Desde Barcelona

 

UNO Se acaba el verano más tórrido del que se tenga memoria (Rodríguez) y registro (meteorología). "¿Es este el fin del verano o el fin del verano tal como lo conocimos hasta ahora?", se preguntó The New Yorker. Y sí: se ha mal vivido a ritmo de temporada de serie. Y, claro, lejos de comedy-sitcom y cerca de Planetary Horror Story. Pandemia sin cura y guerra sin tregua. En España jamás hizo tanto calor, y murió más gente (un 56% más que para estas fechas en el '21). Cayó granizo asesino tamaño pelota de tenis y se vuelan las abejas. Aumentó adicción a TikTok, donde muchos anunciaron estar cansados de TikTok. Rosalía lanzó "Despechá" que, comparativamente, convierte a Shakira en The Beatles. Better Call Saul volvió a no ganar ni un Emmy. Murió la muy bien escrita Reina de Inglaterra y el muy buen escritor y Rey de Redonda. Y blues del regreso al trabajo/clases, de la cuesta de septiembre donde se pagará agosto, de que a todo pecado le llega su penitencia, de que no hay fix up para tanto crack up.

En lo personal, Rodríguez esperando refrigerador nuevo. El no tan viejo murió cortesía de obsolescencia programada by Philip K. Dick & Blade Runner y convertida por Steve Jobs en way of life. La diferencia es que a los replicantes/androides de Dick les preocupan mucho sus memorias implantadas, mientras que los cada vez más zombis que robóticos humanos de la Era de Zuckerberg no tienen problema con olvidarse todo menos de consultar redes en las que cayeron y que se caen.

Ante semejante panorama (tantas alertas luces rojas) Rodríguez decidió alejarse del más violador que orgiástico futuro y volver, una vez más, a esa luz verde que tantas veces vio y leyó.

DOS Y, sí, Rodríguez (re)lee El Gran Gatsby de Francis Scott Fitzgerald por lo menos una vez al año (lo volvió a leer en marzo, en la flamante edición de Norton, con notas al pie y cartas y críticas comentarios del autor y esos tres relatos contemporáneos a la novela --"Winter Dreams", "Absolution" y "The Rich Boy"-- funcionando como demos-bonus-proto gatsbystas). Y de nuevo Jay Gatsby convencido de la posibilidad de repetir el pasado: de reclamarlo al presente en pos de un futuro mejor. Gatsby, por supuesto, está equivocado. Pero Fitzgerald no. Y ahora Rodríguez retorna a novela que no solo es perfecta sino que es cada vez mejor y que, como explica Greil Marcus, "durante generaciones ha sido una fuerza de gravedad tan insistente que colonizó la imaginación de su propio país y la de quienes imaginan ese país desde otros lugares". "Su fantasma cuelga sobre toda máquina de escribir", invocó Irwin Shaw. Y dijo Richard Ford: "Está escrita por un menor de treinta años, pero es un libro que madura cada vez que lo leemos. Con los años supe que tiene más cosas que enseñarle a una persona madura que a un joven... También, es el mejor libro para que un escritor aprenda cómo hacer que entren y salgan de habitaciones los personajes".

Pero esta vez Rodríguez no la abre por el principio sino por el capítulo 7 con tanto entra-sale. Allí, los acontecimientos se precipitan a partir de una de las escenas más tórridas en la historia de la literatura mundial. Allí, en una suite del Plaza Hotel (Rodríguez se entera que hoy hay un Suite Fitzgerald en ese hotel) se reúne el elenco de la novela casi al completo. Allí, Jay Gatsby y Daisy Buchanan y Tom Buchanan y Jordan Baker y Nick Carraway se disponen en composición casi teatral. Y bochorno y todo lo que estaba agrietado se rompe por completo y sin capacidad de arreglo. Y la fachada de Gatsby se viene abajo junto con todas esas "hermosas camisas" flotando en el aire sin aire. Y todos se revelan como esa "rotten crowd": ese grupo podrido de seres que no llegan a los tobillos al ingenuo y soñador y romántico y, sí, gangster Gatsby. Ahí están todos: masticando champagne y muertos de calor y más vivos que nunca. Y esa vivacidad enseguida se traduce en grito y reproche y violencia. Y de allí salen todos rumbo a esa formidable última parrafada de primera.

