Una bandera de tela amarrada con palos de obra y sostenida por cuatro mujeres atrajo la atención de varias personas que marchaban al grito de #NiUnaMenos. Decía: “Hijas e hijos de genocidas por la Memoria, la Verdad y la Justicia”. Una señora se acercó y les preguntó:

--¿Ustedes son hijas de desaparecidos?

--No, nosotras somos hijas de genocidas --le respondió Analía Kalinec.

Aquella marcha del 3 de junio de 2017 fue escenario de la primera aparición pública del colectivo Historias Desobedientes, que se había fundado unos días antes.

Nacida en octubre de 1979 en Córdoba, Analía es maestra de enseñanza primaria, psicóloga y cursa la carrera de derecho en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Es cofundadora del Colectivo Historias Desobedientes, integrado por familiares de quienes tienen un vínculo filiatorio con genocidas y defienden las políticas de Memoria, Verdad y Justicia.

Analía Kalinec es hija de Eduardo Kalinec, comisario retirado de la Policía Federal Argentina (PFA) condenado en 2010 a cadena perpetua por delitos de lesa humanidad cometidos en el circuito de centros clandestinos de detención ABO (Atlético, Banco y Olimpo), durante la última dictadura cívico-militar (1976-1983). “Doctor K” es el pseudónimo con el que lo llamaban en los centros donde secuestraba y torturaba.

En 2005, con su padre ya preso, Analía Kalinec comenzó un largo recorrido personal en la búsqueda de Memoria, Verdad y Justicia. Casi en “tiempo real” escribió Llevaré su nombre. La historia desobediente de un genocida (Ed. Marea). En un momento dado dejó de escribir. En 2008, cuando nació su primer hijo, Analía empezó otro registro, con un ánimo y un contenido que no imaginó nunca. Al asumir la condición de genocida de su padre el libro se convirtió en la síntesis de su historia personal y la historia colectiva de un país.

Lo que siguió fue un ruido ensordecedor. Lo que sobrevino a su necesidad de conocer la verdad fue también una demanda por “indignidad” presentada en 2019 por su padre y dos hermanas. La cédula que recibió anunciaba que su padre quería evitar que lo heredara a él y a su madre, fallecida en 2015.

Días atrás, Analía Kalinec le pidió a la jueza civil Marcela Eiff que desestime la demanda por “indignidad” que le inició su padre: “No permita que esta hija desobediente a los mandatos de silencio sea castigada por pensar diferente del padre genocida”. En el escrito que presentó, dice: “Ante el negacionismo de mi padre y de mis hermanas, quiero expresamente reivindicar y enumerar en este alegato cada uno de los casos, cada una de las víctimas por su nombre y apellido por las que mi padre fue condenado por homicidio agravado, por secuestro calificado y por torturas en 153 hechos y dar por tierra la supuesta generalidad de lesa humanidad”.

--Un propósito vertebrador de Llevaré su nombre fue unificar a tu padre y al “Dr. K” en la misma persona. ¿Lo lograste?

--Este es el dilema que atraviesa el libro. Lo fui escribiendo durante estos 20 años desde una ingenuidad supina, una profunda ignorancia acerca de los crímenes que mi padre había cometido. La negación fue mi primer mecanismo de defensa: “no, hay un error. Mi papá no, no puede ser. Mi papá me va a explicar”, me decía a mí misma. Al mismo tiempo, creé un mecanismo de disociación: ubicaba a mi papá en un lugar, y al represor, en otro distinto. Con un trabajo de análisis y de introspección, pude entender que eran la misma persona. Ese que llegaba a casa, me alzaba en brazos y me trataba afectuosamente, en otro ámbito de su vida, torturaba, secuestraba y desaparecía personas. Esto es lo ominoso, lo siniestro. Historias Desobedientes busca visibilizar la figura del padre genocida, del abuelo genocida, del tío genocida.

--¿Pudiste superar aquella resistencia a aceptar que tu padre era/es ese genocida?

