UNO De pronto, Rodríguez comprende por fin cuál es el estilo/medio/género de la realidad tal como la (des)conocemos hoy. La realidad, sí, es como una de esas series de tv que nunca llega a la segunda temporada. O, tal vez, peor aún: una única e interminable serie cuyos guionistas son suplantados a las corridas por otros showrunners, sin aviso y cambiando de género sin cesar. Sí, sépanlo y lo sabe Rodríguez: la realidad en serio y no serial no es realista (es tanto más realista y coherente y ordenada cualquier trama strange y metaversal y loca). Y lo que toca ahora (lo que le toca ser al reality show a este lado de la pantalla, un lado que desborda de pantallitas y pantallistas a curiosear) es, sí, una de espías.

DOS Y el nombre de la serie --como uno de esos títulos en aquellas venerables novelas de Robert Ludlum-- bien podría ser The Pegasus Vaudeville. Y, atención, Pegasus fue un caballo alado, pero ahora ha virado más a troyano caballo. Porque Pegasus es el nombre de software/spyware a colar en dispositivos iOS (básicamente celulares a tumorificar) y capaz de leer mensajes de texto, rastrear llamadas, recopilar contraseñas, rastrear ubicación del teléfono y recabar información de aplicaciones. Ingenio desarrollado por firma cibernética israelí NSO que, en teoría, sólo se vende a gobiernos "no dictatoriales" para "ayudarlos a combatir el terrorismo y el crimen". Pero ya se sabe que --en realidad, en la realidad-- la mayoría de las veces la teoría muta serialmente, una y otra vez, durante la práctica.

Nada nuevo: ya en los más adorables textos sacros los dioses se la pasan espiando a los hombres y viceversa, robándose sabidurías y fuegos. Desde entonces, la torcida regla general ha sido la de cada uno atender su juego y, también, el del otro. Y el que no, una prenda tendrá. Así, no abrir la puerta para salir a jugar sino quedarse en casa revolviendo cajones o espiando mensajitos de persona amada/odiada, etc. (Y Rodríguez recuerda entrevista a octogenario excapo de agencia secreta Made in USA donde manifestaba su desconsuelo/maravilla por haberse pasado la vida intentando arrancar laboriosa y artesanalmente data confidencial para ahora habitar crepúsculo en el que todos ofrecen informáticamente hasta el más mínimo detalle de sus vidas privadas en redes sociales.)

Estos días, en España, el asunto cobró nuevas alas y aliento a partir de largo artículo publicado por Ronan Farrow Allen Sinatra en las páginas de The New Yorker. Allí, se volvía sobre Pegasus y su uso más o menos indiscriminado por el Centro de Inteligencia español a "personalidades" varias del alicaído independentismo cada vez más separatistas entre ellas. Así, los mismos "especialistas" en serie de tertulia televisiva (que ya habían sido expertos virólogos, vulcanólogos, de nuevo virólogos y hasta hace poco expertos en geopolítica ruso/ucraniana) se reconvirtieron todos en una suerte de tecnificados Q con fondos chorreando dígitos/letras color verde Matrix. Así, enseguida, excitado por recuperar protagonismo en algo, el gobierno catalán demandó explicaciones a Moncloa por haberles galopado con Pegasus. Desde Madrid se distrajo con que ellos a su vez habían sido montados por Pegasus (posible variante marroquí), y El Mundo Today no demoró en bromear con un "Los 2,6 gigas de datos robados del móvil de Pedro Sánchez consisten únicamente en 17.587 selfis suyos sin camiseta, según ha confirmado el Gobierno". Y, claro, tratándose de España, enseguida todo el asunto adquirió cadencia gritona y verbenera lejos de todo protocolo Yale C.I.A. o de los psychos del F.B.I. en versión de James Ellroy (quien pasó por la ciudad como un Cerberus) con un local C.N.I. mucho más cerca de la T.Í.A. de Mortadelo y Filemón habiendo sido más que certificado el hecho de que la Península Ibérica recibió 51.000 millones de ciberataques en el último año consagrándose como el más infectable del planeta por ser, tal vez, el más débil en lo que hace a sus defensas.

Y Rodríguez los mira y no los escucha demasiado. Escucha, sí, el flamante WE de Arcade Fire, con ese ojo que parece verlo todo en su portada. Y con canciones con nombres como "Age of Anxiety I, II" y "End of Empire I-V" sonando conspiranoides y, en un momento, exclamando un "I don't believe the hype / This ain't no way of life / WE unsuscribe / FUCK SEASON FIVE. Y, sí, cómo le gustaría a Rodríguez cancelar su jodida suscripción a tantas cosas. Pero, se sabe, cuesta mucho más des/suscribirse que suscribirse (por suerte, en WE, también está "Unconditional I / Lookout Kid", acaso la mejor canción padre/hijo desde "Father and Son" de Cat Stevens y "Beautiful Boy" de John Lennon). Pero ahí están todos: demandando explicaciones sobre lo más obvio, cubriendo hermética "Comisión de Secretos Oficiales" en el Congreso donde, a su salida, se secretan sonrisas que se pretenden sutiles cuando recuerdan a las que, opacas, brillan al final de fiesta adolescente en la que alguien comenta "¿A qué no sabes a quién vi hacer lo que no te imaginas con quien menos supones?" Y la respuesta es tan obvia que hasta los expertos catódicos la aúllan en esos malos estudios de televisión. Muy rápido y ya sospechando que dentro de muy pero muy poco (dejando de lado cepas más frívolas dedicadas a milagrosas remontadas en Champions del Real Madrid o a supuesto crepúsculo de Nadal porque aquí amanece Alcaraz) les tocará, de nuevo, revestirse como virólogos: porque aquí viene ya la Séptima Ola a estornudar repitiendo una y otra vez eso de "¡Salud!".

TRES Enfermo y agotado por todo lo anterior, Rodríguez optó por distraerse con nueva versión en serie de The Ipcress File de Len Deighton (deliciosamente vintage con un nuevo y engafado Harry Palmer: ese eslabón perdido entre Bond y Smiley alguna vez encarnado por Michael Caine) y por fin leer (Rodríguez, signo de los tiempos, tuvo que esperar al económico paperback) la melancólica y casi pastoral despedida de John le Carré en Silverview. Aquí, de nuevo, agentes nunca del todo retirados pero tan desencantados y el añejo pero siempre ágil juego del gato y el ratón. En perspectiva, Rodríguez piensa en que Silverview es obra acaso menor pero no mínima de autor mayúsculo. El equivalente a Let It Be de The Beatles en género al que Le Carré reinventó y evolucionó y aquí, sí, deja de ser. Otra variación del aria de investigaciones internas dentro del servicio secreto concentrándose más en la burocracia del desperfecto propio que en las glamorosas aventuras con enemigos extranjeros. Tramas tristes y acusatorias con pasión orwelliana donde se traiciona para así ser el más auténtico de los patriotas y donde lo que alguna vez fue el arte del engaño ahora es la parte del desengaño. Y Le Carré se despide enarcando ceja y torciendo el gesto y encogiéndose de hombros pero, como de costumbre, sin hacer reverencia alguna ante nada ni nadie ni, mucho menos, desinformante programa informático.

 

Y Rodríguez lo lee mientras alguien lo lee a él y, espiándolo, lo escribo yo.