Pocas veces subió y sube y subirá la temperatura como en este febril capítulo, piensa Rodríguez, mientras en los diarios y noticieros no dejan de hablar del escalofrío en este Valle de Cenizas europeo que se viene si Rusin (leáse: la Rusia de Putin) decide cortar gas y petróleo y electricidad y luz (amarilla, por ahora).

TRES Y, para Rodríguez, Gatsby está en todas partes porque lo que en todas partes está es esa sensación de querer volver al pasado y no ir al futuro. Y, sí, está en esas reescrituras de su tragedia casi noir con traje rosa que son (grandes monumentos a la traicionada pero aún así invulnerable amistad masculina) esas Gatsby-Variationen como La llave de cristal de Dashiell Hammett y El largo adiós de Raymond Chandler y El último beso de James Crumley. Y hay más de eso en la fascinación de Sal Paradise por Neal Cassady en la movediza En el camino de Jack Kerouac, o en la de Nathan Zuckerman por Coleman Silk en La mancha humana de Philip Roth, o en.. Y, claro, hay mucho más aún en Once Upon a Time in America de Sergio Leone (que casi puede verse como un Gatsby: The Missing Years). Y Rodríguez vuelve a ver al desenfrenado Gatsby de Baz Luhrmann (que le gustó mucho más que la primera vez pero, claro, para Luhrmann Gatsby y Romeo y Elvis y un joven bohemio en la París impresionista son exactamente lo mismo). Y también revisó la de Jack Clayton (con un acartonado Robert Redford y una insoportable Mia Farrow y un pésimo guión de Francis Ford Coppola). Y nunca pudo ver la versión muda y perdida para siempre de 1926 (la que parece haber sido muy fiel a la novela, aunque hay testimonio de que Fitzgerald la detestó), ni aquella de 1949 con Alan Ladd. Y tampoco la del 2000 para televisión con --lo que le parece un gran acierto-- Paul Rudd, quien no puede sino ser el mejor Nick de todos los tiempos. Y Rodríguez se entera de la existencia de una de la que no tenía noticias: G (2002), donde el jazz muta a hip-hop y Gatsby es un magnate discográfico y Rodríguez se dice que mejor no encontrarlo.

CUATRO Y en una página del manual de autoayuda escritorial-autobiográfico de Chuck Palahniuk --Plantéate esto -- el autor de El club de la lucha (otra con potente y dolida amistad masculina con uno mismo) se pregunta, con gracia e ingenio, cómo es posible que Nick no salve a su santo camarada revelándole a todos (policía incluida) que fue Daisy y no Gatsby quien atropelló a Myrtle Wilson. Es una pregunta lícita pero, al mismo tiempo, demuestra que Palahniuk no comprendió en absoluto a Nick. Como todo apóstol --vampirizado a la vez que vampiro-- Nick necesita que su mesías muera para así luego ser dueño de su memoria y predicar/recrear su evangelio según Nick. Porque, atención, Nick Carraway --a diferencia de Fitzgerald-- no es un escritor: es un reescritor. Y un reescritor es alguien que escribe al calor de una tórrida historia que, sabe, nunca será la suya. Y así, calurosamente, decidir que le queda el refrescante consuelo de contarla a su manera.

 

Ahora, como al final de El Gran Gatsby --que no es un cuento de hadas sino un cuento de hechizados-- aquí viene el otoño más asfixiante que Rodríguez y Europa jamás conocerán; cuando, justo hace cien años (¿por qué no celebrar la fecha en que algo se empieza a escribir en lugar de conmemorar cuando se publica?), Fitzgerald se mudaba a una casa en Great Neck, Long Island. Y allí se le ocurría la tórrida idea para una gran novela a transcurrir justo ahí y entonces y para siempre y en todas partes donde se la lea y relea.