--Uno convive con esto todo el tiempo. Ni se supera ni se resuelve. La resistencia persiste, inconsciente, en algún lugar de espera de algo. Me digo: “mientras mi papá viva existe la posibilidad de que pueda hablar, de que se pueda arrepentir, de que pueda contar acerca de los destinos de los desaparecidos y los bebés nacidos en cautiverio”; algo muy controvertido también en relación al daño que estas personas han hecho y que siguen generando con su silencio.

--¿Por qué lo definís como controvertido?

--¿Cómo esperar algo bueno de eso? Allí es donde entiendo que esto es intransferible en términos de lo que puedo sentir y que tiene que ver con mi condición de hija y del vínculo particular que tuve con ese hombre. Hay algo que cada tanto emerge en algún fallido, en algún sueño, en algún pensamiento recurrente, donde digo: “a mí me gustaría que mi papá se arrepienta, que cuente lo que sabe y pueda rever algo de esto”. Pero soy consciente de que esa espera me genera daño; crea en mí cierta expectativa en relación al poder que le doy de decidir si habla o no. Más fácil sería decir: “no, no va a hablar, ya está, que se pudra en la cárcel”.

--¿Qué te permitió distinguirte de los miembros de tu familia y reconfigurar a ese padre con el que viviste, desde un costado ideológico opuesto?

--Es la pregunta del millón. Cuando uno nace y crece en una familia que no elige, incorpora ciertos marcos ideológicos a partir de esos vínculos filiatorios, de esas primeras socializaciones. Para mí fue muy impactante, cuando empecé el Ciclo Básico Común (CBC) en la UBA, darme cuenta de que había gente que no era católica. Somos cuatro hermanas de la misma generación, pero somos muy distintas pese a haber vivido en la misma casa y tener la misma mamá y el mismo papá. Vivimos en el mismo contexto histórico. ¿Qué me llevó a elegir la universidad pública para estudiar y trabajar? Elecciones de vida, supongo, como consecuencia de un recorrido personal muy distinto al de mis hermanas.

--¿Cuáles fueron sus recorridos?

--Mis dos hermanas más chicas ingresaron a trabajar en la Policía Federal. Yo estudié magisterio; seguí estudiando en escuelas privadas y católicas porque ignoraba la existencia de una oferta pública. Esa opción no estaba dentro de mi campo de posibilidades hasta que me recibí de maestra y conocí a quien es el papá de mis hijos. A partir de entonces, ingresé en el mundo de la universidad pública.

--¿Cómo encajó esa decisión en tu esquema familiar?

--En mi casa aparecía muy fuerte la cuestión económica: mi padre era el único proveedor y mi mamá siempre fue ama de casa. Pedirle plata a mi papá no me cerraba. Así es que la universidad pública me dio la posibilidad de estudiar sin depender de ese dinero. Además, trabajaba de moza en un bar. Una de mis hermanas también empezó el CBC pero no lo terminó y optó por estudiar en la universidad de la Policía Federal, donde se recibió. Mi hermana más chica también estudió magisterio, después ingresó a la carrera de Medicina y se recibió en la universidad de la Policía Federal. Esto explica dónde estamos paradas en relación con nuestra historia familiar. Yo siento que pude vincularme con mundos muy distintos, empecé antes con esa ruptura.

--¿De qué manera?

--Por empezar, me casé con alguien que venía de una familia anarquista y era 20 años mayor que yo. Alguien que traía en su cuerpo y en su experiencia la vivencia de la dictadura. Esa ruptura también fue posible al ingresar a la universidad pública y participar de relatos a los que no habría tenido acceso dentro de mi casa. Creo que así me fui formando como alguien diferente, con herramientas y referentes que excedían aquella socialización primaria. Esa experiencia hizo que mi compromiso social fuera muy distinto. Mis hermanas tienen un compromiso con la Policía Federal más que con la sociedad. Yo trabajo en una escuela pública y mis hijos van a la escuela pública. Cada 24 de marzo debato con mis alumnos lo que ocurrió durante la dictadura. Es decir, los cuestionamientos a los que me enfrento se distinguen de las disyuntivas que puedan tener mis hermanas, que viven en círculos de confort donde nadie se pregunta nada... Se mira para otro lado.

