La noche se fue a descansar, me arrastró hasta la cama, resistí, pero al final me entregué. El aroma a café me despertó en la cocina. La alacena da fe que al final del sueldo sobra mes. Sin disimulo y con sorna a carcajadas los dueños de la comida remarcan con violencia, ni siquiera por placer, a pura violencia. Y de paso sacuden el monstruo rojo, que duerme desde que el capitalismo de estado se apropió de la pereza financiera, igualando para abajo los bolsillos de los laburantes y alentando a vender merca, que te rinde en un día lo mismo que en un mes de trabajo.

Se reproduce con bronca el discurso ajeno. Se canaliza en boca de los muchos los intereses de los pocos, como si fueran los mismos. Un psicópata liberal proclama prohibir todo. El hambre, la sed, la memoria, la historia y los derechos, todo, absolutamente todo. Hay que ponerle Coto, con perdón de la palabra, a la casta que malgasta. Hay que prohibir el estado para terminar con la vagancia de la abundancia. Esa vagancia que arroja índices de pobreza de la mitad de la población. Población que no sabe aprovechar un país con cuatro climas, seis tipos de dólar y cinco Premios Nobel, los mejores jugadores de fútbol, la producción de comida para cuatrocientos millones de bocas con estómago y una presión fiscal tan grande que no fiscaliza la evasión del valor de la riqueza acumulada por dos años.

La pandemia, las guerras y los que dicen que gobiernan el mundo no aciertan a dar con la tecla de la humanidad. La construcción de sentido a tomado un desvío contrario a la fraternal unidad y a favor de la individualidad competitiva, onanista y destructiva. El líder de los mercaderes de armas dice pasar las veinticuatro horas del día pensando en la paz. Se asoma la mentira cuando no tiene en cuenta la noche.

El olor a tierra mojada evoca la lluvia de mi niñez: eran buenos tiempos, la esperanza de un mundo más justo recorría el mundo. Soñaba contar la vida por radio imitando al peruano parlanchin. Un largo chaparrón cayó hasta hoy. Los ideales ya no crecen como entonces, pero todavía puedo contar, puedo ver lo profundo en lo playo. Los anónimos tienen nombre y apellido, no paran de remarcar, ya lo confesó uno de ellos en reunión de amigos. Odian a los pobres que ellos generan. Esos que a la hora de elegir también se equivocan y pueden elegir un anónimo conocido de ojos claros.