La comparan con Cheever y con Chéjov pero también hay críticos que consideran sus cuentos superficiales o “sin forma”, lo que quiere decir que las opiniones sobre Ann Beattie son diversas, extremas, y que, como ambas cosas son imposibles –o se es Chéjov o se es amorfo-, su trabajo en realidad es más complejo de aprehender y quizá desparejo, algo que por supuesto es de lo más normal para cualquier escritor. A los 75 años es autora de nueve novelas (debutó en 1976 con Chilly Scenes in Winter) y once libros de cuentos, el último de 2017. Aunque autoras tan queridas en Argentina como Margaret Atwood y Lorrie Moore la respetan y la consideran una par, Beattie no estaba traducida hasta este libro publicado por Chai Editora.

La casa en llamas es una colección de cuentos bastante compacta en tono y eso tiene una explicación. Se trata de la traducción de The New Yorker Stories (2011), es decir, todos los cuentos que publicó en la famosa revista. Se puede ver un cambio de tono que quizá acompañe a la época: pero no tanto en términos de acontecimientos, sino en cuestiones literarias. Ella dijo muchas veces que no le gustaba ser considerada la voz de una generación y en particular la irritaba que se la considerara “minimalista” y preocupada en sus temas por cómo los crecidos en los años 60 sobrevivían a los 70 y 80. No soy un barómetro cultural, decía. Lo de minimalista, sobre todo en los primeros relatos de este libro, es justo: es una contemporánea de Carver y se nota. Aunque sus personajes no cargan con desdicha sino con cierta distancia que fue considerada frialdad en su momento y ahora se lee como un vacío emocional, como personajes tan perdidos que no pueden expresarse. Eso cambia con el tiempo.

Pero primero, un poco de quién es esta escritora. Nació en Washington D.C., ahora vive en Florida después de varios periplos y es docente, enseñó en Harvard y en la Universidad de Virginia. Ganó premios importantes, como el PEN y el American Academy of Letters y aunque no tiene ni quiso tener hijos, escribió también algún libro infantil. A fines de los años 60 fue seleccionada por la revista Mademoiselle para ser una de sus editoras invitadas: en Estados Unidos es un rito de pasaje muy importante, y muy conocido porque fue lo que lanzó a la fama a Sylvia Plath. Hizo una crónica sobre México, entrevistó a Truman Capote –el mismo día del asesinato de Bobby Kennedy--, vio el estreno de El bebé de Rosemary. 1968, un año intenso. Ella tenía 20 años. Unos años después, tras doctorarse en Literatura Inglesa, empezó a venderle cuentos a The New Yorker. A los 28 años tenía un contrato con la revista. No hace falta aclarar que, en aquellos años, esto era un logro muy importante. Muchos de sus cuentos, dijo entonces un crítico, definían días de “vino blanco y Valium”.

“El vals de Cenicienta”, cuento que abre La casa en llamas, es quizá una síntesis de los relatos publicados en la revista en los años 70. Una mujer vive sola con su hija: Milo, su marido, la acaba de dejar por otro hombre, Bradley. Todos se llevan bien pero hay una tensión poco dicha e insoportable y no es celos, no es homofobia, es un tironeo de afectos insufrible en el que la única capaz de manejarse es Louise, la hija del matrimonio. Beattie presenta así a los personajes, en su estilo preciso, como de latigazos: “Milo y Bradley son criaturas de costumbre. Desde que lo conozco, Milo usa su bufanda azul apolillada con el nudo tan bajo sobre el pecho que la bufanda resulta inútil. Bradley es adicto al café y lleva consigo un termo. Milo se queja del frío y Bradley siempre está un poco nervioso”. 

Apenas hay desbordes. Incluso cuando los hay, el minimalismo –o el tono aplacado de Beattie- los deja en una burbuja. Este relato fue publicado en 1979. Le sigue “Cambios”, de 1977 sobre otra pareja y su amigo, sobreviviente de Vietnam. La insatisfacción de ella queda representada en lecciones de manejo que toma con un adolescente muy atractivo, con quien no se consuma ninguna relación pero, para ella, es el sueño de otra vida, lo mismo que las fotos que se toma de partes de su cuerpo, una mujer fragmentada, como su amigo soldado, como su matrimonio. Es un cuento misterioso e inteligente, y la traducción de Virginia Higa se luce al conseguir trasladar la belleza de esa prosa tan tajante. De 1977 es “Martes por la noche”: otra mujer entre hombres, su actual pareja, su ex, su deseo de pasar una noche sola, los discos de Bob Dylan y un final muy Cheever que no revela nada de la trama.

Todos los relatos de esta época marcan vínculos a los tropezones y cierta desconexión: la forma de Beattie, precisa en detalles, destaca ese sobrevuelo, desde el que se ve todo, pero no se sabe casi nada. “La casa en llamas” es un cuento muy divertido que tiene de fondo a la escena de arte de Nueva York (snob como todas, pero un poco más) pero transcurre durante una cena en casa, en la que el hermano del marido, Freddy, se la pasa drogado y escucha a Coltrane y Velvet Underground. Todo es muy hip y contemporáneo hasta que la protagonista dice: “Conozco a todos los que están en la casa desde hace años y a medida que pasa el tiempo, los conozco menos”. No son neo-beatniks, no son punks de Nueva York, ni siquiera son artistas de vanguardia en su loft: son una generación en transición, con hielo fino bajo los pies.

Entre 1984 y 2001 no hay ningún cuento recopilado y es porque The New Yorker dejó de publicarla. En una entrevista ella dijo: “Estuve desconsolada. Después de varios rechazos, fue duro que ya no estuviéramos en la misma onda. Pensé que si eso continuaba iba a ser difícil escribir para mi”. Pero no lo fue. Y su retorno a la revista es magnífico. Los cuentos de los 00 son notables, más largos, más expresivos y peculiares. “El último día raro en Los Angeles” presenta a Keller, un hombre mayor que visita a sus sobrinos ricos en la Costa Oeste, le cuesta relacionarse con mujeres y, cuando lo hace, resulta que ella tiene un ex marido activista extremo por los derechos de los animales: las consecuencias son impredecibles. Le sigue el magnífico “Piedras en la pared”, otro hombre solo en una casa de pueblo, que alquila un estudio a un joven. El inquilino resulta ser un abusador sexual y el dueño se encuentra también en un problema burocrático con un viejo cementerio patrimonial que queda tras su casa. Es un cuento de desborde y la vida como una sorpresa ingrata, ya sin esa falta de reacción de veinte años antes. Los tiempos cambiaron. Y queda más claro aún en “El señuelo de confianza”, con otro hombre adulto que, en la mudanza, tiene una fugaz escapada con hombres de clase obrera mientras su propio hijo se comporta como un imbécil. Estos hombres de Beattie son personajes fascinantes: irónicos, frustrados, solitarios pero agradables. “El señuelo…” es de 2006 y es una experiencia inmersiva ver cómo se desarrolla una voz, cómo ese cuchillo de los inicios sigue ahí, igual de certero pero con décadas de afilado.