Después del atentado a las torres gemelas, Salman Rushdie decidió publicar un libro que reconstruyera su vida desde la condena a muerte lanzada por el Ayatolá Jomeini tras la publicación de su novela "Los versos satánicos", que adquirió súbita actualidad con el atentado sufrido este viernes en Nueva York. 

El libro, que cuenta la historia en tercera persona, lleva el nombre de Joseph Anton, que fue el elegido por él, en homenaje a Joseph Conrad y Anton Chejov, para identificarse en clave con los miembros de las fuerzas de seguridad dedicados a cuidarlo.

De sus páginas surgen los dos fragmentos que se reproducen a continuación. En primero refleja sus primeras sensaciones al enterarse de la "fatwa" en su contra y el segundo refiere a la transmutación inevitable que sufrió su novela tras la difusión de su condena a muerte.

La primera noche

Era media tarde, y ese día sus dificultades personales le parecían intrascendentes. Ese día se manifestaban en las calles de Teherán multitudes enarbolando pancartas en las que se veía su rostro con los ojos arrancados, lo que le confería el aspecto de uno de los cadáveres de Los pájaros, con las cuencas de los ojos picoteadas, sanguinolentas, ennegrecidas. 

Ahora ése era el tema dominante: la tarjeta del Día de San Valentín, sin ninguna gracia, enviada por aquellos hombres barbudos, aquellas mujeres con velo y aquel viejo mortífero que, agonizando en su habitación, realizaba ese último esfuerzo para alcanzar una gloria macabra y criminal. 

Cuando el imán llegó al poder, asesinó a muchos de quienes lo habían ayudado a alcanzarlo y a todos aquellos que no eran de su agrado. Sindicalistas, feministas, socialistas, comunistas, homosexuales, prostitutas, y también a sus propios lugartenientes. 

Los versos satánicos incluía un retrato de un imán como él, un imán transformado en un monstruo cuya boca gigantesca devoraba su propia revolución. El verdadero imán había arrastrado a su país a una guerra inútil con el país vecino, y había muerto toda una generación, centenares de miles de jóvenes de su país, antes de que el viejo le pusiera fin. Declaró que aceptar la paz con Irak era como ingerir un veneno, pero lo ingirió. 

Después de eso los muertos clamaron contra el imán y su revolución pasó a ser impopular. Necesitaba algo para volver a unir a los fieles y recuperar su apoyo, y lo encontró en un libro y su autor. El libro era obra del diablo y el autor era el diablo, y eso le proporcionó el enemigo que necesitaba. Ese autor acurrucado en aquel piso de un sótano de Islington con la esposa de la que ya estaba medio distanciado. Ese era el diablo necesario para el moribundo imán.

Cómo el libro dejó de ser una novela

La edición británica de Los versos satánicos apareció el lunes 26 de septiembre de 1988, y ahora él, en retrospectiva, sentía una profunda nostalgia por ese momento, la época en que los problemas aún parecían lejos. Ese otoño, por un breve período, la publicación de Los versos satánicos fue un acontecimiento literario, comentado en el lenguaje de los libros. ¿Era bueno? ¿Era, como Victoria Glendinning apuntaba en el Times de Londres, “mejor que Hijos de la medianoche, porque es más contenido, pero solo en el sentido en que son contenidas las cataratas del Niágara”, o, como Angela Carter dijo en The Guardian, “una obra épica en la que se han perforado orificios para dejar entre visiones (...) (una) novela populosa, locuaz, a veces cómica, extraordinaria, contemporánea”? ¿O era, como escribió Claire Tomalin en The Independent, “una rueda que no giraba”, o una novela que “se precipitaba, con las alas derritiéndose –-según la opinión aún más áspera de Hermione Lee en el Observer–, hacia la ilegibilidad”? ¿Era muy numeroso el apócrifo Club Página 15, formado por lectores incapaces de pasar de ese punto en el libro?

Muy pronto el lenguaje de la literatura quedaría ahogado por la cacofonía de otros discursos, políticos, religiosos, sociológicos, poscoloniales, y el tema de la calidad, de la intención artística sería, llegaría a parecer casi frívolo. El libro sobre la emigración y transformación que había escrito estaba desvaneciéndose y siendo sustituido por otro que apenas existía en el que Rushdie alude al Profeta y sus Compañeros como “escoria y vagabundos” (no era así, pero sí permitió que esos personajes que perseguían a los adeptos a su Profeta ficticio emplearon un vocabulario soez), Rushdie llama rameras a las esposas del Profeta (no era así, aunque las prostitutas de un burdel en su imaginaria Jahilia adoptan los nombres de las esposas del Profeta para excitar a sus clientes; las esposas en sí se describen claramente como mujeres que llevan una vida casta en el harén), Rushdie usa la palabra “fuck” demasiadas veces (bueno, está bien, la usó bastante). Esta novela imaginaria era contra la que se dirigiría la cólera del Islam, y después de eso pocas personas desearon hablar del libro real, salvo, a menudo, para coincidir con la valoración negativa de Hermione Lee.

Cuando sus amigos le preguntaban qué podían hacer para ayudar, él a menudo suplicaba: “Defiendan el texto”. El ataque era muy concreto, y sin embargo la defensa a menudo era general, basándose en el poderoso principio de la libertad de expresión. Tenía la esperanza de recibir, y muchas veces sentía que necesitaba, una defensa más específica, como la defensa de la calidad realizada en los casos de otros libros atacados, El amante de lady Chatterley, Ulises, Lolita; porque ése era un ataque violento no contra la novela en general ni contra la libertad de expresión en sí, sino contra una acumulación concreta de palabras (componiéndose la literatura, como le habían recordado los italianos en el palacio de Queluz, de frases), y contra las intenciones y la integridad y la capacidad del escritor que había juntado esas palabras. Lo ha hecho por dinero. Lo ha hecho por la fama. Los judíos lo han inducido a hacerlo. Nadie habría comprado este libro ilegible si él no hubiera vilipendiado el Islam. Esa fue la esencia del ataque, y por consiguiente, durante muchos años, se negó a Los versos satánicos la vida corriente de una novela. Se convirtió en algo más pequeño y feo: un insulto. Había algo de surrealistamente cómico en esta metamorfosis de una novela sobre metamorfosis angélicas y satánicas en una versión-demonio de sí misma, y se le ocurrieron unos cuantos chistes de humor negro al respecto. (Muy pronto correrían chistes sobre él. ¿Has oído hablar de la nueva novela de Rushdie? Se titula “Buda, pedazo de cabrón”.) Pero, para él, el humor estaba fuera de lugar en este nuevo mundo, un comentario cómico sería una nota chirriante, el desenfado era del todo inapropiado. Como su libro se convirtió simplemente en un insulto, él se convirtió en el Insultador; no solo a ojos de los musulmanes, sino en opinión del público en general. Encuestas realizadas después del “caso Rushdie” empezaron a demostrar que una gran mayoría del público británico consideraba que el autor debía presentar una disculpa por su libro “ofensivo”. Esa no sería una disputa fácil de ganar.