Cuando el 8 de febrero de 2015 la cadena estadounidense AMC estrenó Better Call Saul, pocos esperaban que el spin-off de Breaking Bad fuera más que eso: una serie desprendida de un universo que había cosechado un fandom amplio e intenso y que, como tal, aportaría las piezas faltantes para completar el rompecabezas narrativo de las desventuras narcóticas del profesor de Química Walter White y ese Sancho Panza yonqui llamado Jesse Pinkman. Siguiendo esa lógica, quedaba por saber si el abogado Saul Goodman había sobrevivido a la brutal carnicería del final de aquella serie, algo que el director, guionista, showrunner y alma mater de ambas criaturas, Vince Gilligan, reveló antes de los créditos iniciales del primer episodio. 

Allí mostró a Goodman trabajando en una panadería bajo otra identidad y con una paranoia que lo llevaba a desconfiar de todo y de todos, como si supiera que el pasado volvería para saldar cuentas. Sesenta y tres capítulos después, aquel comienzo puede leerse como el gesto más cabal de que Better Call Saul iba a tener vida propia. Una vida expansiva, con un vuelo artístico notable y personajes cuya construcción debería estudiarse en todas las escuelas de guion de la Vía Láctea.

El arco temporal de la serie abarcó desde fines de los noventa hasta principios de la década pasada. Mientras Saul, todavía llamado Jimmy McGill (Bob Odenkirk), intentaba hacerse visible y obtener el beneplácito de su hermano mayor Chuck, de “este” lado de la pantalla arrancaba la llamada nueva “Edad de Oro” de las series con The Wire y The Soprano. En línea con ellas, Better Call Saul apostó menos al impacto y a los ganchos narrativos que prometían resolverse en el capítulo siguiente (lo que en inglés se llama cliffhanger) que a la progresiva construcción de un entramado complejo y poblado por hombres y mujeres con matices, además de un desarrollo sin apremios, toda una subversión del frenetismo asociado a la pantalla chica.

Con el fin de Better Call Saul –que completa el tríptico iniciado por Breaking Bad y continuado en 2019 con el largometraje El Camino: una película de Breaking Bad–, este martes 16 de agosto en Netflix, se va el último baluarte de una época previa al mandato de los algoritmos en la que la audiencia debía amoldarse a las series y no al revés. Gilligan imaginó un espectador paciente, dispuesto a entregarse a un disfrute sin grandes picos de éxtasis y a decisiones de su parte a priori difíciles de entender. A fin de cuentas, si a los tres minutos ya se sabía que Saul había sobrevivido, ¿qué quedaba para más adelante? ¿Qué tendría entre manos Gilligan para haber entregado la zanahoria tan rápido? ¿Acaso la serie estaba “matando al padre”, como diría Freud, para, a la manera de Saul, desprenderse del pelaje previo y alcanzar una madurez individual?

Los guiños y referencias a Breaking Bad fueron comidilla para los seguidores. Pero Better Call Saul pudo, puede y podrá verse sin tener la más remota idea de quién era Walter White ni ninguno de los personajes con presencia en ambas series. Gilligan evitó recorrer los caminos comunes de las precuelas y, si bien gran parte de la trama se desarrolló cuando Saul ni siquiera llamaba así, en la última temporada arriesgó un salto temporal trasladando las acciones a la misma época que Breaking Bad. Una de las tantas razones porque la Better… pasará a la historia es porque se trata del primer spin-off que no solo le debe poco y nada a la serie original, sino porque fue capaz de reescribir las sensaciones del pasado haciendo que esa serie original pase a ser deudora de su spin-off. Un milagro que solo un creador con plena libertad pudo lograr.

Es tentador pensar que, durante seis temporadas, Better Call Saul mostró la conversión de un abogado mediocre y con un corazón enorme en uno famoso y con pocos escrúpulos a la hora cumplir sus objetivos. En términos estructurales, así fue. Lo particular es que nunca cayó en el facilismo de pensarlo como un tipo “bueno” o “malo”. Al contrario, Gilligan esfumó toda posibilidad de etiquetado fácil dotando a Jimmy/Saul de una ambivalencia constante que hizo que la aparente conversión fuera, en realidad, un largo tironeo entre Dr. Jekyll/McGill y Mr. Hyde/Goodman. Un tironeo motorizado por las ganas de terminar con la invisibilidad y el menosprecio, por el intento de allanarse un camino donde todo fue ripio y baches. Ver sino la relación con su muy exitoso hermano mayor y los socios del estudio de abogados donde Jimmy trabajó como cadete mientras estudiaba Derecho a distancia en una universidad medio pelo. 

El oasis fue la relación amorosa, llena de camaradería, contención y lealtad, con la también abogada Kim Wexler (Rhea Seehorn), quien junto al silencioso y ultra eficiente Mike Ehrmantraut (Jonathan Banks) funcionaron como los pilares éticos sobre los que la serie construyó su sustento moral.

Las aventuras de Jimmy fueron muchas y variadas. Abogado defensor de poca monta a cambio de monedas, arquitecto de planes descabellados cuya confección implicaba guardarse bien adentro del bolsillo los principios del Derecho, un hombre acomplejado por sus limitaciones y la sensación de patito feo, un hermano que entendió que para ser quien que quería debía responder las traiciones con más traiciones, un novio dispuesto a todo con tal de defender a su amada y, desde ya, el tipo que supo lidiar con los narcos más temibles que haya imaginado una ficción en mucho tiempo. 

Más allá de los juegos visuales que devinieron en una huella de estilo de Gilligan, el epicentro de Better Call Saul siempre estuvo en la evolución y las aristas emotivas de los personajes, como demuestra la memorable escena en la que Kim, ya alejada de la abogacía, llora a mares en un colectivo durante dos minutos luego de firmar el divorcio con Jimmy. Ese momento culmina con la mano de un pasajero anónimo apoyándose sobre el hombro de ella: imposible no imaginar que esa mano es la nuestra intentando contener a quien, sin saberlo, se enamoró de quien ya entró al panteón de los grandes héroes trágicos de la ficción audiovisual.