Son días políticamente muy intensos, en varios aspectos que vale recorrer. Sin embargo, se entre y se salga por donde fuere, se aborde lo que sea y se piense lo que se piense, casi cualquier temática -si no todas- acaba diluida en una específica.

Por supuesto, hechos estremecedores, como el intento de asesinar a Cristina, pueden imponer que la agenda mediática discurra en forma pasajera por otros carriles. Pero temprano o tarde terminan inevitablemente relegados aún cuando se trate de una tentativa de magnicidio, que compele a exprimir el análisis mucho más allá de cómo se lleva adelante -o para atrás- la investigación judicial.

La inflación, como se corrobora cada vez con mayor intensidad a partir de números desbocados sin remedio a la vista, no es el asunto prioritario que representa inquietud o angustia para una mayoría de los argentinos.

Es el asunto excluyente.

Caigamos en una obviedad, que quizá no lo sea tanto en quienes viven de los trazados especulativos de palacio.

No se trata en primera medida de que ningún oficialismo puede ganar elecciones con índices inflacionarios virtualmente convertidos en récord mundial, para un país en vías de desarrollo.

Tampoco es cuestión central que el número de octubre, respecto de septiembre, ratificará un guarismo cercano o superior al 7 por ciento, ya capaz de afectar la imagen de Sergio Massa porque habrá concluido su período de gracia.

Las cifras son gente a la que, con total justificación y sin excusas que alcancen, le importa menos de tres pitos quiénes se perjudican y quiénes se benefician, en lo electoral, con este desastre de incremento en los precios (como si, además, algún sujeto masivo tuviera entre sus preocupaciones lo que sucederá en las urnas el año que viene).

Al cabo de la traumática renuncia de Martín Guzmán, en medio de una crisis en el Frente de Todos de la que ninguno y ninguna de sus integrantes deben desentenderse porque vivieron disparándose a los pies, llegó la contingencia de Massa como único bombero tras el interinato de Silvina Batakis.

El nuevo ministro logró acomodar/postergar/licuar momentáneamente las dramáticas condiciones de reservas monetarias, presiones devaluatorias, exigencias sectoriales.

Zafó en lo transitorio de algún ahorque al que pudieran someterlo en el FMI, donde, según dicen, también hay halcones y palomas.

La zanahoria del dólar-soja allegó divisas en alrededor de 8 mil millones de dólares que permitirían aguantar hasta marzo próximo, cuando debería empezar la liquidación verde de esta cosecha.

Todo eso forma parte de la macroeconomía sin cuyo asentamiento no se consiguen factores positivos, porque las cosas se desmadrarían al carecer de una estructura financiera del Estado no ya relativamente sólida sino, y apenas, capaz de sostener demandas básicas o aumentadas del mercado.

En rigor, “aumentadas” es el eufemismo de extorsivas.

Pero nada de todo eso le mueve un pelo -ni tiene por qué movérselo- a la gente que a pleno derecho cotidiano podría responder “es el precio de la leche, estúpido”. Y del kilo de pan o de lechuga. Y de los alquileres. Y de la ropa. Y de la prepaga. Y del salario o los ingresos que corren de atrás permanentemente. Y de los servicios del cable, y de la telefonía móvil, salvo considerar que ya llegamos a la altura de que el uso y entretenimiento digital son consumos suntuarios.

El Gobierno prepara, con muchos interrogantes, lo que se coincide en denominar como “plan de estabilización”.

Consistiría en una búsqueda de consenso para amortiguar progresivamente el proceso inflacionario, mediante regulación de precios y salarios formales con los actores corporativos decisorios.

Por lo pronto, más allá de bloopers como el del secretario de Comercio mostrándose reunido y atribulado por la falta de figuritas para el Mundial, y así como se controlaron por ahora los indicadores macro, es evidente que el Gobierno da imagen de parálisis e impotencia frente al desboque de los precios (eso sería, incluso, en una versión indulgente: la comercial más extendida es que directamente “no hay precios”).

Rigen ciertas características técnicas, y una en particular, acerca de las cuales concuerdan prácticamente todos los especialistas.

Ningún programa estabilizador de la economía, que se pretenda a lo grande y no de parches, dio ni puede dar resultado si, antes, no hay un ajuste de variables clave.

En otras palabras, la seguridad o algo parecido es que, para sostener un cambio eficaz, primero debe disponerse de divisas que lo banquen. Y en el caso de Argentina, no habría otra manera que la vía devaluatoria.

Lo operativo de esa decisión es una de las madres del borrego.

Devaluar a como venga, según enseña toda experiencia, sería devastador para el bolsillo popular.

Pero los antecedentes son explícitos.

El Plan Austral del alfonsinismo y la convertibilidad menemista, al igual que la estabilización de Kirchner e independientemente de cuánto duraron debido a cuáles causas, requirieron de ajustazos previos.

¿Cómo se hace hoy para instrumentar alguna herramienta de ese tipo, con un mapa de pobreza por ingresos que involucra a casi 4 de cada 10 habitantes y con una baja del desempleo que es a costa de su calidad remunerativa?

¿Cómo se materializa una “estabilización” que no siga perjudicando a los que menos tienen, a escala de subsistencia y de desmejoramiento en las condiciones de vida?

Ausentes las recetas mágicas excepto para los alquimistas que resuelven todo desde el santiamén de una apostilla, al Gobierno le queda, en primer término, demostrar fortaleza política. O, siquiera, la vocación de enseñar que quiere tenerla.

No es lo suficiente.

Es lo necesario.

Lo mínimo que debe exigirse es la exposición de quiénes son los ganadores, aplastantes, de la puja distributiva.

El conflicto de varios meses en el sector de los neumáticos, que puso a todo el aparato mediático contra el sindicato y al ministro Massa advirtiendo que un grupúsculo estaba extorsionando y poniendo en riesgo al conjunto de la industria, redundó en un acuerdo demostrativo de quiénes eran y son algunos de quienes se llevan la parte inmensa de la torta. Los que debían poner la plata que les sobra, y que finalmente apareció.

Así de corrido, ¿cuántos y cuáles son los responsables de llevar a las nubes el precio de los alimentos de primera necesidad?

No basta con advertirlo a través de una serie de tuiteos.

Son el Gobierno, no comentaristas.

Enfrente están quienes ya avisaron que harán las cosas muchísimo más rápido, y ya se sabe en qué dirección.

Enfrente, aun con sus cuitas internas que parecen ser la desesperanza esperanzada en que “la gente” se dé cuenta, están los que, sin ir más lejos, les mandan la policía y las intimaciones a los padres de los pibes que toman colegios.

Como lo resaltó Luis Bruschtein en el cierre de su columna del sábado, en este diario, la noche del jueves y a la puerta del Lengüitas hubo una pareja que se dedicó a insultar y escupir estudiantes. Y a hacer exhibición de un cuchillo.

Desde el gobierno local explicaron que no se podía hacer nada frente a esas “agresiones”.

Eso no es solamente Larreta, ni una problemática de la progresía porteña.

Eso es un sentimiento facho que advierte hace rato lo que podría venirse.

Será imperdonable sufrir y asistir a ese espectáculo, cuando todavía se está a tiempo de impedirlo o de que se profundice.