En una visita a la Argentina en el año 2010, cuando su libro Reducciones estaba casi listo para la imprenta, el poeta chileno-mapuche Jaime Huenún hizo una visita al Museo Antropológico de La Plata y se encontró de pronto con una forma palpable de la barbarie: el material fotográfico -que data de los años fundacionales del Museo a fines del siglo XIX-  vinculado a la exposición en sus vitrinas de los cuerpos vivos de los indios mapuches que habían sido trasladados por Francisco Pascasio Moreno desde la Campaña al Desierto a la ciudad de La Plata. Botín de guerra, material de laboratorio científico, objetos de exposición, estos cuerpos fueron exhibidos con vida al público. El estupor que le causó dio lugar a la composición de sus Cuatro cantos funerarios, uno de los poemas más intensos de la poesía latinoamericana de la última década, a través del cual Jaime Huenún no sólo lleva a un registro poético una escena de barbarie en el corazón del Estado y de la Ciencia -lo cual representa ya un desafío-  sino que parece, además, poner en crisis la idea misma de Museo como otra forma colonial de lo que el libro venía meticulosamente trabajando bajo de la imagen de las reducciones, esos confinamientos como dispositivos de poder y control instaurados desde fines del siglo XIX por el estado chileno sobre la población indígena y que siguen en vigencia todavía por otros medios. “Saber de golpe y porrazo” cuenta Jaime Huenún “ que en las bodegas del Museo de La Plata se guardaban restos de diez mil indígenas y enterarme a través de las publicaciones de Guías,  Colectivo de Antropólogos de UNDLP, de ese genocidio tan brutal como refinado, me dejó literalmente en condición cero. El horror se exhibió sin vergüenza durante 102 años, naturalizando y legitimando la derrota de los “indios” y cosificando sus restos para todo público. Exhibir la muerte del enemigo en vitrinas durante más de un siglo, exponer sus restos tal como se ostenta una cabeza en la pica, evidencia el lado más siniestro de una sociedad. ¿Cómo hacer para que la poesía se haga cargo de semejante aberración,  en la que el Estado, la ciencia y el ejército se coludieron sin contrapeso alguno? La única opción que me pareció plausible fue la de operar con las mismas fuentes documentales, con las fotos y textos que los científicos de la época dejaron como testimonio de sus trabajos, los que finalmente normalizaban la barbarie de la época y por extensión, la barbarie occidental.   

Hace tres meses, Jaime Huenún volvió a Buenos Aires para participar en la Feria del Libro. Su último libro apareció a fines del año pasado. Se trata de La calle Mandelstam y otros territorios apócrifos. A pesar de estar dedicado al famoso poeta ruso condenado al Gulag de Kolimá por orden de Stalin, su poesía parece no haber cambiado, sin embargo, de tema. El aún supérstite confinamiento colonial deviene ahora gulag, campo de concentración,  nuevo modo de “reducir” lo humano y exponerlo hasta los límites de lo no-humano en una suerte de confiscación de la vida. En verdad, la poesía de Huenún vuelve una y otra vez, con la fuerza de una persistencia contumaz, a las existencias condenadas por la barbarie ya que, si en Reducciones leíamos la supervivencia de operaciones de control sobre el otro bajo la instancia del cerco, del corral,  La calle Mandelstam parece ahora asfaltar esa antigua vía que viene de lejos, ese camino real o aquellas antiguas travesías marítimas  —desde las crónicas de Indias a Maqroll el Gaviero de Alvaro Mutis—    para volverse precisamente eso: una calle, un espacio peatonal, un lugar de tránsito permanente, un espacio común a todos y de todos, ámbito en el cual irrumpe sin embargo la precariedad de la nuda vida. Ya no es el Paseo Ahumada de Enrique Lihn sino una calle que suscita el pasaje directo al confinamiento, al exilio, a la proscripción o, incluso, a la desaparición. 

Anclada como está a la historia, tu poesía delata la época o mejor las condiciones de la época  parafraseando aquel libro de Joaquín Giannuzzi, Ossip Mandelstam ¿tiene hoy algo para decirles a los poetas de nuestro Continente?     

-Mandelstam es todavía un desaparecido, una de las tantas víctimas al que la maquinaria siniestra del estalinismo condenó al ridículo, la miseria, la enfermedad y la muerte.  Creo que desde esa condición nos interpela hoy con el lenguaje del vacío, con la ausencia vergonzante de sus restos, tal como lo hacen nuestros propios detenidos-desaparecidos latinoamericanos. Si bien su poesía instruye ejemplarmente sobre el uso estético de la palabra, sobre sus prodigios y peligros, su cuerpo ausente nos enseña la espiral en aumento del terror y del dolor, contenida apenas por la obligada ética del sacrificio individual y colectivo y los trabajos intermitentes y nunca definitivos de la memoria. Con lucidez creadora y sin épica alguna, Mandelstam confrontó al poder de su tiempo y lugar  pagando con su vida la posteridad de su obra, la  que sobrevivió gracias al amor titánico y memorioso de Nadiezhda, su mujer. Lo cierto, en todo caso, es que ningún ser humano, y ningún artista por ende. necesitan pasar por esas u otras ominosas pruebas totalitarias. Al poeta ruso le tocó vivir y sufrir la naturalización de una sección del infierno, y aquello es para mí un ejemplo de lo que no debiera suceder nunca.   

Es posible leer las inflexiones del neoliberalismo que azota al Continente por debajo del verso, del poema.  ¿Cuál es el lenguaje de la poesía que vale la pena decir?

