En un boliche de la Costanera sur, en las afueras de la gran ciudad, un grupo de artistas de varieté esperan que el público llegue para mostrar sus números: tango, ventriloquía, humor, payadas y hasta una “mujer perro” con su adiestrador. Mientras esperan, sus ilusiones y decepciones, sus ambiciones y fracasos, sus lealtades y traiciones aparecen en cada historia, que comparten para tratar de olvidar que sin público no hay comida. La rascada. Un teatrito de las orillas cuenta historias de esos personajes anónimos, marginales, en las orillas del arte y la ciudad. “La idea de lo periférico a mí me seduce mucho porque nos interpela de una manera metafórica muy poderosa”, dice Andrés Binetti, su director, a PáginaI12. “Lo que permiten esos espacios marginales es mayor incertidumbre en términos de escritura, de conflictividad, y la composición de personajes está un poco más podrida que otros lugares más confortables”, agrega sobre el espectáculo que puede verse los viernes a las 22.30 en el Teatro Anfitrión (Venezuela 3340).

Con quince actores en escena, La rascada es una obra coral que, al reunir las piezas, construye un universo en el que nada es definitivo: cada cual con sus miserias y virtudes lleva adelante la cosa como puede. Binetti cree que hay algo “muy conmovedor en eso, en el sentido de que te lleva a preguntarte por qué hacen esas cosas. Por ejemplo, perdonar a un ladrón. Si uno puede perdonarlo, me parece que hay un movimiento político ahí que me interesa laburar en un país en el que se festeja el linchamiento de algunos ladrones”, analiza, y cuenta que en sus obras intenta “trabajar cada personaje con la mayor cantidad de volumen, de capas. Ahí empiezan a jugar otras cosas y aparecen conflictos más pequeños, más sutiles, que generan un mundo que se vuelve conmovedor”. Y afirma que estas miserias y virtudes de la vida cotidiana “generan un sentimiento de empatía, de sufrir o alegrarte por el otro por las pequeñas victorias o pequeñas derrotas de esos personajes”.

La obra nació como un proyecto de graduación de la Universidad Nacional de las Artes el año pasado, y a Binetti le pareció interesante trazar un paralelo entre esos artistas populares de la primera mitad del siglo pasado y estos estudiantes que eligen la universidad pública para formarse en las artes: “Las rascadas que estuvieron desde los 20 hasta fines de los 60 por toda la Costanera y donde se trabajaba por la comida, era una situación un poco como la que estaban viviendo los chicos: ellos egresan, son actores y tienen que salir a ganarse el mango. Esa es la realidad. Y nos divertía jugar con ese imaginario”, recuerda. Algunos artistas populares salieron de estos lugares marginales y lograron llevar sus números al centro de la escena: Pepe Arias, (José) “Pepitito” Marrone y Chasman y Chirolita surgieron de estos espacios. “En ese lugar del oficio hay algo muy interesante, que muchas veces queda como periférico, en los márgenes, respecto de la actuación más de formación”, compara Binetti.

La puesta está ambientada en el ´56, y cuenta con un doble reverso: la “calle Corrientes”, el otro lado artístico que funciona como contraste ausente para recordar a los artistas que el éxito está en otro lugar; y el juego sobre el escenario en el que un retablo móvil ubica al espectador como voyeur de bambalinas para conocer la intimidad de estos artistas, o como público del número que ofrecen. Así, explica Binetti, puede poner en un mismo espacio sueños y frustraciones de estos actores y actrices que anhelan salir de los márgenes del mundo artístico, pero sin fingir virtudes que no poseen. “En estos personajes hay algo muy lindo de cierta resistencia a los mecanismos que les garantizarían el éxito: quieren triunfar haciendo cosas inviables. Incluso entre los personajes de la rascada no toleran mucho algunos números. Hay un movimiento de dignidad, quieren triunfar pero con lo que tienen para decir. Es interesante porque habla mucho de la actualidad teatral”, analiza.

–¿Por qué ambientar la obra en 1956?

–Hoy en día vivimos en un momento muy parecido. Me acuerdo de mirar los noticieros de Sucesos Argentinos que mostraban las joyas de Evita y había una proscripción de mencionar a Perón. Si bien no es una dictadura, hay algo que hace metáfora. Son momentos políticos de mucha condensación. Y me interesan los lugares de cierto aspecto de lo marginal, en el sentido amplio. Cierto lugar de lo que está más olvidado. Esos lugares me conmueven. El mundo de Roberto Arlt habla de lo que no se habla, que estuvo ahí y ya no está. Esas latencias me interesan mucho. Siempre es una imagen que conmueve. También es cuando históricamente la rascada empieza a decaer. A principios de los ´60 ya no queda casi nada. 

–Las historias de los personajes son más bien de miseria, pero hay momentos de humor muy marcados. ¿Cómo opera el humor en estas historias?

–La obra está sembrada de algunos momentos de humor que queríamos que descompriman situaciones y que generen un respirar para volver a conectarse con el drama de estos personajes. Me interesa el humor, porque a la vez te preguntás de qué te estás riendo. Por eso creo que es absolutamente necesario en el teatro. Genera un vínculo con el público que hace que se vuelva menos solemne todo. Hay algo de franqueza en eso. Dice “también somos unos pelotudos, no somos tan importantes ni tan serios”. Hay como una viabilidad entre lo profundo, la crítica política y el humor. Eso abre lugares que se ponen interesantes. No toda la reflexión tiene que ser seria, ni todo cuestionamiento político tiene que ser serio de por sí. Son esos lugares donde se juntan cosas que son potentes.