El Oreja Fabián, a pesar de tener siempre su mente y sus oídos abiertos a todos los temas, prefería hablar sólo de aquellos que lo apasionaban, cine, historia y aviones. Basado en la frase tan usada,” la realidad siempre supera a la ficción”, no entendía, entonces, porqué había tanta gente empecinada en leer cuentos y novelas en lugar de estudiar Historia. Aseguraba que la imaginación humana estaba resumida en la Ilíada y la Odisea, que todo lo demás, salvo honrosas excepciones, se trataba de egos encuadernados. 

Más allá de su aparente posición extrema, nunca dejó de leer mis escritos ni preguntarme por la génesis de aquellos que les agradaban, sobre los otros, no dudaba en hacerme llegar su crítica contundente, “cuando uno no tiene nada para decir, tampoco lo tendrá escribiendo”. 

Durante unos cuantos años supimos celebrar lo que denominamos killa raymi, reuniones en noches de luna llena con invitados delirantes, que iluminaron con sus almas un verdadero ámbito de creación. Una noche con el satélite en cuarto menguante, me citó a solas para decirme que tenía los días contados, una enfermedad pulmonar sin cura se le había despertado con previo aviso. Aceptó la noticia con la misma entereza de siempre, incapaz de echar culpas afuera, le agradeció al cigarrillo su compañía a lo largo de casi todo el camino y nombró a su ansiedad, única responsable de haber convertido un placer en vicio. 

A partir de ese momento intensificamos reuniones a solas, sin tener en cuenta las fases lunares. Es sabido que sólo un capricorniano es capaz de soportar a otro capricorniano, que quienes nos tildan, con toda razón, de fríos, cerebrales y materialistas desconocen nuestra escondida cola de pez, laguna de mar al que acceden por arte de magia algunos seres especiales para no irse jamás. 

En aquel lugar oculto supimos tender la mesa, entre astros y estrellas, como dos cabras que descansan sobre el peñasco más alto de la montaña de la vida. El historiador aficionado pensaba que era mucho más factible un error en la fecha de nacimiento de nuestro representante más famoso, antes de creer que el resto de los apóstoles, excepto uno, habían nacido bajo la misma constelación del crucificado. 

Muchas veces presté libros que terminaron siendo obsequios, pero nunca había comprado un texto para regalar, hasta el día que adquirí un ejemplar de “Cuentos crueles” y se lo llevé con el fin de que aflojara con los documentales e invirtiera todo el tiempo que le sobraba alimentando su imaginación. Una mezcla de sorpresa e indignación fue lo que sentí cuando me confesó que había leído todos los escritos de dicho autor, a quien le estaba eternamente agradecido. 

Antes de que me dejara llamarlo farsante, me desgarró con una historia nunca contada, luego de acomodar la voz, dijo, “cuando murió mi madre, decidí cremar su cuerpo en Villa Constitución, al llegar al crematorio, la recepcionista nos invitó a pasar a una sala de espera, le dije que estaba solo y le solicité la ubicación de la librería de la ciudad. Al llegar al negocio, me miró desde la tapa de un libro un tipo desconocido para mí, sentí que me decía "te estaba esperando, acá estoy dispuesto a acompañarte en este duro trance”. Ambos nos fuimos a un bar en donde leí en voz alta uno de sus cuentos al azar. ¿Vos sabés a quién se lo deja solo cuando se le muere la madre?... a Nadie. Me sentí Odiseo en ese momento contra la crueldad de Polifemo. Las cosas que nos pasan ya pasaron millones de veces en el curso de la historia, conocerla, nos ayuda a perdonar".

Otra noche sin killa pero con raymi, el Fabi intentó convencerme de que tenía que alejarme del papel escrito y actualizarme en computación. De acuerdo a mi costumbre de nadar contra la corriente, tal vez por elegir siempre morir abrazado a lo que amo antes de saltar de rama en rama detrás de lo que me conviene, intenté explicarle mi pasión anacrónica. Elegí, para graficar mis convicciones, armar un barquito con la hoja de un cuaderno, hacerlo navegar por las olas del aire y recordarle que las cartas de amor, las mismas que nada saben de baterías agotadas ni sistemas caducos, siempre vencieron al tiempo, que sólo podían ser destruidas por el mismo fuego con el que alguna vez habían sido escritas. 

