En aquellos tiempos en que los sueños eran modestos es cuando sucedían las más grandes alegrías con que nos íbamos a dormir todas las noches o la mayoría de ellas.

Que nuestro barrilete volara más alto que los otros en esa media tarde que uno rogó eterna pero al final era el pasado, quién no había podido hacer un gol en ese picado que entraba en el recuerdo. Daba lo justo para irse a la cama con una sonrisa y hasta incluso apechugar con un reto tardío de padre incomprensivo, porque tal vez pensábamos que era el precio que le debíamos a la felicidad que emanaba del cielo o de Dios o de quién sabe. Pero en definitiva era que todo estaba bien porque en la mesa había un plato de comida caliente y una cama que nos esperaba con las frazadas con que me arropaba la madre amorosa y dirigente. La madre que hemos perdido para siempre en la inclemencia de los tiempos reales.

Muchas veces pienso que aquella infancia lejana, pletórica de sol y generosa de cielos y de aire libre que eran el marco de nuestros juegos sin juguetes, pero grandes de ilusiones y de acumulación de todo ese recuerdo para compartir con los que caminaron la infancia al lado nuestro, aunque hoy estemos todos dispersos por el resto del país y del mundo, pero que son el espacio común que nos convoca cuando están todos juntos o algunos con quienes nos vemos más a menudo, y uno sabe entonces que hay un magma íntimo, una historia, una travesura, una cosa secreta, pequeñísima, pero es como una soga fuerte que nos tiene amarrados y nos identifica para siempre.

No diré que el tiempo no haya hecho mella en nosotros, en los costurones de impiedad que nos recuerdan que somos hombres adultos y tal vez demasiado experimentados, pero orgullosos de ese espacio que compartimos al principio de los tiempos, esa zona íntima y que hoy es la excusa para querer seguir hablándonos, juntándonos, bebiendo y comiendo un asado de tira bajo los árboles muy verdes que no son los nuestros pero están en el suelo donde estuvieron los otros y nuestros pies de infantes hicieron sus primeros pasos sobre la costra dura del planeta bajo soles que calcinaban el hirviente polvo, soportaban los temporales con su barro donde las huellas enllantadas de los carros producían esas heridas hondas donde luego se formaban charcos, y al salir el sol convocaba abejas y mariposas que venían de los verdes alfalfares donde nos tirábamos de espaldas a mirar el cielo límpido que cruzaban las cigüeñas y las garzas y aún alguna golondrina perdida de la bandada que migraba en ese otoño para cruzar el mar en busca de alguna tierra más cálida que ésta, que con su pronta inclemencia hostigaría la endeblez de su cuerpito que era en el aire todo vuelo como un carbón con alas que se volvía cada vez más y más pequeño.