  -Los pastores del neoliberalismo proclaman e imponen con tecnocrática y voraz astucia una democracia engañosa, hipotecada,  y uno de sus propósitos tácitos ha sido despojar del derecho al lenguaje a grandes sectores en nuestros países. “Ya nada es cierto y todo es verdad”, señala Herta Müller, y desde esa concepción una verborrea espuria y autoritaria, teñida a veces de progresismo pop y humor baladí. hegemoniza los medios y la escritura pública. En este contexto, la poesía es una expresión superflua, minoritaria o ausente en la escena social. Sin embargo, paradojalmente, libros de este género se publican con frecuencia, aunque su efecto sociocultural sea nulo o un secreto muy bien guardado por una legión de lectores fantasmas. En cualquier caso y contra todo pronóstico, los lenguajes de la poesía latinoamericana, diversos, multiformes, se multiplican, a pesar de su valoración casi siempre tardía. En términos estrictamente personales, la poesía que me moviliza es aquella que conjuga furor y misterio, historia, mito y ficción, crónica y tensionados lenguajes mestizos. Sabemos que ningún poeta  surge de la nada y si toma en serio su trabajo debe asumir un interminable aprendizaje. Si escribir poesía es en gran parte recordar y testimoniar, también es un acto de solitaria esperanza, de precaria reconciliación con uno mismo y su tribu, aunque para ello se recurra a lo más sórdido y terminal de la condición humana.

¿En este libro, en La calle Mandelstam, cómo se conjuga esa doble línea cultural que es ya una constante en ti poesía?

  -Mi condición de mapuche no es para mí una gracia ni un don esotérico de alcances exóticos. Mi identidad indígena la he tenido que recuperar no sin alteraciones y desasosiegos existenciales. Y esa recuperación no ha tenido que ver con construir una especie de ingenua alegoría esencialista de la victimización, el orgullo o el renacimiento aborigen, sino más bien con reconfigurar a pedazos -y en ciertos tramos a ciegas- una memoria familiar y comunitaria negada, distorsionada y sepultada por la historia y el lenguaje oficiales. La condición indígena en América Latina todavía es considerada una rémora, aceptable en la medida en que el sujeto originario se presente totalmente traducido y reducido a la cultura nacional dominante o, en su defecto, como objeto de estudio o un ente representativo de un folclor liviano, transable en el mercado de especímenes raros. Pero lo cierto es que desde la irrupción de la Conquista, el indígena debió constituirse en un complejo sujeto político, incorporándose  muchas veces de manera obligada, a la historia y la cultura occidental. Desde esa perspectiva mis libros no son sino espejos nublados en los que se miran, dialogan y friccionan lo local y lo global, lo oral y lo escrito, la incierta civilización sofisticada de raigambre europea y las despreciadas culturas indígenas y mestizas del sur del mundo. 

Hay un hilo conductor entre Georg Trakl y Franz Fanon y ahora Osip Mandelstam en relación a la figura del poeta. ¿Es posible un devenir mapuche del poeta ruso condenado a un Gulag?

  -Trakl, Fanon y Mandelstam comparten un destino trágico en momentos distintos, pero gravitantes de la historia política y cultural de occidente. La primera guerra mundial en el caso de Trakl, los procesos anticolonizadores africanos de los años ‘40 y ‘50 en Fanon, y la oposición ética y literaria al totalitarismo en Mandelstam, terminaron consumiendo de manera dramática sus vidas, aunque finalmente sus escrituras lograron prevalecer en su doble faz de revelación clarividente y resistencia política y cívica. Los y las poetas indígenas latinoamericanos de la actualidad están en una tarea de reconstrucción y preservación tanto de sus diezmadas memorias culturales como de sus acervos lingüísticos, confrontando de esta manera no sólo el canon literario occidental neoliberalizado, sino también el modelo político y económico extractivista que socava de manera constante lo que queda de sus territorios. Inevitablemente, la protesta social y cultural indígena desencadena la consabida represión militar y jurídica de los estados nacionales, generando operativos antiterroristas, persecuciones policiacas y una seguidilla de civilizatorias condenas mediáticas desde la prensa hegemónica. Pero por otra parte, muchos de nuestros gobiernos mantienen políticas indigenistas de corte asistencialista y paternalista, cuyo objetivo manifiesto es la integración siempre desventajosa y humillante del “indio” al sistema dominante. Este colonialismo interno, esquizofrénico y sesgado de la zanahoria y el garrote, acepta al indígena “bueno”, exótico, extravagante, épico o esotérico, aplastando e invisibilizando a los pueblos originarios reales sumidos en la pobreza y cercados por la violencia, los que reclaman efectiva participación política, autonomía y autodeterminación. Los más lúcidos poetas indígenas no pueden obviar este cuadro y están construyendo la que quizás sea la única literatura políticamente activa del continente. 

¿La poesía testimonia? Y si lo hace, ¿se pone al servicio de la memoria? ¿La poesía es autónoma o cumple una función? 

  -A mi juicio la poesía es siempre testimonial porque sigue siendo la más depurada  y profunda exploración del individuo, del colectivo y del lenguaje. Ningún poeta puede sustraerse a su tiempo ni a la memoria y la historia de su tribu, como tampoco puede sustraerse a la memoria y a la impronta de su propio devenir biográfico, elementos que finalmente son el sustrato de todo su trabajo. El poeta no crea mundos nuevos, como decían los antiguos griegos, más bien interviene en éste con la energía y las pulsiones de su ser individual, pero también con el sentido y el sin sentido común que hereda o que comparte. Las puertas de la poesía se abren para entrar, pero nunca para salir y desde la casa del lenguaje, el poeta envía mensajes, señales tal vez oscuras de amor, de vida, de tedio y de muerte. La función de la poesía es conjurar los males de la palabra y ayudar a la especie a no hacer del tiempo una implacable maldición.