En la reunión posterior me recibió feliz y agradecido por la idea que sin querer le había regalado. Sentado en su sillón de mimbre, me mostró emocionado una caja de archivo color azul llena de gordos sobres, celosamente cerrados, sin destino ni remitente, solamente se diferenciaban entre sí por distintas leyendas escritas con letra apretada en la parte superior izquierda, “para cuando cumpla 30 / para cuando se enamore/ para cuando tenga su primer hijo/ para cuando decida no tener hijos…” 

Dicha encomienda quedaría a cargo de un querido primo del campo, único pariente en quien confiaba plenamente para que jugara como un cartero del tiempo y entregara en mano, todas las palabras de amor escritas a la destinataria, su única hija. 

Una mañana de burocráticos trámites en el centro, aproveché para visitarlo imprevistamente. Me recibió Juanita, mujer robusta y alegre con fuerza y maña suficiente para acostar, levantar y bañar a su paciente. Visiblemente asustada me abrazó y dijo gritando, “¡Dios escuchó mi llamado!¡ Usted es el único que le puede levantar el ánimo!”, después, casi susurrando, me advirtió, “el señor tiene malos pensamientos, por las dudas puse el arma arriba del ropero…si lo hace reír, recuerde levantar el paso de oxígeno, para que no se ahogue, vio”. 

Como todo poder exterminador, la enfermedad no consensua, domina. Para conciliar el sueño, mi hermano del alma ya no debía imaginar a su amor imposible arrullándolo con una canción desde lejos, tampoco en pilotear un Pucará a pocos metros del mar atravesando un paisaje con ballenas y delfines danzando a su alrededor, se dormitaba unos minutos contra su voluntad y al despertarse pedía disculpas antes de seguir con la charla interrumpida. En uno de esos intervalos, abrió grande los ojos y me preguntó preocupado: ”Flaco, cuando termine de mudarme al silencio, vos… ¿con quién vas a conversar?". Después de otra ausencia momentánea, habló sobre la eutanasia, citó la frase que Alfredo le dijo a Toto en Cinema Paradiso, "el progreso siempre llega tarde", y abogó por su libertad de decidir cuándo debía dejar de sufrir. 

Si la herencia, la suerte o una desmedida ambición me hubieran forrado en plata, seguramente habría usado una parte del botín para construirme una casa con aberturas y muebles a mi medida, demasiado esfuerzo me cuesta moverme en un mundo estandarizado. No dudé ni un instante en aprovechar una de las pocas ventajas que me otorga la altura, con un solo movimiento, como quien encesta una volcada en el último segundo de un partido perdido, tomé la pesada caja de madera desde el techo del armario y la devolví al primer cajón de la cómoda. 

A modo de despedida, apreté despacio el lóbulo de la oreja derecha del aviador, mojé su frente con un beso húmedo, salí del dormitorio sin hacer ruido, colgué la copia de llaves en el gastado porta llavero con forma de monumento a la bandera y le aclaré a la cuidadora, a modo de saludo, que estaba confundida, que nunca lo había hecho reír, siempre lo habíamos hecho juntos, porque no hay nada más lindo en la vida que reírse con un amigo. 

Bajé a la calle, deambulé por la peatonal bajo mi propia lluvia torrencial, con hilachas de la misma alegría con la que corría hasta las vidrieras de la juguetería Pinocho, caminé despacio hasta la puerta de una de las pocas librerías que quedan en pie. Desde lo alto de una estantería me topé con la mirada canchera de Abelardo Castillo, quien desde la tapa del libro “cuentos completos” me decía en silencio, “te estaba esperando, tal vez haya llegado el momento de retomar viejas charlas en los duros tiempos que se avecinan y en los cuales no tendrás a nadie con quien hablar”.