaerense termina donde comenzó: en Villa Iris. Allí, luego de visitar el museo que Mercedes y Juan han organizado en su propia casa y que es parte de este circuito del grupo El Abrojal, llegamos a La Familia, un establecimiento productivo agropecuario a cinco kilómetros del pueblo que abre sus puertas a los turistas y les ofrece pasar un día de campo con la opción de descansar y revitalizarse con el aire puro, o sacudir un poco el cuerpo recorriendo el predio (hay vacas, ovejas y hasta llamas).

Cecilia, dueña de casa, nos lleva a recorrer la huerta y nos propone que elijamos nosotros mismos qué queremos comer. No lo dudamos: los tomates “chocolate” (así lo llaman ellos y cuyo nombre confirmarán más tarde debido a su sabor dulce y consistente), la achicoria, la ciboulette y la albahaca rápidamente caen en nuestras manos, junto con alguna berenjena perdida ya que por la época van quedando pocas. “Me gusta cocinar, lo hago con mucho placer y me gusta ver que no queda nada de lo que preparo”, dice Cecilia mientras amasa el pan para la comida). “Este lugar está pensado para nuestra familia y hemos querido abrir las puertas para compartir con otras personas nuestros gustos y nuestra forma de vida”. Omar, su esposo, refuerza la idea al decir que la vida de campo requiere mucho trabajo cotidiano, pero también da muchas satisfacciones: esa es la idea quieren mostrar y transmitir. Recorremos el campo y el aire fresco nos llena el espíritu. A lo lejos vemos los animales que parecen manchitas oscuras y los cultivos que van asomando. Cuando regresamos el aroma del pan inunda la cocina, la mesa está puesta y la comida ya está lista, humeando en fuentes y platos, como en un sueño donde mágicamente aparecen las cosas. Afuera el frío, adentro el calor de la cocina y de la reunión. Cecilia sabe que esa noche tomamos el micro para volver a la ciudad (y a nuestras raquíticas heladeras, se lo hemos contado). Es por eso que al despedirnos nos da un paquete mullido y todavía tibio, mientras dice: “Para que tengan resuelto el desayuno de mañana”. ¿Con qué palabras se agradece algo así?.