--¿Qué creés que tus hermanas, a quienes no ves, le dicen a sus propios hijos de vos?

--El libro se lo dedico a Luis, que es el papá de mis hijos y compañero de vida; a mis hijos Gino y Bruno; a Franco y Carolina, mis sobrinos mayores de 22 y 24 años, hijos de mi hermana mayor; a Máximo, hijo de mi hermana menor; y a Benicio, hijo de mi tercera hermana, a quienes no conozco. Hoy son chiquitos pero en algún momento crecerán y sabrán de la existencia de esta tía. Entonces podrán tener acceso a mi versión de los hechos. Máximo, el hijo de mi hermana más chica, está con un diagnóstico de autismo, y Benicio, que es el más chiquito, tiene un trastorno en el lenguaje.

--¿A qué lo atribuís?

--Es el síntoma en su máxima expresión dentro del corazón de la familia. Este crimen que atraviesa a la humanidad, a la sociedad argentina, se instala también en la familia de los perpetradores como un secreto, como lo no dicho, y sigue generando secuelas a través de las generaciones. Esto no es gratis para la familia de los perpetradores. Como novedad, creo que es algo interesante que habilita Historias Desobedientes: visibilizar, pensar que allí también hay un daño social, operar con políticas públicas sobre ese sector de la sociedad que está invisibilizado.

--Dos de tus hermanas integran la PFA. ¿Cómo lidiás con las dos decisiones, la de tus hermanas de dejar de verte y la de elegir la institución a la que aún pertenece tu papá?

--Como contexto, les cuento que ellos me están haciendo un juicio. En un momento dado le escribí una carta a una de mis hermanas. Nos mensajeamos y reconocimos que nos extrañábamos mutuamente. Allí fue que me encontré con ella y, por primera y única vez, lo vi a Benicio. Quedamos en volver a vernos. A los pocos días me llegó una notificación judicial donde decía que la jueza nos convocaba para una mediación obligatoria.

--¿Cómo reaccionaste ante esa situación?

--Con mis angustias y contradicciones, le escribí una carta, que publiqué en el libro, en la que decía: “me gustó verte, conocer al nene, pero esto no me lo banco. Vos me estás haciendo un juicio, vos sos mi hermana, vos no podés estar haciendo esto, y yo de esto me tengo que cuidar”. Cuando se efectivizó aquella mediación, ninguna de mis dos hermanas se presentó, solo mi papá. Me tengo que preservar incluso del cariño que les puedo llegar a tener, porque quererlas me hace mal. Yo tengo una historia de amor y afecto con mis hermanas que, de repente, se ve interrumpida por un hecho traumático, un padre que aparece en su dimensión genocida. Entiendo que la manera en la que lo están resolviendo mis hermanas es la peor posible. Lo paradójico es que también para ellas yo lo estoy resolviendo de la peor manera posible.

--La primera marcha que hiciste como parte del colectivo Historias Desobedientes fue en 2017. ¿Qué recordás de aquel día?

--Tuve que atravesar muchas vidas hasta llegar a Historias Desobedientes. El colectivo se fundó el 25 de mayo de 2017, nuestra primera acción política fue marchar en el Ni una menos, el 3 de junio de ese año. Éramos cuatro mujeres. Ese día se sumaron un par más. Habíamos mandado a hacer una bandera en una tela de banner y habíamos puesto como sostén unos caños de obra; era una bandera que pesaba tres toneladas y nosotras cuatro con esto, con la frente en alto, llevando esa bandera que decía: “Hijas e hijos de genocidas por la Memoria, la Verdad y la Justicia”.

--Vaya impacto que deben haber generado en la marcha. Un evento cuasi disruptivo.

