"A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires. / La juzgo tan eterna como el agua y el aire", escribía J. L. Borges en unos versos que acaso resuman lo que le pasa al público rosarino con su Museo Municipal de Bellas Artes. Otra idea del vate porteño que viene al caso define al clásico como eso que se presenta como necesario, cuyo artificio de creación ya es opaco. Este año, el Castagnino cumple 80. Ya no vive nadie que haya sido testigo adulto de sus orígenes, ni de las contingencias que podrían haber arrojado diferentes resultados.

Para transparentar tales procesos, para desnaturalizarlos, es que la gente del Museo celebra el aniversario en su remodelada sede de Bv. Oroño y Av. Pellegrini con una exposición en dos etapas: Un museo moderno, que abarca actualmente toda la planta baja. Como alegoría de esta transparencia, una grata sorpresa tras la remodelación es el cristal que ahora permite ver por dentro el depósito de esculturas.

Con su ensayístico título, "Un museo moderno, 1937‑1945. Arquitectura, coleccionismo y gestión en el Museo Castagnino", es eso: un ensayo visual y textual que se despliega en un espacio maratónico de recorrer, pero gratificante a cada paso. Cada uno de sus núcleos expositivos estuvo a cargo de acreditados especialistas en el tema, y se deja ver y disfrutar como un capítulo de una serie: una saga rica en ideales, proyectos, luchas de poder, viajes, utopías y belleza.

El relato se abre con el coleccionista Juan Bautista Castagnino (1884‑1925), explicando el historiador Pablo Montini por qué el Museo lleva su nombre. Avanzar en la línea de tiempo que comienza con la versión aceptada de la muerte de Castagnino es comprender lo singular de una historia que concentra su acervo de Old Masters adquiridos en Europa en manos de su madre, Rosa Tiscornia, quien los dona a la Comisión Municipal de Bellas Artes, formada en 1917 y creadora del Museo en 1920. Copias carbónicas de cartas genuflexas de artistas y otros agentes culturales testimonian el irremplazable mecenazgo de doña Rosa, como asimismo el de sus descendientes. Son documentos cuya ornada prosa desnuda los alcances del poder económico que se mueve detrás del arte. En los retratos de la Comisión (individuales al óleo, grupal el de la fotografía), aquella clase alta de hombres cultos se viste de sus atributos: corbatas de seda y trajes hechos a medida.

Una figura clave en la Comisión es la de Nicolás Amuchástegui, su primer presidente, sin cuyos gruesos cuadernos de memorias, fotos, recortes y actas esta historia se habría perdido. María de la Paz López Carvajal explora y exhibe su colección de obras que le fueron dedicadas de puño y letra por los artistas, y que él donó al Museo. También investiga las adquisiciones y los criterios detrás de ellas.

Adriana Armando hace legible el mural de Alfredo Guido "Canto de los labradores". Verónica Prieto, Francisco Ansalas y Espacio LAB (de Archivo) y el equipo de Educación articulan el diálogo con actores tan diversos como la escuela de Olga y Leticia Cossettini o los autores del robo del 24 de marzo de 1987. Junto a piezas como la magnífica imagen barroca de San Andrés pintada por José de Ribera, cuelgan tesoros menos conocidos, desde los estudios psicológicos y de interior del gran pintor Eduardo Schiaffino hasta el alegre exotismo de Adam Styka o los vivaces grabados animalistas al metal de Julia Wernicke.

En casi todos los conjuntos de esculturas, grabados, dibujos, pinturas al óleo y acuarelas expuestos predomina el gusto conservador local anterior al fin de la Segunda Guerra Mundial (no muy distinto del gusto local actual). Costumbrismo español, regionalismo serrano, paisajes urbanos o rurales, marinas y otras obras de género ocupan buen espacio junto a estudios y a soleados paisajes con figura. En estos se nota la influencia de los maestros macchiaioli, escuela italiana precursora del impresionismo pero que no renegaba aún de pautas academicistas como la jerarquía de la figura sobre el fondo.

A excepción de los álamos púrpura que parecen llamear en un paisaje fauve de Ramón Silva, fechado en 1913 en las afueras de París, o de una fantástica escena simbolista en gran formato con elementos románticos y sobrenaturales que pintó Leo Putz en 1897, poco hay de vanguardias. Aires futuristas, o a Cézanne, se filtran sin embargo en unos desnudos femeninos del pintor Julio Vanzo, secretario de Hilarión Hernández Larguía. Director del Museo de 1937 a 1945, don Hilarión fue coautor de su proyecto edilicio con Juan Manuel Newton, su colega y socio en un estudio de arquitectura. La arquitecta y docente Silvia Pampinella despliega los planos y la memoria que explican hasta el último detalle el misterio de la forma misma que contiene la muestra.