El 8 de mayo de 1987 Roberto Argañaráz y Agustín Olivera discutieron con la dueña de un bar del barrio y, mientras volvían a sus casas, la mujer llamó a la policía. Se hizo cargo el suboficial Juan Ramón Balmaceda. No era casual que se lo invocara a él, tenía sus cocardas: había sido ex miembro de patotas de la dictadura y durante la incipiente democracia supo ser amo y señor de la coima, torturas, razzias, aprietes, robo a detenidos, quiniela clandestina, verdugueo y matanzas.

Pedro Álvarez, de la Comisión de Amigos y Vecinos (CAV), recuerda que, antes de la masacre, el barrio sospechaba que algo malo iba a pasar. “Venían matando en barrios vecinos y se acercaban acá”, sostiene. Los cuerpos aparecían cada vez más cerca: “Negro Miaurio, Miquelo, Boliche y otros pibes fueron cayendo. Cada 15 días nos cazaban”.

“Los jueves empezaban las razzias. Actuaban así –dice y extiende los brazos hacia la confluencia de calles en la esquina-: Balmaceda venía por una calle, Miño por la otra y Romero por aquella. Te encerraban, te verdugueaban y te daban”.

34 disparos, 32 en el blanco

La predicción del barrio se cumplió. Después de la denuncia de la dueña del bar, Balmaceda junto con los cabos Isidro Romero y Juan Miño salieron a cazar a los pibes, que estaban tomando cerveza en la esquina de sus casas junto con Aredes, quien pasó por allí de casualidad.

Los policías bajaron de la camioneta con fusiles y pistolas, les gritaron cuerpo a tierra, los patearon. Todo ocurrió alrededor de las 19 a plena luz de otoño y delante de hombres, mujeres, niños y niñas que salieron a ver qué era ese griterío. A los policías no les importó nada y sin más acribillaron a los pibes: 34 disparos, 32 dieron en el blanco.

Olivera y Aredes murieron en el acto. Argañaráz estaba herido en la pierna, lo cargaron en una camioneta para llevarlo a un hospital y cuando llegó a la Guardia tenía tres tiros en la cabeza. En el juicio quedó demostrado que en el traslado lo fusilaron.

Los otros dos chicos quedaron tirados en la vereda hasta la medianoche, cuando frente a todo un barrio un grupo de agentes plantó armas alrededor de los cuerpos para fraguar el hecho como un “enfrentamiento con hampones”. Los vecinos no lo toleraron, reaccionaron y fueron reprimidos y amedrentados durante meses.

Las condenas


Bajo la protección del gobierno radical de Alejandro Armendáriz, los tres policías siguieron en funciones. En 1990, Balmaceda, Romero y Miño fueron condenados a cuatro años por “homicidio en riña”. La Suprema Corte Bonaerense revisó el proceso y mandó a juzgar de nuevo. En 1994 se los condenó a 11 años. Fueron excarcelados hasta tener una condena firme y se profugaron.

A Romero lo encontraron en 1998, estuvo 11 años libre. Miño y Balmaceda tuvieron 19 años de libertad con fuga, hasta que en 2006 los detuvieron gracias a un dispositivo de búsqueda puesto en marcha por la Correpi y otras organizaciones.

Los tres cumplieron la condena que les restaba cumplir primero en la cárcel y luego en sus casas, tras un pedido del beneficio de prisión domiciliaria por razones de salud. Balmaceda, el peor, pidió custodia en su vivienda de Florencio Varela “por temor” a sufrir escraches de los familiares y amigos de los que él había matado contra una pared.