--Fue un nivel de exposición altísimo. Avanzamos con la bandera y la miraban de lejos, algunos sacaban fotos, otros se corrían... También recuerdo a una señora que se acercó y preguntó: “No entiendo. ¿Ustedes son hijas de desaparecidos?”. “No, nosotras somos hijas de genocidas”, le respondí. La mujer se puso a llorar. Al otro día fuimos se viralizó nuestra intervención en esa escena y nos contactaron muchos medios. Sobre todo, los medios internacionales levantaron la noticia de la existencia de este movimiento. La mayoría venimos de recorridos dolorosos. No somos responsables por los crímenes de nuestros familiares, pero cómo se lo explicamos al inconsciente que no da bola. Pero entendimos tempranamente que la emergencia de esta organización colectiva tiene mucho para aportar a nivel social.

--¿Cuál es el aporte que pueden hacer los familiares de genocidas a la construcción de la memoria colectiva?

--Estamos visibilizando y poniendo a trabajar a nivel social una problemática que aún no ha sido explorada a nivel social ni a nivel teórico. Los crímenes de lesa humanidad generan mucho daño en estas familias; lo pienso también en la interna de mis hermanas, que niegan lo que sucedió o miran para otro lado. Es una problemática relacionada con lo no dicho. Sobre eso, Historias Desobedientes hace la diferencia al horadar esa capa impenetrable, esos vidrios blindados que están en las familias de los genocidas y que, de a poco, se van resquebrajando frente a la contundencia de la lucha de los organismos y los juicios que se llevaron a cabo en Argentina.

--¿Cuál es el foco de atención de Historias Desobedientes?

--El interior mismo de las familias de los genocidas, en la paradoja entre los deberes de lealtad familiar y el deber ético y social de repudiar estos crímenes. Los familiares de los genocidas tenemos mucho para decir, no decirlo también es una decisión. Nuestras familias se insertan dentro de una determinada cosmovisión del mundo: marcos ideológicos generalmente de derecha y ultracatólicos, que vienen con rigidez de pensamiento y poca tolerancia hacia la disidencia. Nuestros testimonios tienen mucho que aportar acerca de cómo funcionan estas familias y su ideología.

--¿Cómo te acercaste a los organismos de derechos humanos?

--Encontramos mucha empatía y reconocimiento por parte de las Madres, de los nietos restituidos; ellos también atraviesan una ruptura muy fuerte con los vínculos de crianza, con sus apropiadores. Nuestros padres son biológicos, pero lo que uno construye a nivel afectivo con esas primeras figuras es un vínculo imborrable. Después viene la defraudación, te sentís estafado. Lo vivido no se puede borrar; cómo lo elabore cada quien será distinto en cada caso.

--¿Cómo interpretás el hecho de que Policía Federal no haya exonerado a tu padre?

--Es uno de nuestros reclamos desde Historias Desobedientes. Es muy deshonroso para estas instituciones mantener a criminales de lesa humanidad entre sus filas. Creo que opera de manera negativa en los nuevos cuadros y en las generaciones que se están formando, quienes se asumirán como parte de ese linaje también. Desde esa cultura institucional se apaña y reivindica de modo solapado --y a veces no tan solapado-- una actuación en nombre de “la defensa de la patria”. ¿Cómo deconstruir esto si la propia institución no da cuenta de la gravedad de estos hechos ni los repudia?

--El título del libro reafirma tu decisión de no cambiarte el apellido.

--Cambiarme el apellido no modificaría mi forma de pensar, seguiría teniendo los mismos recuerdos, las mismas contradicciones; en definitiva, el mismo papá. Llevaré su nombre es una forma de decir: “ésta es la historia que me tocó, este es el apellido que me tocó y desde este lugar yo elijo hacer algo diferente”. Lo contundente del movimiento es que los propios familiares de genocidas repudien esos crímenes. Algo inédito en el mundo. Tiene que ver con un posicionamiento personal: reafirmarme en ese apellido significa que también desde el lugar de hija le reclamo a mi papá. La sociedad entera reclama que mi padre cuente la verdad sobre los detenidos-desaparecidos; incluso su propia hija. En el seno íntimo de su familia también está este repudio.