“Me quedé pensando en la cantidad de información que nuestros padres se guardan, esa caja negra que, de poder tener acceso, nos allanaría el camino para entendernos o, tal vez, volvernos más locos”, escribe Silvina Giaganti en el primer capítulo de Donde brilla el tibio sol (Mansalva 2022). Tres o cuatro páginas antes de ese fragmento comienza la travesía con una dedicatoria: “a Livia Arimaré y Victor Giaganti”.

Independiente, Avellaneda y familia es la formación táctica para contar en primera persona una intimidad que pareciera salir del punto más profundo de un charco que no se seca nunca. “Barrio, fútbol, padre”, como dice Santiago Llach en la contratapa “un cóctel que podría producir desastres, pero no”.

La arquitectura de este relato tiene un pigmento que no se discute, todo va, viene y pasa por el rojo. Como se le dice a Independiente en la jerga futbolera. No hay por donde salir pero el encierro agrada, porque Giaganti la mayoría del tiempo abre espacios a su intimidad arraigada a ese territorio que se llama C.A.I. (Club Atlético Independiente): un altillo en donde la computadora se usa en la madrugada para ver el documental de Adrian Caetano “Sangre Roja” y llorar por Independiente, el conjunto completo del rojo con el escudo de la remera cosido a mano, las dos veces que le gritó un gol en la cara a su padre aficionado de Boca y la primera trasnoche de su vida que fue para ver la final de la Copa Intercontinental de 1984 en la que se enfrentaron Independiente y Liverpool. 

“Cuando terminó el partido me emocioné y me sentí feliz, pero no tenía con quién festejar, así que apagué la luz de la cocina y me fui a dormir. ¿Será por eso que cuando cumplo años me voy de viaje y lo festejo sola? ¿Será por eso que cuando algo me sale bien me cuesta contarlo? ¿Será la felicidad algo mas íntimo de lo que parece? ¿O será que, al no haber tenido un modelo de felicidad familiar tuve que crearlo y me salió raro? Ya lo dijo Richard Ford, la vida se nos da vacía, hay que inventar la parte feliz”.

Silvina Giganti nació en la Clínica 25 de Mayo, el 29 de mayo de 1976. La clínica ya no existe según Google Maps. El rastreo del lugar en donde su madre la parió lo inició cuando empezó a escribir este libro, el segundo publicado, el primero fue Tarda en Apagarse (Caleta Olivia, 2017), un poemario que de boca en boca fue un bestseller secreto.

“El lugar en donde nací no existe más” es lo que le sigue a la dedicatoria y a la foto de portada en la que Silvina viste la campera de Independiente, así lisa y llanamente coloca este relato en el centro de la cancha para que quienes leen se sientan invitadxs al juego, me animo a decir que se lee de un tirón en 90 minutos.

A este libro no le falta corazón porque el barrio, la familia y el club la atraviesan, ¿y cómo se hace para que todo eso no pase por el corazón? “Durante una parte de mi infancia, a la cinco y cuarto de la madrugada, mi papá iba a buscarme a una pieza que daba a la esquina de mi casa. Entraba y susurraba las primeras sílabas de mi nombre, Silvi, Silvi, me despertaba un poco pero no demasiado, me alzaba upa para llevarme a dormir con mi mamá y me acostaba en el lugar que había dejado vacío. Una costra de calor, temperatura que heredé. Era lo último que hacía, después de desayunar y barrer parte de la casa, antes de irse a trabajar. A las 5:30 en invierno todavía era de noche, en verano era la hora en que empezaba a clarear” escribe en el capítulo que se titula “El corazón va por ascensor y la razón por escalera”. 

En escenas como ésta, Silvina prepara como si fuese un brebaje el agua del charco, el barro y por supuesto las distintas formas de sumergirse en la biografía ¿o autoficción? . Sigue : “Cuando me hice más grande, a veces me despertaba y lo espiaba esperando el colectivo, asustada y culpable. Asustada porque me daba miedo que le pasara algo y un día no volviera más. Culpable, porque sabía que iba a trabajar en parte por mí. Fue la vida de mi papá y, también, la de mi mamá, la que me hizo preguntarme qué es lo que lleva a un hombre, a una mujer, a trabajar toda la vida por otros, como es que no enloquecen”. 

Ese miedo tan mundano de la infancia y esa culpa que encaja tan bien en la adultez invitan a jugar y embarrarse y, también a escuchar la primera estrofa de una canción como la de Nino Bravo, y llorar como un bebé abandonado en una caja.