Cuando el hilo de bordar se mete en la tela, un pespunte compacto repleto de confesiones desparrama dominios sobre la superficie lisa. Bordar es la ceremonia de un lenguaje paciente, un aleteo que revoluciona las figuraciones del tiempo y los límites del bastidor en busca de una morfología. En Tenango de Doria (Hidalgo, México) manos bordadoras dibujan desde hace años diseños multicolores, flora y fauna del suelo propio en comunión ilusoria con vidas cotidianas y mitologías. 

Esas manos colectivas son las guardianas de los tenangos, los afamados bordados mexicanos que marcas internacionales estampan en sus prendas de alta costura sin pagar derechos de autor. Los tenangos, arte en relieve de la naturaleza en hebras, son patrimonio cultural de México y la cosmogonía silvestre que, según cuentan las crónicas hidalguenses, creó Josefina José Tavera en la década del sesenta. 

Josefina era madre soltera y vivía con sus hijas en la comunidad de San Nicolás (Municipio de Tenango de Doria) cuando bordó flores y animales en una manta y la vendió a cambio de comida en el mercado de Pahuatlán. El comprador llevó la manta a Ciudad de México y volvió poco tiempo después a la sierra para encargarle más. La manta del terruño se había convertido en el primer bordado tenango y su creadora (para poder cumplir con los pedidos) en la maestra de bordado de su comunidad otomí. 

Las artistas del tenango (a las que pagaban poco y nada por sus bordados) dibujaban “con inspiración, tras un profundo ritual en el que le pedían permiso a Dios para que germinara la imagen”. El bordado super colorido, realizado exclusivamente a mano con lana o hilo de algodón, se lograba con puntadas apretadas, cruzadas y pequeñas. “Nadie me enseñó a dibujar; sólo recuerdo que llegaron unas personas y nos dijeron que dibujáramos lo que pensábamos; lo que en mis sueños veía o me imaginaba hace como cincuenta y cuatro años ya (…) dibujé lo que se me ocurrió, lo que he visto aquí: los pájaros, las montañas, los animalitos y las flores, que yo veía bonito”, dijo hace un tiempo Margarita Patricio Dolores, una de las primeras bordadoras de la comunidad de San Nicolás (Nzes’ni, lugar de sembrado de sabinos, en lengua hñähñu u otomí).
 

Margarita, la hacedora de tenangos originales más longeva de la comunidad, murió en abril, dos años después de Josefina. Bordadoras inventadas cruzan las horas de Vermeer, de Charlotte Mew, de una aldea irlandesa y se meten en un poema de Gabriela Mistral donde una rata, que va primera en una carrera de venados, jaguares y búfalos, lleva en sus patas lana de bordar. 

Bordadoras tangibles como lo son las abuelas, las madres y las amigas hilvanan en lengua de colores complicidades, trincheras y saberes. Bordadoras comunitarias mantienen viva la sangre del relato cada vez que el hilo pasa una y otra vez por el lienzo tramando imágenes y sentidos, saben que el punto muere si alguien no lo comparte, si alguien nuevo no lo aprende. Y todas juntas, las imaginarias y las reales vuelven real una frase de Gimena Romero (artista textil e ilustadora mexicana): “el bordado es una canción que se debe cantar para que no se olvide.”